Nº 2211 - 2 al 8 de Febrero de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa historia del tango está repleta de personajes entrañables que tuvieron efímero éxito y popularidad, pero, paradójicamente, y más allá de su calidad artística, perduran en la memoria de las gentes por su bonhomía y ciertas obras clave.
Es el caso de Alberto Mastracussa Ilario —para el público, siempre presentado como Alberto Mastra—, nacido en La Aguada, Montevideo, en noviembre de 1909 y fallecido en la capital uruguaya en abril de 1976: en palabras de Horacio Ferrer, “un músico, guitarrista, compositor, poeta y bohemio enamorado de sus colegas del pasado, sobre todo payadores, cantores criollos y tangueros de la primera época”.
Puede decirse que, más allá de algunos viajes a Buenos Aires esporádicos intentando alcanzar quién sabe qué horizontes, fue el “gorrión del barrio”, el que siempre volvió al hogar donde fue feliz. Su interés por la música popular nació muy tempranamente y, siendo un niño grande que arañaba la adolescencia, solo con nociones precarias del maestro Alberto Galloti, ocupó con simpática prepotencia los escenarios de los recreos del Parque Rodó, donde ganó sus primeros reconocimientos como mímico, cantante y guitarrista.
Su relación con la guitarra es una historia aparte, que marcó su trayectoria. Mastra era zurdo, como Yupanki, pero jamás cambió la disposición del encordado, como han hecho otros, pues lograba extraer sonoridades vedadas a los ejecutantes de academia y que atraían al público.
No fue sedentario como el pájaro, sino un gorrión inquieto, conmovedoramente amigable, siempre dispuesto a abordar nuevos proyectos, que recorría los boliches de la capital y pueblos del interior, adonde su presencia era como un estruendo de entusiasmo que encendía las reuniones y siempre le dejaba unos cuantos nuevos amigos. Alternó con payadores y cantores criollos y terminó, ya en su primera juventud, formando un trío con su primera esposa, Josefina Barroso, con el que viajó por primera vez a la Argentina, corriendo la década de 1950. Grabó para el sello Sondor 10 temas, entre los que figuraron Con permiso, Miriñaque, Un tango para Esthercita, Aguantate Casimiro y Mi viejo el remendón, este como homenaje a su padre zapatero y luchador de la vida. Ese disco hizo decir a Ferrer: “Flotan ahí la frescura trovadoresca de un Villoldo y la hondura de pensamiento de un Discépolo”.
Unos años más tarde volvió a su viejo barrio. ¿Una decepción? ¿Esperaba otra respuesta del exigente público argentino? ¿O, en realidad, lo venció la nostalgia y el gorrión itinerante sintió la ansiedad del regreso? Quizás otra curiosidad de su vida. Entonces ya era muy querido por Aníbal Troilo, que lo llamaba Mastrita y le grabó cinco de sus composiciones de más repercusión; y, sobre todo, era apreciado pero también admirado por Edmundo Rivero, quien con todo derecho, incluso fallecido Mastra, pudo lucir el blasón de haber redescubierto a los porteños aquel bonachón petiso zurdo, que, aunque mejoró sus estudios en su etapa final con Abel Carlevaro, nunca alcanzó el nivel de gran guitarrista aunque sí lució las originalidades de su creativa mano izquierda. Y, hay que decirlo, como cantor no tuvo un registro atractivo, pese a destacar su emotividad, y en las últimas presentaciones se hicieron demasiado frecuentes sus desafinaciones.
Sin embargo, aún hoy, Mastra perdura, agradecidos todos, quienes lo conocieron y quienes no, como es mi caso, porque nadie se sostiene al paso del tiempo en el amor popular si, además de vivir con dignidad, no ha escrito un par de obras maestras.
Un tango para Esthercita, por Troilo con la voz de Raúl Berón, en1954: Milonga, milonga, qué sola te mueres. / Milonga que tus citas tienen / una historia larga y una vida breve. / Tus trenzas, tu talle, Chiclana y la calle, / dejaron en los arrabales / temas de percales, esquina y farol…
O la memorable canción Bonjour, mamá, de la que Rivero hizo una versión inigualable: Cubierta con rosas de octubre, / tal como la vi marchar, / por un caminito de nubes / la veo siempre llegar. / Con pétalos blancos de tules / el cielo se cubre, / el cielo es mamá (…) Bonjour, mamá, / de nuevo como ayer estoy / ansioso por contarte hoy / las cosas de papá. / Ayer nomás, / plantó una rosa y un clavel / de un modo tan particular, / que eras tú junto a él…
Después de esto, no puedo quitar de mi emoción la posibilidad de que ese querible gorrión de barrio sintiera, en medio de su desbordante inquietud, alegría y búsqueda de amistad, el trazo de una melancolía profunda recorriendo su alma.