Educar a un adolescente y no matarlo en el intento

Educar a un adolescente y no matarlo en el intento

La columna de Gabriel Pereyra

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Nº 2193 - 29 de Setiembre al 5 de Octubre de 2022

Toman riesgos innecesarios con la seguridad del adulto que serán y con la inocencia del niño que fueron. Llevan la contra en todo. Faltan el respeto sin pudor. No respetan los límites. Viven encerrados en su dormitorio si es que tienen y, si no, se encierran en su cabeza. Rechazan los libros y navegan en Internet hasta los confines de su cansancio. Se cansan a la hora de hacer lo que deben y viven a mil para hacer lo que no deben. No son muy afectos al aseo. Son impulsivos, ásperos, inconsecuentes.

A estos engendros incomprensibles para los humanos adultos se les llama adolescentes.

Transitar por la adolescencia de un hijo y dejarla atrás con apenas algunas heridas de consideración es una prueba a fuego de metralla. Después de haber superado eso, que vengan los hunos con Atila al frente, los atendemos de a uno, valga la redundancia, o incluso de a dos.

Un día sí y otro también me cruzo con madres y padres abrumados, a punto de tirar la toalla, porque no logran entender qué pasa con su hijo, o sus hijos, adolescente y menos logran saber cómo pararse ante ese ser salido de sus entrañas y que luce como una permanente fuente de conflicto, que sume a toda la familia en un clima de gritos, reproches y enojos permanentes, cuando no de un silencio ensordecedor e inquietante.

Quizás sea bueno comenzar por aclarar que buena parte de lo que dicen o hacen los adolescentes escapa a su voluntad. Esto no es psicología. Es neurociencia. Tiene que ver no con cómo interpretamos lo que hacen, sino en qué cosas hemos descubierto acerca de por qué hacen algunas cosas que hacen.

En su libro El cerebro adolescente: guía de una madre neurocientífica para educar adolescentes, Frances Jensen dice que a menudo los padres “tenemos la errónea creencia de que los adolescentes pueden controlar su a veces recalcitrante conducta, su ira o sus actitudes violentas y que se niegan conscientemente a escuchar lo que les proponemos o exigimos. Todo esto es falso”.

Somos los adultos, bien informados, los que estamos obligados a saber que no es que hacen o dejan de hacer cosas por capricho, sino que es su cerebro el que se los impide o alienta. Nada tienen que ver las hormonas a las que nos gusta responsabilizar.

El cerebro crece de atrás hacia adelante y de abajo hacia arriba. Por eso los lóbulos frontales, que “manejan los centros de riesgo-recompensa”, no están totalmente desarrollados, terminan de formarse a los 30 años, o sea que tienen un 75% de esa zona cerebral desarrollada.

A esos seres que un día dejaron nuestros brazos para convertirse en erizos les sobra sustancia gris y les falta sustancia blanca. Para resumir y vulgarizar: les sobra energía y les falta rumbo.

Que la confusión del momento que viven redunde en malos resultados escolares no desmiente el hecho demostrado en los laboratorios de que los adolescentes aprenden más rápido que un niño y de manera más eficiente que un adulto.

Por eso es tan importante batallar para que aprovechen ese momento de la vida para estudiar, ya que nunca más su cerebro tendrá tal plasticidad.

Esa capacidad de incorporar conocimiento los introduce en otro capítulo complejo: su curiosidad, mezclada con su inmadurez, los lleva a querer vivir experiencias como si fueran un gato chico que no conoce el peligro. La parte del cerebro en la que uno desarrolla las funciones ejecutivas, el juicio y el control del impulso está aún inmaduras. Por eso es inútil tratar de entender con nuestros cerebros de adultos algunas de sus decisiones. A lo sumo podemos y debemos tratar de hacerles ver que se están adentrando en terrenos peligrosos. Es por eso que por la llamada memoria prospectiva, o sea, recordar lo que les dijimos que podía ser peligroso en el futuro, lo olvidan rápidamente. No son necesariamente desobedientes, sino que carecen de esa memoria.

