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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáA los uruguayos no nos ha hecho muy bien la lógica del ballotage, y se legitima que, si uno no está con determinada corriente, entonces está necesariamente en las antípodas. Aplicado esto al paro de mujeres y la multitudinaria marcha del 8 de marzo pasado, se cumple que el que no acata el decálogo y la cosmovisión del llamado feminismo, entonces está con el machismo y el patriarcado. Y buena parte de las mujeres que conozco caerían en esa categoría. Será que las cosas no son tan simples.
Primero lo primero: la causa que movilizó a tantas y tantos la semana pasada no es solamente justa, sino necesaria y urgente. No puede minimizarse el problema de que muchos varones —y si nos ponemos a hilar fino podríamos decir que la mayoría— sientan —sintamos— que tenemos alguna suerte de derecho de propiedad sobre las mujeres que decimos o creemos amar. Tal vez una herencia de la época primitiva en que las mujeres intercambiaban fidelidad por protección y alimentos. O mil teorías más: la cuestión es que hay costumbres y asumidos que deben ser eliminados de raíz, y van mucho más allá de los casos escalofriantes donde la violencia física se hace presente, llegando en no pocos casos al extremo de la muerte. Es fácil marchar en solidaridad con las mujeres asesinadas por sus parejas o ex parejas, cumpliendo así con la cuota de corrección política, mientras uno perpetúa su calidad de consumidor perenne de la denigración de la mujer.
Pero la consigna no estaba centrada únicamente en la violencia, tema por demás importante. También existen —y he visto números que hablan por sí solos— fuertes brechas entre mujeres y varones en temas salariales, probabilidades de acceso a posiciones directivas, y distribución desigual entre trabajos bien pagos y mal pagos, a igual nivel de formación. Estos son números, son estadísticas, que no pueden relativizarse. Distinto es cuando llegamos a proponer un modelo que explique estas desigualdades. Ahí ya pienso que el discurso de que todo es culpa de un supuesto patriarcado que conspira contra la mujer es un poco simplista, y no considera algunas cuestiones como un retiro parcial de las mujeres de la actividad laboral asociado al embarazo y la maternidad, que a niveles universitarios coincide con el período de tiempo en que los varones más ascienden. Pero como hablar de maternidad es estar con el patriarcado, lo digo bajito. Se me ocurre que en vez de luchar contra la biología habría que encauzarla, estableciendo reglas de juego que impidan —de manera efectiva y no meramente simbólica— que siga existiendo una sensación de incompatibilidad entre maternidad y carrera laboral. Se ha avanzado en la materia, pero falta.
Con lo anterior espero englobar el sentir de la inmensa mayoría de las mujeres y hombres que manifestaron el pasado 8 de marzo, para transmitir un mensaje a una sociedad en buena parte allí presente. Lo que sí no creo es que dicho mensaje, que en lo medular comparto, haya sido claro. Porque en vez de insistir sobre uno o varios problemas, se insistió sobre un relato. Uno de esos relatos que se nutren de cosas que pasan, pero que se hilvanan de manera neurótica de forma tal que el relato lo abarque todo y lo explique todo. Así, hay un sistema opresor denominado patriarcado, y una clase oprimida denominada mujeres. Y como el primero es violento, la respuesta debe ser, si no violenta, al menos feroz. Y como no existe ningún Batman sin un Guasón, al patriarcado hay que ponerle rostro. Alguna cara a la que se pueda escupir, pues no hay nada más frustrante que no tener sobre qué o sobre quién descargar la frustración. Y el enemigo de todas las horas: la Iglesia católica.
No importa si con razón o sin ella, la Iglesia ofrece una estructura lo suficientemente abstracta para que no pueda defenderse, y lo suficientemente concreta para que pueda señalarse. En seguida dirán que los actos de insulto y desprecio llevados a cabo en la puerta de la catedral de Montevideo, de Buenos Aires, o la provocación insultante, agraviante y de pésimo gusto montada en los umbrales de la catedral de Tucumán (por poner los ejemplos más cercanos), fueron perpetuados por un “puñado de mujeres” en nada representativas de los cientos de miles de personas que manifestaron pacíficamente. Y eso es una absoluta verdad en términos estadísticos, pero una absoluta falacia en términos reales. Porque estos actos de injuria repetidos en varias localidades no fueron en absoluto espontáneos, sino que obedecieron directamente a las directrices internacionales dictadas para el paro del 8 de marzo.
En mi trabajo se exhortó a vestir de negro como forma de adherencia personal a la causa ese día. Pero luego de encontrar que el sitio web “parodemujeres.com” (sitio oficial del grupo de mujeres polacas que se organizó en torno a un proyecto de ley de prohibición del aborto en 2016, y de donde irradió la convocatoria internacional a un paro de mujeres el pasado 8 de marzo) convocaba a la realización de “actos públicos de apostasía de la Iglesia católica” (literal), decidí que lo correcto para mí era vestir ese día de gris. Porque no todo en la vida es blanco o negro, como te lo pintan. Y es conveniente saber que puede haber trescientas mil personas manifestando por una causa justa, pero al final es un paquete al que otros le ponen el moño, y nadie va a estar calculando a qué cuota de la plataforma adhirió cada una/o. Sobreabundan los grises, pero al final la historia se escribe en blanco y en negro.
Esta causa ya tiene el peso suficiente para prescindir de mi aporte específico. Más apremiante veo el recordar que no tiene sentido apelar a un discurso divisorio y excluyente para combatir la violencia, que se nutre de la falta de fraternidad humana.
Juan Pablo Tosar