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    El artista que volvió de la muerte

    Arte eterno: “Coyote”, de Joseph Beuys, una intervención que en 1974 removió los límites de la plástica

    Convivió varios días encerrado con un coyote, animal mítico de las praderas y de los habitantes indígenas de Estados Unidos. Primero se enfrentaron, se estudiaron, repasaron interminablemente sus movimientos. Hubo momentos de intensidad y cierto riesgo que sortearon con cautela, criterio, persuasión. De a poco empezó un proceso de entendimiento, irracional, primitivo. Se los podía ver detrás de un vidrio y una reja. Interactuaban, confiaban, compartían algo imposible de definir. El hombre tenía ya algo de animal, aunque parecía un brujo, envuelto en una manta enorme de fieltro, un traje apropiado para la circunstancia. Con sus acciones, pequeñas, elementales, transitaba por imágenes densas, sugerentes. Como un espíritu, no se le veía el rostro ni las extremidades. Podía ser un hombre o un oso o un ser sin definición, con una existencia apenas perceptible. De un brazo envuelto y estirado sostenía un bastón, vara mágica que enviaba alguna señal misteriosa al perro salvaje. Comen, juegan, descansan, parecen comunicarse en otro mundo, más allá de las sombras. De pronto aparece el hombre envuelto en el fieltro, se distingue su silueta de pantalón oscuro, camisa clara y chaleco. Se pone un sombrero, también de fieltro, también oscuro, pequeño.

    Es la marca registrada de Joseph Beuys (Alemania, 1921-1986), un tipo delgado pero fuerte, de mirada penetrante, de rasgos marcados. Fue uno de los artistas más removedores de posguerra, de los más influyentes, de los más carismáticos y transgresores. Discutido también, hasta el cansancio, objeto él mismo de controversias interminables. La escena corresponde a Coyote, acción artística (performance, “Me gusta América y a América le gusto yo”) realizada en 1974 en una galería de Manhattan, varios años después de sus primeras experiencias. Fue una de las más interesantes, expresivas y logradas.

    Llegó a Estados Unidos y no pisó suelo americano. Se hizo llevar desde el aeropuerto en ambulancia y se encerró con el coyote y su fieltro, su bastón, su sombrero, una pila de diarios que el animal orinó y masticó concienzudamente. Utilizó elementos personales que ya había usado en varias de sus intervenciones y que constituyen sus instrumentos, su marca de fábrica.

    Año 1974, un imperio marcado a fuego por la guerra de Vietnam y un conflicto que dejó heridas muy profundas. Una época de capitalismo feroz, de un mundo dividido todavía por ideologías enfrentadas, aparentemente indestructibles. Por otro lado, época de esperanzas por los movimientos civiles, desde el flower power a la conquista de los campesinos, desde la revolución feminista a la presencia estudiantil y las oleadas de Mayo del 68. Beuys arremetió contra una cultura que olvidó sus minorías indígenas y el vínculo con ese pasado que representaba el coyote. Un país belicista, conquistador, sin pruritos para arrasar con el mundo que no le convenía. Un país muy peligroso. Allí llega este alemán con un arma que apunta directamente al corazón de la cultura. Cultura, sociedad y compromiso fueron banderas permanentes de esa época. Bajo el peso de las estructuras económicas y políticas, el ser humano con su potencial cultural, con su pasado a cuestas, con su arte en función de los cambios.

    Piloto nazi en Crimea

    Pero en este artista hay un detalle fundamental: el cambio civilizatorio implica también el cambio de su propia vida, de su trasformación viva en el lugar de los hechos. También de un interior que remueve, evoluciona, muta incluso su pasado. De ahí que ese hombrecito cubierto de fieltro, que usaba la miel o la tierra o algunos metales para sus trabajos, no pueda entenderse sin algunos datos de su propia historia, para algunos, también una construcción artística. Dice la leyenda que a los veinte años se enroló en la famosa Luftwaffe, aviación alemana del nazismo. Fue piloto y quiso el destino que su avión cayera en Crimea, en una zona fría y desolada. Aún con vida pero a punto de morir congelado, fue encontrado por una tribu tártara de la zona. Envolvieron su cuerpo con grasa animal y pieles. Volvió de la muerte o de un sueño alucinado. Luego estuvo preso, resolvió su pasado con las juventudes hitlerianas y curó otras heridas. Aficionado al dibujo, estudió arte y comenzó un periplo intenso de realizaciones y actuaciones, si es que en algún punto, su acción artística tiene que ver con lo teatral.

