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La cancha del Franzini está llena. Mucha gente joven, vestida como se vestía la gente joven en la segunda mitad de los ochenta. El escenario lleno de luces es ocupado por Los Tontos, que arrancan con su música solo para ser bombardeados por una lluvia de insultos y objetos varios. No son agredidos por todo el público, es verdad. Solo por el clásico, violento y ruidoso grupito de fundamentalistas que cualquier religión carga a cuestas, incluido el rock. Pero el ruido y la virulencia logran detener el show de la banda. Y entonces, el momento más rock de esa noche de 1988 (y si me apuran, del rock uruguayo): enfrentado a la barrita de punkies y darkies con la peor mala leche que se recuerde, el señor Renzo Teflón, bajo colgado, mirada detrás de los cristales oscuros, se adelanta, se agacha y recoge uno de los bizcochos que, entre otras cosas menos gloriosas, le están cayendo encima. Se levanta y con su sonrisa irónica de siempre, se come el croissant. La lluvia de porquerías e insultos arrecia pero Renzo termina el bizcocho. Y se chupa los dedos. Poco después, la banda se retira del escenario de Montevideo Rock II, y un poco más tarde aún, Los Tontos dejan de tocar y pasan a la historia del rock patrio.
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¿Cuál había sido su pecado? ¿Qué había provocado la furia de los más amargos que toda generación tiene siempre en su seno? El pecado de Teflón y los suyos había sido andar a contramano. En una escena rockera donde ser under y callejear amargado por la gris Montevideo parecía ser la única opción natural, Los Tontos tenían un programa de rock en la tele, La cueva del rock. Por cierto, el único espacio en la TV de entonces —en Canal 4— donde los grupos locales podían ser entrevistados y mostrar su música. Algo terrible para sus odiadores de entonces.
En una generación rockera con un 98% de letras oscuras, Los Tontos proponían (como el Cuarteto de Nos de entonces) el humor y la ironía como formas de reflexionar sobre el ácido día a día. En un tiempo en que ser rockero era casi sinónimo de depresión (una bandera que se levantaba con orgullo), Renzo Guridi (su nombre real) y los suyos descartaban el punk como fuente (aunque siempre estaba ahí), escribían buenísimas canciones pop y versionaban Agua podrida, de Leo Maslíah, con quien tenían una linda y siempre reconocida deuda. Era como si, una vez asumida la grisura del paisaje montevideano de entonces, Los Tontos no aceptaran que la salida fuera agregarle solemnidad a la falta de color. Pecado capital en la aburrida y deprimida Montevideo de la posdictadura. Y si encima no pedías disculpas por no acatar el dogma rockero de entonces, peor para vos: te iba a llover cualquier cosa en el Franzini.
Desde Los Tontos, la trayectoria musical de Renzo fue irregular, al menos en lo que a apariciones discográficas y conciertos se refiere. Aunque conviene recordar que una cosa es la creación y otra, muy distinta, cómo se gestiona la difusión de esa creación. Y tras su dolorosa experiencia con Los Tontos, a Renzo pareció siempre preocuparle más el aspecto creativo que la gestión del mismo. Tras su disco solista Je Je, de 1989, Teflón incursionó en el rap rock con los Drinkin Boys. Motín en el Iname es la canción más recordada del combo, aunque nunca fue registrada oficialmente. Ese grupo se disolvió a mediados de los noventa, tras apenas unos demos, unos shows y sin editar disco.
A comienzos de los dos mil, Renzo ensayó un regreso con Los Tontos pero sin sus dos excompañeros de banda. Conciertos, algún Teatro de Verano compartido y un disco en vivo, no alcanzaron para relanzar el proyecto, que se fue diluyendo.
Teflón se dedicó a reparar computadoras (de hecho, alguna vez rescató mi maquina dándome una excelente asesoría virtual) y también a producir algunas bandas del under, mientras maduraba su proyecto Fachos-A-Gogó, junto a Nacho Piñas. Una vez más, iba en sentido contrario al de la norma. Y es que mientras en los ochenta resultaba impensable una banda de rock alineada con el poder del Estado, tanto en su discurso como en su estética, buena parte del rock uruguayo más reciente no solo se encuentra alineado con el gobierno sino que hasta en ocasiones ha hecho campaña política por este. En el disco Al fondo a la derecha, de 2008, cruzando punk, rap, rock y hasta tecno, con su habitual sentido del humor ácido y absurdo, Teflón y Piñas ironizaban sobre la hegemonía cultural reinante (Lo dijo Foucault y Estados Unidos), rendían homenaje a Felisberto Hernández y todavía tenían tiempo para meterse con la xenofobia (Mano de obra). Siempre desde el humor negro y la incorrección política, lo que obviamente los ponía en la orilla opuesta del río.
Detrás del sarcasmo, de los lentes negros y hasta del frondoso bigote de años más recientes, había un tipo siempre parado del otro lado. Y que pese al desafío que, como todo buen ironista, manejaba a la perfección, era capaz de sufrir, de ofenderse, de sentirse dolido. Algo de ese Renzo está retratado en la durísima y triste Dónde estabas, canción que salió en el segundo disco de los Fachos-A-Gogó, Sgt. Pepe Empty Heads Club, y que es el exacto opuesto a la ironía habitual en sus textos.
Siempre es difícil aquilatar en lo inmediato el valor de un artista. En general, es el tiempo quien se encarga de reconocer su tamaño, su relevancia. Si tenemos suerte, con Renzo Teflón pasará eso y su relevancia artística será recordada y hasta emulada. Pero solo si tenemos suerte. De lo contrario, como ha pasado con otro montón de artistas que, por las más diversas razones, no han logrado mantenerse en el ojo público, el país seguirá siendo un sitio antipático con sus creadores. Pienso en Eduardo Darnauchans, en Jorge Galemire, en el Príncipe Pena, en un puñado de creadores que con su obra hicieron del Uruguay un país mejor, más rico, mas profundo, más único, más habitable. Y cómo ese medio que contribuyeron a desarrollar y a mejorar no siempre ha sido igual de generoso con ellos. Un puñado que empieza a ser dos y que, de a ratos, parece la norma del ser artista en Uruguay.
Es verdad, el arte debe ser de las cosas más opcionales que existen. El arroz o los fideos son mucho más mandatorios para el cristiano promedio. Ahora, pobre de aquel que quiera encontrarle un sentido a su existencia (no hablemos ya de darle un brillo o un color) usando en exclusiva el procedimiento de comer arroz. Y es que, una vez llena la panza, la creación es el motor que nos viene alejando de las cavernas. Por eso nunca está de más reconocer a aquellos que se han dejado el alma en el proceso de enriquecernos por esa vía, la del arte. Por eso, gracias, Renzo.