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“Siempre estuvo, desde muy chiquito me recuerdo solo y frente a todos, haciendo chistes y pequeños números, cantando, recitando o bailando en reuniones familiares, en la escuela o entre amigos”, responde a la pregunta de Búsqueda sobre las primeras certezas de que se dedicaría a la actuación. “Siempre fui muy morisqueta. Nunca tuve vergüenza. En los apagones de los años 70 y 80, que eran habituales en Montevideo, pasaba lo mismo: los vecinos de la cuadra iban para mi casa y yo improvisaba un show”. Hace muchos años que Fernando Amaral es un nombre central en la cartelera teatral montevideana. Desde que en 2008 coprotagonizó Leonardo y la máquina de volar, junto al legendario Berto Fontana —“la obra que me cambió la vida”—, sus días son una montaña rusa entre escenarios. Ahora está integrando el elenco de Jirafas y Gorriones, la comedia que acaba de estrenar Fede Guerra, y que va los jueves y viernes en La Cretina, el centro cultural y gastronómico que ambos fundaron en 2018 en pleno Centro y que se transformó en uno de los principales boliches de la ciudad. En setiembre y octubre protagonizó Valor facial, una distopía de corte social a lo Black Mirror escrita por Stefanie Neukirch. Y en paralelo, está en cartel en Teatro Alianza (los jueves) Vitalicios, su primer trabajo como director. Esta obra del catalán José Sanchís Sinisterra es una comedia ambientada en el mundo de los escenarios. Está interpretada por Rosina Carpentieri, Federico Torrado y Gabriela Quartino, cofundadora con Amaral, a fines de los 90, del grupo A Proscenio, aún activo.
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Este montevideano nacido hace 50 años y criado en Tres Cruces, en la calle Mburucuyá, cuando ese ombligo de la ciudad era un barrio más con un baldío gigante (hoy la Terminal) donde se podía andar en bicicleta, tirarse en chata cuesta abajo y jugar a la pelota en la calle todo el día, dice con total seguridad que ser actor es la única vocación que tuvo en su vida. Hijo de un vendedor de la empresa Philips y una maestra nacida en Tucumán que ejerció muy poco, se casó muy joven y se dedicó a su familia (Fernando tiene un hermano mayor, dedicado a la ciencia), cuenta que en su casa había una buena biblioteca que le despertó un gusto muy precoz por la lectura. “Leí El Quijote entero a los siete u ocho años”, dice, y enumera libros de todo tipo y color, que leyó de niño, como la Divina comedia. “No sé si entendía todo, probablemente no, pero me gustaba mucho el hecho de ponerme a leer, y me volaban la cabeza las ilustraciones, me encantaba fantasear con esos mundos”.
Recuerda nítidamente la primera vez que fue al teatro y sintió una conmoción al ver Artigas, general del pueblo, en El Galpón, cuando tenía 14 años. En ese tiempo Walter Rey y Susana Mazucchelli, su esposa, comenzaron a dar clases de teatro en el colegio José Pedro Varela, donde Amaral hizo escuela y liceo. Se anotó y allí hizo sus primeras muestras. También recuerda muy claro la primera vez que fue al Solís a ver Los gigantes de la montaña, de Pirandello, dirigida por Taco Larreta, una experiencia que lo marcó a fuego. “Lo primero que vi fue a Estela Medina entrando a la sala por el pasillo central de la platea, acostada sobre un carro que subía al escenario. Me impactó esa imagen y ese autor, y pensé: ‘Quiero estar ahí’”. Al año siguiente se inscribió en un curso de actuación de Elena Zuasti y Juan Worobiov en la Casa de la Cultura de El Prado. Después de terminar el liceo se anotó en el IPA para cursar Literatura, pero solo duró un año. “Salvé los exámenes de primero y pensé: ‘Para qué me voy a anotar en segundo si lo que quiero es hacer teatro, estoy perdiendo el tiempo’”. Entonces, mientras esperaba para ingresar a la EMAD, cosa que nunca sucedería, siguió estudiando teatro en la escuela de El Picadero (hoy una ruinosa casona abandonada en Ciudad Vieja), que funcionaba como una compañía independiente, con artistas aún en actividad como Rocío Villamil, Carlos Rodríguez, Oliver Luzardo, Fernando Alonso y Júver Díaz. Allí, cuando estaba en segundo año, Villamil lo invitó para debutar como actor profesional, en 1994, en Los invertidos. Y no paró más. “Me enamoré de El Picadero, era un lugar mágico, donde recibí una formación muy práctica; estaba todo el día con el elenco adentro del teatro, y me olvidé de la idea de entrar a la EMAD”.
