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    El fin de la novela de amor, ¿para quién?

    Nº 2244 - 28 de Setiembre al 4 de Octubre de 2023

    El inquietante título El fin de la novela de amor pertenece a la escritora Vivian Gornick, hasta hace poco casi desconocida en América Latina y España. Hoy, ya anciana, logró una difusión asombrosa entre los hispanohablantes con libros que publicó hace 20 o 30 años, en buena medida porque sus ensayos se tradujeron al español.

    Gornick es una de esas mujeres con hondura, que se atreve a mirar los vínculos humanos desde una perspectiva original, como quien se cuelga de un árbol por los pies y desde esa posición, cabeza abajo, describe el territorio. En El fin de la novela de amor suelta sin anestesia que el amor como metáfora existencial ha caducado para la literatura y por tanto ya no se crearán obras de la magnitud de Madame Bovary o Anna Karénina. Es una revelación polémica, también desconsoladora, y bien argumentada por la autora.

    Al igual que muchos de nosotros, Gornick se crio en una época que depositaba en el amor romántico el poder de la transformación vital, la plenitud del ser parecía lograrse de una vez y para siempre a través de ese hallazgo. “Mi madre, comunista y romántica, me decía: ‘Eres una chica lista, haz algo de provecho, pero recuerda siempre que el amor es lo más importante’”, escribe. La pérdida de ese tesoro significaba renunciar a la completitud (la media naranja) y de ahí devenía la tragedia.

    “Cuando Emma Bovary se aflojaba el corsé ante un hombre que no era su marido o Anna Karénina huía del suyo (…), la gente estaba realmente arriesgándolo todo por amor. La respetabilidad burguesa tenía el poder de convertir a todos esos personajes en parias sociales”, dice. Hoy no se pierde tanto, al menos en Occidente, y las novelas que plantean ese cruce de caminos como un drama irreversible tienen problemas para proyectarse como dramas universales. “Es imposible hacer gran literatura a partir del amor romántico”, escribe. ¿Por qué? Pues bien, porque sabemos mucho al respecto —argumenta— hemos visto suficientes amores que se domestican y se vuelven tediosos en cuestión de meses u años. “Todos se casan sabiendo que pueden divorciarse y eso termina con el carácter sagrado” del amor, dijo en una entrevista a El País de Madrid.

    No solo ella ha planteado la cuestión en términos tan contundentes. Algunas estrellas del cine también han confesado su falta de inocencia después de pasar por varias películas del tipo “chico conoce chica, se enamoran, surge un obstáculo en apariencia insalvable, pero finalmente se encuentran y se aman para siempre”. Una de las más corrosivas ha sido la actriz Debra Winger, la novia en Reto al destino (An Officer and a Gentleman, 1982). En ese filme, dos cadetes sometidos a vejaciones como método de entrenamiento, y al parecer como sistema para convertirlos en buenas personas, se enamoran de dos obreras de una fábrica de cartón. Uno de los militares es Richard Gere, joven y apuesto. Pasados los inconvenientes de rigor (la ruptura) el protagonista comprende el significado de renunciar al verdadero amor y en el final, vestido de impecable uniforme blanco, “rescata” a su novia de la fábrica de cartones y se la lleva en brazos hacia la luz (mientras el resto de los obreros, en su mayoría mujeres, aplauden y hasta lloran de la emoción).

    “En cuanto me sacaron en brazos de aquella puta fábrica me di cuenta de que no quería volver a hacer algo así. Desarrollé una alergia a los finales cerrados porque nos hacen sentir que la vida tiene un clímax”, declaró luego Winger, además de hablar de la “frialdad de un ladrillo” de Gere. No se trataba de una bravuconada: tiempo después se retiró del cine, desapareció de las pantallas por años y no volvió a aceptar papeles similares.

    También a Hugh Grant, conocido por sus caracterizaciones de galán en Cuatro bodas y un funeral o Notting Hill (con Julia Roberts), se lo ve arrepentido de replicar una idea en la que no cree. “Me gustaría hacer una secuela que muestre lo que pasó después del final de esas películas para demostrar la atroz mentira que fueron todas, es decir, su final feliz”, declaró con menos enojo que Winger y más humor. Tal vez porque a él no lo cargaron en brazos hacia la luz.

    La convicción del amor como metáfora literaria se acabó, concluye Gornick después de leer la última página de una novela, una buena novela. Al cerrar el libro no se ha creído nada de lo que le cuentan. “Yo no lo acepté —dice—. Me vi incapaz. Sabía demasiado sobre el amor. Todos sabemos demasiado”. En cuestión de una generación, “todo en todas partes del mundo conspiró para hacérnoslo saber. De pronto ¡existía el divorcio! Y la psicoterapia. Y el sexo, el feminismo y las drogas, así como el crimen en las calles. En resumidas cuentas, era la caída de Roma. (…) Si hoy pusiéramos el amor romántico en el centro de una novela, ¿quién iba a creer que en su búsqueda los personajes van a alcanzar algo grande?”.

    Sin embargo, millones de personas sí lo creen. Las cifras de ventas de libros románticos muestran un gran filón comercial y señalan las multitudes de crédulos. En 2022, en Italia se produjo un boom de la novela romántica. En España, la escritora de novelas de amor con toques eróticos, Megan Maxweel (pseudónimo de María del Carmen Rodríguez del Álamo Lázaro), lleva vendidos 5 millones de ejemplares, aunque ella y otras autoras de literatura romántica nunca aparezcan en las reseñas culturales. Esta es una demostración de las múltiples burbujas de este intrincado mundo, por más que Gornick se esfuerce en argumentar que el amor como metáfora de la existencia es un acto de nostalgia.