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“Parecen los dibujos de tu hermana”. La madre comenta con su hija uno de los cuadros de Pedro Figari (Montevideo, 1861-1938). Están frente a un cielo de profundo azul oscuro. Se aclara un poco alrededor de una Luna ubicada en el centro, de contornos sinuosos, metida dentro de otro círculo movedizo, casi desarmado. Parece un huevo frito. Lo dice la niña que mira con asombro el estilo de ese cuadro tan particular. Es bellísimo. Por algo es bellísimo, por algo la señora y su hija siguen allí un rato, paradas una al lado de la otra. El cielo es tremendo. La Luna inquieta, el atardecer o noche cae sobre un campo de verde claro, salpicado por manchas verdes más fuertes. La escena se completa con un árbol construido a partir de tres ramas finas abiertas en tres direcciones y coronadas por un poco de follaje. El árbol está vivo, es un poco escuálido pero se hunde con presencia en el cielo casi infinito. Un poco más abajo, lo más importante. Casi hundidas entre la fortaleza de un supuesto tronco, las figuras humanas, apenas sugeridas por pinceladas marrones cargadas, más oscuras aun que los rincones más alejados de la influencia lunar, ese cielo nocturno que envuelve con la escasa presencia vital. El pequeño cartón (54 por 66 cm) se completa con el toque Figari, el detalle que hace la diferencia en este y en gran parte de su obra pintada en serie. Enfrentados al árbol, a cada lado de la pareja mimetizada con la fuerza de la naturaleza, aparecen dos perritos, uno blanco y otro marrón. El dibujo otra vez llama la atención de la espectadora. Otra vez la fuerza de la creación sin excesos, sin demostraciones vanas de destreza. Son dos perros de perfil, sin más rasgos que su cola parada, un puntito que simula un ojo y una forma movediza. Parecen caricaturas, chiquitos, de cabezas desproporcionadas para su cuerpo.
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Figari fue un gran caricaturista, dibujante y profundo conocedor de los rasgos. Así lo demostró en su legado del “Caso Almeida” (1895-1899), en su primeros y fecundos años de abogado defensor de un hombre inocente. Fue un proceso largo y tortuoso, que el empecinado y joven hombre de ideas asumió como el gran desafío humanista, de filósofo y legista comprometido con causas perdidas. Y no tan perdidas: sus luchas demostraron finalmente la inocencia de ese hombre acusado de matar a un político. En otro campo, el de su visionaria defensa de las “artes aplicadas” y el anuncio del arte y la técnica al servicio de la producción y de un país pujante, demostraría también su proyección de hombre avanzado a su época.
En ese proceso, entre sus alegatos, escritos y jugadas en la prensa de la época, Figari intercalaba horas de dibujo. Transformó la lucha contra un sistema injusto en caricaturas de un mundo risueño, distorsionado, con pequeños y curiosos detalles como lo prueban otros bocetos de dibujos que se exponen también en esta notable muestra del acervo del Museo Blanes, que inauguró su nueva sala dedicada al gran maestro de los candombes y de las fiestas populares.
La sala quedó adecuada a una presencia permanente. Blanca, con nuevas luces, el lugar está a la altura de las circunstancias. Pero la muestra es mucho más que obras de diferentes momentos, temas y miradas de este gran modernista vernáculo que empezó a pintar cuando casi todo el mundo comienza a planear su retiro de la vida activa. Ya pintaba, es cierto. Fue más fuerte su opción, luego de una larga y destacada carrera de abogado, político, escritor, pedagogo y padre de una numerosa familia. A los 60 años deja todo y se dedica a la pintura. Una locura. En esa época y en cualquiera. Deja todo, incluida su estabilidad familiar, ya en tembladeral hacía un tiempo. Se va a Buenos Aires con cinco de sus hijos, expone, se vincula al grupo Martín Fierro, en el que se encuentran Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo y los Guiraldes, Manuel y Ricardo, padre de gran influencia e hijo joven y pujante escritor. Figari es aceptado y se le reconoce inmediatamente su extrema valía. En Argentina y luego en París. Emigró desilusionado por rechazos y fracasos de sueños y emprendimientos frustrados. Se fue porque no pudo desarrollar su proyecto pedagógico al frente de la Escuela de Artes y Oficios, luego Universidad del Trabajo. Se fue porque en su país seguiría con esa imagen de hombre fuerte, peleador, un pintor de domingo, cuando el paseo por los alrededores de la ciudad le permitía un poco de relax para su pintura, cada vez más amada, cada vez más refugio y herramienta de futuro.
Su padre, italiano de la Liguria, llegó nadando a Montevideo. Su barco naufragó cerca. Iba a Buenos Aires y quiso el destino que se quedara en la naciente costa oriental. Es evidente que Figari heredó ese espíritu y una tradición de fuerza trabajadora. Lo curioso es la enorme y misteriosa dosis de sensibilidad artística. Ya sexuagenario, Figari pinta miles de cuadros. Una parte importante de esta obra ocupa la recién inaugurada sala del Blanes, pero también el amplio corredor que permite invadir el recorrido por el palacete. Es un placer. Están allí sus negros y candombes, sus gauchos, las escenas de un país que ya no existía pero que el artista retoma de su recuerdo, de su experiencia vital. Escenas como las del cuadro descrito más arriba (El pésame), sus ombúes estilizados, sus figuras sinuosas sin rostros, sus negros como sombras que circulan con trajes oscuros y galeras, misteriosos seres de una realidad fantasmal. Son figuras con algo triste, incluso en sus obras más luminosas y divertidas. Como los cuadros de velorios (Quién carga con el muerto, Bajando el muerto) de impecable factura, sugerentes y cargados de personajes entre el dolor y los caprichos de la existencia. En uno, con el cajón en el suelo, el difunto parece abandonado a su suerte. En otro, dos hombres hacen equilibrio con un ataúd en la punta de una larga escalera: intentan bajarlo de un primer piso de un conventillo. Tremenda escena cinematográfica. Y los perritos van y vienen, inquietos ante la muerte, pintados siempre como los pintaría un niño.
En cierta forma, escenas y figuras tragicómicas, dolorosas aun en su aparente desparpajo o supuesta cotidianidad. Tratadas con evidente cariño, logradas con maestría y placer. Cada uno podrá elegir su Figari, el más festivo o el más esotérico. Tan amplia es la muestra que merece una tarde con niños dibujantes. Podrán sentir así la cercanía del hombre que pintaba perritos callejeros rodeados de almas, nada más y nada menos.
Figari en el Museo Blanes (Millán 4015). De martes a viernes de 11.30 a 18.45; sábados y domingos de 12.15 a 17.45 h.