Desde ese día mantiene un promedio de cinco o seis trabajos por temporada. Y a veces más. Los tiene contados: lleva 85 papeles en teatro. A lo largo de la charla los va mencionando en forma aleatoria, a medida que vienen a cuento: El lugar, Pausa, Lisístrata, Barbarie, Tengo una muñeca en el ropero. “Muchos me preguntan cómo hago y lo cierto es que por un lado no puedo estar sin actuar y por otro tengo la inmensa suerte de que me lleguen invitaciones todo el tiempo”, asegura con naturalidad. “Me siento un privilegiado por esa cantidad de ofrecimientos constantes que recibo; sé bien que no a todos les pasa lo mismo”.
En sus primeros años en el oficio, con el grupo A Proscenio, Amaral se fogueó como actor en el ruedo del teatro infantil, donde ese elenco hizo varios espectáculos. “Con ese grupo hicimos de todo, hasta construimos una pequeña sala en la parroquia Tierra Santa, donde hacíamos nuestros propios espectáculos. Cuando sos joven tenés toda la energía, vas a fondo sin medir nada. Después la gente se enamora, tiene hijos, se va a vivir a otro país o se dedica a otra cosa. Así es la vida (ríe)”.
Vivir del teatro
Dedicarse únicamente a la actuación y poder pagar las cuentas con ello es una quimera para todo actor o actriz uruguayo que no sea integrante de la Comedia Nacional y no se llame César Troncoso. Amaral es uno de esos contados artistas de la escena que puede afirmar orgullosamente que vive del teatro. Mejor dicho, del escenario. “En Uruguay muchos pueden llegar a reunir un sustento entre la actuación y actividades afines”, dice Amaral, en referencia a las clases de teatro, la publicidad, la participación en espacios artísticos mediáticos, como las columnas de personajes humorísticos. Si bien en algún momento ha dado clase, es de los pocos que vive cien por ciento de sus labores teatrales. Durante más de una década alternó el escenario con la venta de seguros de viaje en una empresa de referencia en el medio, hasta que en 2013, cansado de ponerse el traje de agente de seguros, aprovechó la oportunidad de cobrar el despido y se tiró a la piscina. “Los seguros eran mi principal trabajo. No decidí irme yo pero me vino muy bien porque con el despido tenemos La Cretina. Y cuando logré dejar ese trabajo me aumentaron las ofertas y también me puse el acelerador. Por ejemplo, Apenas el fin del mundo, que dirigió Diego Arbelo y en la que actué, fue un proyecto mío. Yo les dije: ‘Hagamos esto’ y empecé a mover todo. Antes no hubiera tenido nunca el tiempo de producir una obra de teatro, elegir un elenco y todo lo que requiere mover un proyecto”.
La Cretina
Ser dueño y director de un lugar como La Cretina, que se llena casi todas las noches, puede causar la idea de que se está “forrando”, pero Amaral aclara que es todo lo contrario. “Pusimos más plata que la que sacamos en La Cretina. Tener un teatro y un boliche juntos en Uruguay implica grandes gastos de mantenimiento y de mejoras constantes. La Cretina mutó de lo que me había imaginado, que era con el teatro y la docencia artística como actividad central, a un boliche donde además se hacen espectáculos. El boliche nos ganó mucho. Nunca pensamos que se transformaría en un punto de encuentro de músicos, actores y de mucha gente que lo tiene como su lugar favorito para ir a festejar lo que sea”.
