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En un reciente artículo en La Diaria (Socialdemocracia, pero de la buena), Gabriel Burdín discurre sobre el modelo nórdico de redistribución de ingresos, al cual define como “quizás el único experimento exitoso de redistribución de ingresos a gran escala compatible con el logro de altas tasas de crecimiento y elevado bienestar”.
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La definición de Burdín es correcta y correcta es su conclusión de que la izquierda uruguaya le ha prestado poca atención a esta experiencia, al mismo tiempo que la ha visto con desconfianza.
Según Burdín, los rasgos centrales de la estrategia económica socialdemócrata nórdica (Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia) son “su potente sistema impositivo y su Estado de bienestar”. Sin equivocarse, el autor señala que “cuando se compara la distribución de ingresos antes y después de impuestos y transferencias sociales, se observa que estos países están entre los que redistribuyen más intensamente. Los impuestos hacen una parte nada despreciable del trabajo. En 2012, la presión fiscal se ubicaba en un rango de entre 40% y 50%”.
La siguiente frase apuntala este dato: “La tasa marginal máxima del impuesto a la renta personal rondaba entre 60% y 70% (40% en Estados Unidos). Dicho impuesto reduce la desigualdad (medida por medio del coeficiente de Gini) en 10 puntos porcentuales (PP) en Dinamarca y Finlandia (seis PP en Estados Unidos). El joven impuesto a la renta uruguayo lo hace apenas en dos PP”.
El modelo nórdico suele explicarse a través de la relación existente entre altas tasas impositivas y alto nivel de bienestar. O sea: a mayor presión fiscal, mayor bienestar social.
Sin embargo, estamos frente a un espejismo. El punto de partida para entender este fenómeno óptico dentro del análisis socioeconómico es una reflexión que ya Juan Bautista Alberdi en Argentina y Mariano Larra en España hicieron tres siglos ha: una misma ley tiene efectos totalmente contradictorios en uno u otro país, según la mentalidad reinante en ellos.
De la misma manera que copiar algunos principios centrales de la Constitución estadounidense no tuvo efecto alguno para la libertad y el progreso en los países al sur del Río Grande, pues los valores mentales al sur y al norte de ese río eran totalmente diferentes, aplicar la misma arquitectura fiscal en Uruguay (o en cualquier otro país del continente) que se aplica en los países nórdicos no llevaría a un modelo similar de bienestar.
Dicho de manera más pobre pero no por ello menos correcta: aumentar la presión fiscal en Uruguay no conduce automáticamente a un aumento del Estado de bienestar en la República. En realidad, lleva al resultado contrario.
Ese efecto contradictorio que tiene la presión impositiva en Escandinavia y en Sudamérica (incluso aplicando una misma arquitectura fiscal) se debe a la serie de valores culturales (la famosa “mentalidad”) reinante en ambas regiones.
Una presión fiscal del 50% permite un Estado de bienestar muy generoso en Escandinavia y Finlandia debido a cosas tales como el alto grado de conciencia ciudadana de la población (es decir: el considerarse integrantes de un mismo colectivo social y protagonistas de un mismo destino nacional), la visión del Estado como una herramienta necesaria al servicio de la comunidad en su conjunto, un gran nivel de profesionalidad en la dirección política, sindical y empresarial en esos países y el alto grado general de honestidad.
Para entender a Uruguay hay que dar vuelta el razonamiento, pues la mentalidad dominante uruguaya ve en el Estado un enemigo personal, divide a la población en “el pueblo” (los uruguayos “buenos”) y sus enemigos (los uruguayos “malos”) y niega, por ende, la idea de un futuro común a todos los ciudadanos.
Además, el nivel de profesionalidad en la dirigencia política, sindical y empresarial uruguaya es espeluznantemente bajo.
Y sobre la corrupción: ¿hay algo que agregar? En Alemania renunció una ministra por haber copiado fragmentos de una tesis doctoral. En Uruguay, el vicepresidente sostiene tener un título universitario inexistente. Y sigue tan campante en su puesto.
Un sistema político democrático con elecciones regulares y aceptablemente limpias, un sistema jurídico bastante creíble y un sistema económico basado en una fuerte presión fiscal no garantizan, per se, el crecimiento de un país ni el desarrollo de un nivel medio de bienestar.