Los expertos recomiendan a los padres asumir el papel de lóbulos frontales de sus hijos mientras los acompañan en ese tránsito.

Obviamente no todo funciona igual en un joven sometido a carencias materiales y afectivas como no funciona igual entre damas y varones. Las primeras están unos dos años por delante en su desarrollo cerebral.

Hay momentos y situaciones en que esta etapa de la vida se torna peligrosa. Ellos son más vulnerables al estrés y a los problemas mentales. Ambas cosas son más perdurables en los adolescentes. Nos inquietan sus reacciones violentas, pero puede ser más preocupante una pasividad que derive en la depresión.

En esto de pensar que hay veces que desoyen nuestros consejos por pura rebeldía nos volvemos a equivocar. Un ejemplo: los adultos comienzan a generar melatonina, la hormona del sueño, a las nueve de la noche, y los adolescentes a las 11 de la noche. Nos gustaría que descansen más y se duerman más temprano, pero eso no depende de nuestra voluntad y ni siquiera de la de ellos, porque así funciona el cerebro. Por eso se duermen tarde y se despiertan tarde. Y si no descansan, el dormir poco les potencia el estrés.

Otro agregado al combo: las hormonas sexuales son muy activas en la parte emocional del cerebro, el sistema límbico, y por eso son emocionalmente inestables y tienen mucha carga emocional, tanto que estudios con escáneres en el cerebro muestran que en comparación con un adulto responden al doble ante un estímulo emocional.

Estos sentimientos causan reacciones extremas: excitación o depresión, expresada muchas veces en esa silenciosa soledad que los caracteriza, encerrados por horas en sus habitaciones.

La depresión viene acompañada de ansiedad y esta deriva en problemas alimenticios, que impactan más severamente en las mujeres. La depresión alienta el fantasma del suicidio adolescente. Durante la pandemia el aumento del suicidio adolescente en Uruguay aumentó un 45%.

Según un estudio realizado en Estados Unidos, la mitad de los adolescentes con anorexia nerviosa pensaron alguna vez en suicidarse y casi el 10% lo intentaron. Las mujeres lo intentaban tres veces más que los varones.

Otro dato surgido de la neurociencia: debajo del córtex prefrontal hay una estructura llamada amígdala que interviene en la conducta sexual y emocional. ¿Por qué son explosivos los adolescentes?: porque la amígdala es inmadura y genera euforia. ¿Se dan cuenta mamá y papá? Apelamos a una y mil estrategias creyendo que estamos lidiando con sus hormonas, con su carácter, y en realidad todo es un proceso biológico en el que es imposible incidir.

Las cosas son más complejas de lo que parecen.

El adolescente tiene un mayor sentido de la recompensa que el adulto, y la liberación de dopamina mejora su cerebro.

Junto con la depresión, la ansiedad, los problemas alimenticios y el suicidio, en esta edad aparece el riesgo de la adicción a las drogas. El mecanismo por el cual circula es el mismo: la mayor cantidad de conexiones neuronales liberan más dopamina y los efectos de las drogas son más intensos. Por eso a esas edades es más difícil liberarse de la adicción.

Sus pares, los amigos, son uno de los refugios del adolescente. Un artículo publicado en Scientific American indicó que los adolescentes son especialmente sensibles a las señales y a las recompensas sociales y por ello el contexto social y la aceptación tienen una gran influencia en su comportamiento.

En consecuencia, los padres luchamos con algo más que un proyecto de hombre o mujer, con una serie de procesos biológicos ocurridos en el órgano más complejo que conozca la humanidad: el cerebro. Solo nos queda acompañar y hacerlos sentir acompañados. Ir, e ir e ir, dispuestos a fracasar, a morder el polvo de la derrota una y otra vez y levantarnos, para volver a fracasar. Ellos lo ven. Son adolescentes, no tontos. Nos harán enojar mil veces, y allí tendremos que recordar a Robert Stevenson en su obra sobre el doctor Henry Jekyll a quien hace decir: “Quiéreme cuando menos lo merezco porque es cuando más lo necesito”.