Teatro y cine
Leonardo y la máquina de volar, aquella obra en la que encarnaba a un joven aprendiz del genio florentino, para Amaral “un antes y después”, le valió la invitación de Daniel Hendler para su primer trabajo cinematográfico en Norberto apenas tarde (2010), nada menos que en el protagónico, en la piel de aquel joven timorato que no le encontraba la vuelta a la vida y lo intentaba estudiando teatro. Luego Hendler lo volvió a convocar para un rol secundario en su segundo filme, El candidato. A diferencia del teatro, un medio en el que manifiesta no tener ningún tipo de dificultad para encarar un personaje en los ensayos de una obra por la mañana y otro muy diferente por la tarde, y al mismo tiempo interpretar un tercero en funciones durante los fines de semana, su experiencia en el cine le demostró cuán demandante resulta la pantalla: “En el teatro el trabajo de investigación, de sentir qué te pasa a vos con ese personaje y de ver cómo te metés ahí, es durante los ensayos. Después ya estás pronto. Y yo puedo perfectamente encarar más de un personaje a la vez. Nunca tuve problemas con eso. He preparado tres y hasta cuatro obras al mismo tiempo. Este año me pasó con Valor facial, Furiosa y Jirafas y gorriones, tres universos diferentes que en un momento se superpusieron. Lógicamente, eso implica estar 24/7 metido en el teatro, pero tengo la suerte de que puedo dedicarme por entero a eso. Ahí está el gran tema, y ahí está la rareza, porque la gran mayoría tiene que dedicarse también a otras cosas, además de actuar”.
Pero, obviamente, hacer una película es diferente. “En cine tenés que dejar todo y consagrarte a la película. Para Norberto... fueron 40 días de rodaje. Sentía que no sabía nada, y era así. Me ayudaron mis compañeros de elenco y aprendí muchísimo. Fue tan intenso que al terminar, como era mi primera vez, me costó mucho despedirme del personaje, y pasé unos días tirado en la cama, enfermo y con un bajón bárbaro. En ese punto, el teatro es muy diferente porque siempre cuando bajás de cartel, tenés la sensación de que no es un adiós definitivo; ese personaje ya lo tenés contigo y lo podés volver a hacer en algún otro momento”.
Comediante
Quien lo sigue de cerca en el teatro sabe bien que Amaral es un actor versátil y todo terreno, que tanto puede hacer comedia, drama o ciencia ficción, como Shakespeare, tragedia griega o una cosa muy loca o, como se las suele llamar, “experimental”. Es un intérprete magnético ni bien pronuncia una palabra, con su hablar firme pero nunca sobreactuado, y su intensidad para enfatizar, gestualizar y defender cada palabra con su cuerpo entero. Es una sensación difícil de poner en palabras: Amaral siempre está justo, afinado, colocado. Si la obra es buena, siempre es uno de los puntos altos, y si la obra es medio pelo o directamente mala, suele suceder que al salir de la sala el espectador ubique a Amaral como la razón por la que igual vale la pena ver la pieza en cuestión.
Quien lo sigue de cerca en el teatro también sabe bien que el humor surge naturalmente de su voz, de su gestualidad, de su andar, de su cuerpo. A la inversa de lo que suele predominar en la escuela académica, que reza casi como un dogma que la comedia es mucho más difícil y exigente desde lo interpretativo que el drama, el humor fluye en Amaral de un modo orgánico, inconsciente; es un tipo gracioso hasta cuando dice buenos días. Lo ha demostrado en obras como Luz negra, Cretinos solemnes o Jirafas y gorriones, la mencionada pieza que interpreta ahora, los jueves y viernes. Y subraya, como si hiciera falta: “Me siento como pez en el agua en la comedia, es lo que me sale sin proponérmelo”.