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    El cielo se nos cayó encima

    El llamado Búnker del Führer estaba debajo de otro búnker, bajo los jardines de la Casa de Gobierno. Allí se mudó Hitler en enero de 1945, cuando debió abandonar el frente oriental debido al avance de las tropas rusas.

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    Se trataba de un conjunto de unos 15 cuartos pequeños, comunicado con un búnker mucho más grande para soldados, personal de mantenimiento y de atención médica. Ambos se conectaban con los sótanos de la Casa de Gobierno y los túneles del metro. La visión de Hitler sobre los sucesos finales en Berlín era fragmentaria. Una vez que la última antena del búnker fue destruida, dependía enteramente de lo que decía la visita de turno o el interlocutor telefónico. Al final, no le quedó otra solución que llamar por teléfono a personas al azar en los diferentes barrios de la capital: si respondían en alemán significaba que los rusos aún no habían llegado a esa zona.

    La desesperación de Stalin por conquistar Berlín se debía a su ambición de ocupar la ciudad y mantener afuera de ella a los aliados, de ahogar el flujo de informaciones, de conquistar los territorios que luego formarían la Alemania comunista y de echarle el guante a los laboratorios científicos.

    La Unión Soviética sabía que Estados Unidos, gracias al Proyecto Manhattan (inaugurado en 1942), había avanzado en el enriquecimiento de uranio. El primer resultado concreto de este trabajo fue la bomba atómica de agosto de 1945 contra Hiroshima y Nagasaki. Pero quienes más avanzados estaban en ese campo eran los alemanes.

    El 25 de abril de 1945, los rusos ocuparon el Instituto Emperador Wilhelm. Allí encontraron más de 3.000 kilos de uranio enriquecido y grandes cantidades de otros componentes estratégicos. Todo eso, más varios investigadores, fueron llevados a Moscú. Sin embargo, la plana mayor de los científicos, entre los cuales estaba Otto Hahn (premio Nobel de Química 1944 y “fundador de la era atómica” gracias a su descubrimiento sobre la fisión nuclear), ya estaba bajo control británico.

    Esta verdadera desesperación por impedir que las tropas aliadas llegaran a tiempo hizo que el Ejército Rojo cometiera varios errores y perdiera muchas más vidas de las necesarias.

    Francotiradores alemanes en los sótanos o en los pisos superiores eliminaron gran cantidad de tanques rusos, hasta que estos aprendieron la lección y dejaron de avanzar por el centro de las calles. Por otra parte, la táctica alemana de no levantar barricadas en las esquinas les impidió a los soviéticos matar enemigos “al por mayor”.

    Un problema para las tropas invasoras era la cantidad de civiles que se escondían bajo tierra, pues en su búsqueda de francotiradores los rusos bombardeaban o incendiaban los pisos superiores y los habitantes se refugiaban en el sótano.

    El grado de destrucción es imaginable si se leen las instrucciones de Tjujkov cuando sus tropas iban de casa en casa, “limpiándolas” de alemanes: “Nunca sabes qué puedes encontrar detrás de una pared. Dispara una granada en cada rincón y continúa. Dispara ráfagas de metralla a los techos que aún están enteros y antes de entrar en otra habitación, dispara una granada. Termina la limpieza con una ráfaga de metralla. No pierdas ni un segundo”.

    Inocentemente, el coronel ruso Piotr Sebelev les escribió a sus familiares contándoles que “Berlín es una ciudad muy fea, totalmente destruida”.

    La resistencia se alimentó con miles de nazis extranjeros, voluntarios alineados en los regimientos de las SS. Allí estaban el Charlemagne (franceses), el Nordland (escandinavos), el Westland (holandeses), el Ostland (bálticos) y demás. Bajo las órdenes de Henri Fenet, los franceses destruyeron entre 70 y 80 tanques rusos en las semanas finales. Eugène Vaulot, un plomero francés de 20 años, destruyó, él solo, ocho tanques. En la oscuridad de un vagón de metro escondido en un túnel, a la luz de velas, el general Gustav Krukenberg prendió en el pecho de Vaulot una de las dos últimas Cruz de Hierro que otorgó el Reich.

    Vale la pena ver por Internet las entrevistas —por ejemplo a Henri Fenet— con escenas de los combates por Berlín en esos días finales: pintan, mejor que las palabras, el grado de destrucción y la humareda compacta que impedía la visión. Como dice el propio Fenet: el cielo se nos cayó encima.

    La tardecita del 26 de abril, bajo un ruido ensordecedor, Helmuth Weidling, último comandante supremo de Berlín, llamó desde su refugio bajo tierra a Hitler para proponerle reunir todos los hombres posibles, más los tanques que aún funcionaban, y “formando una flecha” abrirse paso fuera de la ciudad. Hitler lo felicitó por la idea, pero le aclaró que él no pensaba “salir a caminar por los bosques”, sino que estaba decidido a morir en Berlín.