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En noviembre de 1970 entrevisté en Bogotá, en el Palacio San Carlos, al presidente conservador Misael Pastrana Borrrero. Con él se cerraba el ciclo de cuatro períodos presidenciales, con alternancia entre liberales y conservadores, para la afirmación institucional tras la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla. Al final de la entrevista el presidente Pastrana me preguntó sobre la “difícil” situación que se vivía en Uruguay por la guerrilla “tupamara”. En esos momentos el mayor problema de Colombia en la materia era el de los “esmeralderos”; más que los movimientos revolucionarios o los narcotraficantes. Ni sospechaba el presidente Pastrana lo que se le venía.
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A fines de 1991, entrevisté al presidente César Gaviria Trujillo, en Bogotá, pero esta vez en el Palacio Nariño. Por esos días, Pablo Emilio Escobar Gaviria, el jefe del cartel de Medellín, ante el riesgo de ser extraditado a los EEUU, resolvió “fugarse” de la cárcel que él mismo había construido para su alojamiento.
En Colombia operaban entonces distintas bandas ilegales: narcotraficantes (carteles de Medellín y de Cali), dos movimientos revolucionarios de izquierda, las “autodefensas unidas de Colombia” (fuerzas paramilitares de extrema derecha) y hasta algunos esmeralderos, todavía. Pero la “guerra” era con los “narcos”. Y en particular con Escobar.
Un año antes había viajado a Bogotá para dar una charla a periodistas de “El Espectador”. Les hablé de equilibrio, de equidistancia periodística, de no involucrarse, de no tomar parte. Hacía dos años Escobar había mandado asesinar a su director, Guillermo Cano Isaza, y luego había volado las instalaciones del diario. Me miraban como si yo recién hubiera llegado de la Luna.
Es difícil opinar de afuera sobre Colombia y los colombianos.
Porque también es un hecho que, aparte de los tan mentados 50 o 60 años de guerra, Colombia hace 60 años que vive en democracia. Y democracia en serio, no de las que han pululado en los últimos años. Con violencia o no, que la han sufrido, y cómo, en Colombia religiosamente se realizan elecciones libres —todas las que marca la Constitución—, la prensa informa, con las limitaciones inevitables que puedan generar en cada caso la violencia y un “estado de guerra”, pero sin censura o interferencias gubernamentales y rige una total autonomía e independencia entre los poderes del Estado. Pocos o casi ningún país del continente puede exhibir semejantes credenciales.
Y en este país sus ciudadanos acaban de decir que no a una propuesta de acuerdo entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), por el cual estas renunciaban a la vía violenta a cambio de una muy amplia amnistía, una cuota de cargos públicos y subsidios varios.
Todo fue muy bien presentado. Con la bendición de Obama y de Francisco I, que últimamente aparecen en primera fila en todas las estampitas, más el secretario de la ONU, personalidades y jerarcas del mundo entero, revolucionarios de ayer y de hoy, algún país escandinavo que desinfecta y con La Habana como escenario (el viejo Fidel, increíblemente aparezca o no, sigue firme en las estampitas).
A todo el mundo le pareció bien. A todo el mundo, de afuera, pero a los colombianos no. Y no importan los porcentajes. Visto todo lo “que puso” en juego el gobierno de Santos, lo de los del No fue una hazaña. Y no hablemos de derecha ni de izquierda ni de halcones o palomas: Santos en su momento fue acusado por Hugo Chávez de ser el mayor belicista y un “francotirador de la derecha y del imperio gringo”.
Quedó claro, asimismo, que el poder de convocatoria de Santos, aun con todo el aparato estatal y los apoyos off shore, ni se acerca al de Álvaro Uribe.
Aparentemente, otra vez la humildad le ganó a la arrogancia. Pero es más que eso. No se limita a darse el gusto de rebelarse, de decir “no” a los que creen que a la gente se le puede llevar de las narices. Hay más y debe verse desde más atrás.
Ciertamente, con la asunción de Santos y la continuidad del uribismo y unas FARC en retroceso, los colombianos, hace menos de una década, veían que todo estaba dado para alcanzar una paz. Una paz justa y no tan negociada. Poco podían exigir las FARC.
El rápido giro de Santos con “su nuevo mejor amigo” Hugo Chávez, sorprendió. A los colombianos y a todo el mundo. Sobre todo cuando los mejores amigos de Chávez y el chavismo siempre fueron los miembros de las FARC y nunca han dejado de serlo. Puede, entonces, que los colombianos hayan visto todo este proceso de paz con Venezuela como país garante y La Habana como sede, demasiado contaminado de bolivarismo.
El hecho es que todo se dio vuelta y unos revolucionarios casi en retirada pasaron a negociar de igual a igual con el gobierno legítimo —fortalecido y bien posicionado— y consiguieron algo que ni en los mejores momentos hubieran soñado: impunidad, escaños, subsidios.
Visto así lo ocurrido, es entendible que la mayoría de los colombianos se desinteresaran o que no creyeran que este acuerdo entre el gobierno de Santos y las FARC fuera efectivamente el acuerdo de paz definitiva que Colombia necesita.
Fue una negociación muy desbalanceada, y cuando eso ocurre, es difícil pensar en acuerdos duraderos.
Sin embargo, más allá del show y los vedetismos, quizás todo este proceso no haya sido en vano. Se anuncia que Santos se reunirá con los ex presidentes Uribe y Andrés Pastrana, a quienes había dejado fuera de su “emprendimiento”.
Recién ahora entonces, sin tanta farándula y sin tufos y hedores de ningún tipo, y con una base política ampliada se hace posible encarar unas negociaciones con posibilidades ciertas. Parece que Santos entendió el mensaje; es de esperar, asimismo, que también las FARC hayan entendido que los colombianos están por la paz, pero no pagando cualquier precio ni burlándose de la Justicia.