    Con esta historia a cuestas, Beuys incluye en su construcción artística el uso de elementos que lo relacionan con la sanación, con ritos ancestrales, con lo más despojado y primario de la tierra. Fue definido como “el chamán” del arte. En cierto sentido, sus trabajos en los años 60 y su aparición escénica en Coyote lo vinculan profundamente con este arraigo anterior a toda expresión culta, a toda manifestación de civilización occidental, tal como la entendemos desde el siglo XX y desde el centro de los imperios de turno. Es fácil entender también que se plantea un arte comprometido, donde el propio artista juegua todas sus fichas en una experiencia inicial, fuerte, que en algún punto remueve la conciencia del público. Lejos está la observación o el espectador pasivo, contemplativo. El arte conceptual donde prima la idea y el proceso antes que la materia y la performance, dos expresiones afirmadas en el trayecto de este artista, constituyen un instrumento formidable para el cambio social, cultural. De hecho, su proceso lo llevó a convertirse en integrante de Fluxus, movimiento artístico sin arraigo geográfico que organizó festivales en varios países junto a nombres como John Cage, Nam June Paik y Yoko Ono, entre los más populares. Pero fue también fundador de una universidad sin sede y uno de los impulsores del Partido Verde alemán, candidato de su ciudad. Era inevitable que Beuys se involucrara también en ciertas estructuras políticas o sociales.

    De sus primeras experiencias quedó la imagen con una liebre muerta en los brazos (“Como explicar una exposición a una liebre muerta”, 1965). Con su cara embadurnada de miel y pan dorado, caminó por una exposición comentando la obra a su animal muerto. Fue un escándalo. Pero notable en su invención, desarmando un mundo donde la muerte estaba a la orden del día, donde el arte era convocado a su propia muerte y resurrección.

    Se hablaba de la “muerte de la pintura” y de un arte que rompiera definitivamente con el encierro en los museos. Se utilizaban los medios masivos de comunicación y los avances científicos y tecnológicos para construir las nuevas coordenadas de lo artístico, contradictorias, polémicas, superficiales en muchos sentidos. Pero también, como en el caso de este artista, profundamente influyentes. En esas experiencias se mezclaba la visión pictórica con la escultura, el sonido, la presencia viva, participativa y lo imprevisible. Conceptos que todavía se extienden en nuevos rumbos que deben mucho a Beuys.

    Arte de guerra

    Junto con el ineludible francés Marcel Duchamp (1887-1968), dadaísta, artista extremo que dejó marcado a fuego el arte del siglo XX con la inclusión de objetos cotidianos en sus propuestas, Beuys volvió a sacudir el ambiente, a desestructurarlo, a enfrentarlo a un pensamiento radical que no permitió ya volver atrás. Corrió los límites, borró las divisiones, abrió las puertas de la transformación tan anunciada por artistas pesados, desde los ismos históricos como los futuristas, dadaístas y surrealistas. Retomó una tradición revolucionaria, transgresora, siempre novedosa. No puso solo objetos a consideración pública, ni restos, ni desechos, ni objetos desacralizados por el uso social y cotidiano. De su performance Coyote quedan libros, registros fotográficos, videos, objetos utilizados. No es una obra, evidentemente. Pero es testimonio de un arte revolucionario. Y de un hombre y un perro, de un encuentro impensable, de un hallazgo reivindicativo desde la sensibilidad, una experiencia que arrasó con la percepción tradicional. Los rastros, como los pedazos del supuesto avión que casi lo mata en Crimea, son pequeños indicios de un arte posible, de un trayecto cultural imposible de eludir. Arte y cultura en juego, artista y público, tradición y vanguardia, vida y obra en un golpe formidable al rostro de una sociedad de consumo, agotada de tanta repetición.

    Expuso su vida, su cuerpo fundamentalmente. Ya no permitió que se hablara más de objeto artístico como se lo entendía incluso en las experiencias más radicales. Lejos quedó la pintura, por supuesto. Ahora, el arte era el propio sujeto. Sus ideas, su cosmovisión, su ideología, su función social. Desde Beuys se impuso la desmaterialización del arte como eje central de la cuestión. Es de esos creadores cuyo pensamiento influyó tanto como su obra, tal vez más. Pero un pensamiento apropiadamente expuesto en obras de increíble poesía. Obras, acciones, esculturas, instalaciones, dibujos, pinturas: lo que distinguió a Beuys no fue exactamente la inclusión en un casillero. Fue un artista completo, de acción, que retomó la corriente más transgresora y la sintetizó en cuerpo y espíritu, en su compleja y profunda personalidad. Ese señor que se encerró con un coyote en una galería neoyorquina a comienzos de los años 70 era un artista preocupado por la guerra, por la muerte, por una humanidad que no paraba de destruirse, montada en una interminable espiral de estructuras construidas para el dominio y la pérdida de sentido de la vida. Fue una performance y Beuys el referente de una forma de entender el arte, desde la propia vida. También, como forma de sanar las heridas.