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    El gran truco

    Magia a la luz de la Luna, de Woody Allen

    Asistir a una película de Woody Allen es como ir a un restaurante que se conoce bien desde hace mucho tiempo. Y sobre todo: se conoce bien al dueño, un hábil cocinero. El comensal ya ha probado los platos, sabe perfectamente cuáles son sus predilectos, los que comería siempre, los que no son de su total agrado y los que claramente prefiere dejar pasar. En este particular restaurante, además, el menú lo decide el dueño. Y este año, con Magia a la luz de la Luna, tocó comedia romántica. Ambientada en 1928, en la Provenza francesa.

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    Sin ser un artista dedicado completamente al oficio cinematográfico, con una capacidad humorística que le permite reciclar chistes en los que Freud, Nietzsche, Hegel, Kierkegaard y elementos básicos de la cultura popular y la vida cotidiana pueden desfilar en una misma escena, con una vitalidad sorprendente, concebida, en parte, por un terror mórbido hacia la muerte, que lo mantiene filmando una película anual desde 1977; Allen (Brooklyn, 1935) ha creado títulos notables —Manhattan, Annie Hall, Zelig, Hannah y sus hermanas, Crímenes y pecados, Match Point—, largometrajes importantes que han marcado e influido en la vida de muchas personas (entre las que se encuentran también muchos artistas), desde donde abordó, con mayor o menor profundidad, y a través de distintos géneros —comedia, drama, policial, falso documental—, asuntos que lo obsesionan o le despiertan un vivo interés: el amor y el sexo, dios y la religiosidad, la psiquiatría, el psicoanálisis, Nueva York, Manhattan, el ser humano y la moral, la experiencia de la vida y el enigma de la muerte.

    Sobre todo la muerte. Una sus frases más famosas: “No tengo miedo a morir, simplemente no quiero estar presente cuando eso suceda”. La presencia de la finitud atraviesa casi toda su filmografía, independientemente del género. Está en sus filmes más tempranos. Desde el delirio slapstick de Robó, huyó y lo pescaron, con el desafortunado ladrón de medio pelo Virgil Starkwell, a la paródica La última noche de Boris Grushenko, cuyo título original es Love and Death, que entre sus varios “homenajes” incluye un baile con Ella vestida de blanco; desde los espermatozoides de Todo lo que Ud. siempre quiso saber sobre el sexo (pero temía preguntar) y su consciencia de que van a morir por una causa de la que no están muy seguros (“Al menos es judío”, dice uno –Allen– al ver el orificio de salida), a la visita de La Señora —ahora de negro, envuelta en nubarrones, y sosteniendo su arquetípica guadaña— en Los secretos de Harry, cinta donde también se incluye un paseo por el infierno.

    Estas son visiones humorísticas, paródicas. Para el cineasta y aficionado músico de jazz no existe nada más allá de lo evidente. Y en varias entrevistas y reportajes no se ha cansado de decir que desearía estar equivocado. Como Stanley, el mago interpretado aquí por Colin Firth, que es una nueva versión alterada del mismo Allen. Es decir: un personaje pesimista, sarcástico y ególatra que se define realista, la voz de la sensatez, y al mismo tiempo se ve a sí mismo como un artista superdotado y un ser encantador, un individuo racional que no cree que haya una fuerza más allá de lo humano que esté escondida en alguna parte ni en algún acto, un hombre para quien lo que se ve es lo que hay, para quien todo puede demostrarse de algún modo, solo hay que prestar atención, porque la magia no existe, existen los trucos, el engaño, la ilusión; nadie mejor que Stanley para detectar el engaño, él lo sabe, de eso se alimenta desde niño.

    Stanley, ataviado y maquillado como un mago chino, presenta sus espectáculos bajo el nombre de Wei Ling Soo (alusión al famoso Chung Ling Soo, alias del estadounidense William Ellsworth Robinson, que falleció en el escenario, durante la ejecución de uno de sus actos más peligrosos). Es famoso a nivel mundial. La película comienza cuando se encuentra en plena gira por Alemania. Entre los números de ilusionismo más sorprendentes de Wei están el de desaparecer a un elefante (truco que Harry Houdini ya había realizado diez años antes) y el de desmaterializarse para pasar de un punto a otro del escenario. Wei/Stanley es un mago cerebral, extremadamente preciso, detallista y exigente. Exige a los demás de la misma forma que se exige a sí mismo. Y sin perder tiempo y gastar saliva en sutilezas. “Un genio con el encanto de una epidemia de tifus”, lo define su colega Howard Burkan (Simon McBurney), quien acude a una presentación en Berlín para pedirle ayuda. Howard necesita que Stanley se traslade con él a Francia, más precisamente a la Costa Azul, en el sur, a la casa de una familia de aristócratas. Una astuta embaucadora estadounidense que se hace pasar por médium se instaló en la casa, cuenta Howard, y él, que fue en un principio conducido hasta allí por otros familiares para demostrar que se trata de un fraude, no ha podido desenmascararla. Howard sabe que la joven no podrá contra Stanley, el Gran Escéptico.

    Resulta que esa joven, Sophie Baker, es Emma Stone. Y lo más imparcial, sobrio y sintético que se puede decir de Emma Stone (y de su ambiguo personaje) es que es un encanto. Ella representa el otro extremo en este campo de batalla: la actividad paranormal, el mundo de los espíritus, la posibilidad de que exista algo más allá de lo tangible y lo evidente.

    La magia y los espíritus (presentes en la oscura Sombras y niebla y también en Scoop, La primicia y Conocerás al hombre de tus sueños) son la excusa para que afloren los diálogos con ese sabor de la casa Allen, quien de niño fue aficionado a la magia, y uno de sus mayores héroes fue Houdini (que también se dedicó a desenmascarar médiums que se quedaban con el dinero de la gente), y que en esta oportunidad se enfrentan a la ultrarracionalidad y la mente descreída del sofisticado Stanley (citas a Nietzsche se diseminan como notas al pie en una tesis académica). Sin embargo, para sorpresa e irritación del hombre que llegó para dejarla en falso, Sophie demuestra paulatinamente que sus llamadas “vibraciones mentales” aportan datos e imágenes demasiado precisas. Ella sabe datos de Stanley que solo Stanley sabe. El mundo se tambalea. Por medio de Stanley y Sophie, Allen coloca lo místico y lo científico en conflicto y también los lleva de paseo, a bailar, y los deja bajo la lluvia, a ver qué ocurre. Y Stanley, aturdido, se pierde en los ojos inmensos de Sophie, que dice que los trucos y una cierta ingenuidad son esenciales: “Se necesitan ilusiones en la vida”.

    Además de ser la película anual de Allen, Magia a la luz de la Luna luce un diseño de producción impecable, una fotografía cuidada y vistosa, y un vestuario que, en gran parte, es original de la época. Y está lo de siempre: título y créditos en tipografía Windsor, jazz, music hall, diálogos afilados, humor existencialista para la clase media, algún toque absurdo y patético, secundarios que se lucen (como Hamish Linklater en su papel de Brice, el millonario embelesado con Sophie), postales de la ciudad-escenario. Es lo que Allen sabe y le gusta hacer. Es el mejor truco que encontró, hasta ahora, para mantenerse lejos de eso. Cada cual con su ilusión.

    Magia a la luz de la Luna (Magic in the Moonlight). EEUU, 2014. Dirección y Guion: Woody Allen. Con: Colin Firth, Emma Stone, Marcia Gay Harden, Antonia Clarke, Hamish Linklater. Duración: 97 minutos.

    Vida Cultural
    2014-10-09T00:00:00