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El joven Lázaro se busca la vida en una España complicada. Llevarse algo a la boca y dormir bajo techo son sus humildes aspiraciones. Hijo de un molinero de Salamanca, nació a orillas del río Tormes. Su padre fue acusado de fraude, desterrado y enviado a pelear con los moros, donde halló la muerte. Su madre lo crió como pudo y lo entregó a un anciano ciego para que sirviera como mozo. Sin saberlo, en ese sencillo acto creativo, el autor desconocido bautizó a los perros que guían a los ciegos.
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Harapiento y sin más pertenencias que las pocas monedas que consigue, el viejo Lázaro repasa su vida como mendigo y como sirviente del viejo ciego, un viejo cura y un viejo hidalgo desempleado, de armadura y espada, pero tan hambriento como él. Lejos de lo dramática que podría presumirse la narración de esta vida de penurias, el español anónimo que la escribió —a modo de carta, publicada por primera vez en 1554— se las rebuscó para derramar en el relato picardía, ironía y desparpajo en cuantiosas cantidades. El hambre como motor vital para agudizar el ingenio y deparar un sinfín de situaciones hilarantes. Y por supuesto, la potente crítica social a la Iglesia —en plena Inquisición— y otras jerarquías de su época que destila el escriba, temeridad que con toda certeza le hubiera costado perecer en la hoguera, de haber firmado la misiva.
Diez años antes de morir, César Campodónico, “el Chino”, conductor de los destinos de El Galpón en la posdictadura, compuso y montó esta versión de la obra anónima española del siglo XVI, escrita en primera persona y tono epistolar, y considerada como precursora de la novela picaresca. Resultó una de las mejores puestas de la temporada 1995, nominada a los Florencio al Espectáculo y Dirección y ganadora del premio al mejor actor del año, para Héctor Guido. La obra fue un éxito de público y giró con gran repercusión por Estados Unidos (Nueva York, Washington, Miami), México (DF y Guadalajara) y varias ciudades latinoamericanas como Río de Janeiro, La Habana, Bogotá y Santa Cruz de la Sierra.
Luego de cinco años en la dirección de Cultura de la Intendencia, Guido retomó el trabajo teatral en El Galpón. Primero en la dirección, con Los pequeños burgueses, de Máximo Gorky, en la sala Campodónico, y luego en la actuación con la misma versión de El lazarillo de Tormes, ahora en la sala Atahualpa hasta el domingo 29. Y lo hace con toda la gracia y oficio que un actor puede ostentar, manejando con maestría los tiempos, los tonos y los climas del cuento. La versión está construida sobre un plano de complicidad entre actor y público, que provee sutiles maneras de atravesar la cuarta pared y explotar el potencial dramático, satírico y evidentemente político de este monólogo. Y allí está Guido, como gato entre la leña para entregar un notable concierto actoral.