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“Nada altera el desastre: llena el mundo/ la caudal pesadumbre de la sangre”. Son las primeras líneas de “El reposo del fuego”, de José Emilio Pacheco. Publicado en 1966 y precedido por un epígrafe del “Libro de Job”, su desolación recuerda más bien al “Eclesiastés”. Lo extraño, sin embargo, es que este melancólico rey Salomón escribiera su libro a los 25 años de edad, sin que a su desesperanza la hubiese precedido un atisbo siquiera del “Cantar de los Cantares”. “¿Qué reino abolido evoca la nostalgia?”, se preguntaba en esos mismos años el propio Pacheco, mientras publicaba su colección de cuentos —“El viento distante”— en los que el lector obtiene la inmediata respuesta: y la respuesta es ninguno, porque los niños y adolescentes de sus relatos eran almas torturadas por el temor y la timidez, adultos prematuros y fuera de sitio, víctimas humilladas y sometidas, deambulando en un mundo que no entienden o entienden demasiado bien.
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Cuando José Emilio comenzó a viajar, los nuevos aires lo animaron a fabular a la manera de Swift, inventar un bestiario personal, dibujar postales de ciudades, pero conforme avanzó el siglo, su siglo íntimo ahondó las vetas sombrías de su juventud y en ellas halló nuevos filones de pesadumbre, ya no solo existenciales (el paso inclemente del tiempo, la “mala vasija” del cuerpo) sino sociales, políticos y aun ecológicos, en una poesía formalmente impecable, de una sencillez trabajada, depurada, que parecería escrita por un moderno Jeremías: “Cuando no quede un árbol,/ cuando todo sea asfalto y asfixia o malpaís,/ terreno pedregoso sin vida,/ esta será de nuevo la capital de la muerte”. Quien busque la alegría en la poesía de José Emilio Pacheco debe buscar en otra parte. Pero esa otra parte existe e impregna todo lo que hizo. Para apreciarla, la paradójica clave está en el tiempo.
El tiempo, el tiempo despiadado, regaló a José Emilio Pacheco (nacido en 1939 y muerto sorpresiva, dolorosamente, el 26 de enero pasado) la convivencia con cuatro generaciones literarias: la de José Vasconcelos y Alfonso Reyes; la de Carlos Pellicer y José Gorostiza; la de Octavio Paz y José Revueltas; y la de Carlos Fuentes, Eduardo Lizalde, Juan García Ponce, Gabriel Zaid, Alejandro Rossi, Julieta Campos, entre muchos otros.
Hemingway había dicho que a mediados de siglo “París era una fiesta”. Toda proporción guardada, en la década de 1958 a 1968, México no lo era menos, y en el centro de la fiesta estaba ya el joven Pacheco haciéndose cargo de nuestra tradición literaria, no solo por haber leído a los grandes escritores, sino por recibir de ellos la palmada en el hombro. Por si fuera poco, pulió el oficio con el orfebre Juan José Arreola, trabajó con Vicente Rojo (el artista plástico que cambió el rumbo del diseño gráfico en México) y se graduó en la universidad de la práctica con tres grandes editores: Jaime García Terrés en la “Revista de la Universidad”, Fernando Benítez en los sucesivos suplementos culturales de “Novedades” y “Siempre!”, y Ramón Xirau en la revista “Diálogos”.
Equidistantes como en un triángulo perfecto de la casa de José Emilio en la colonia Hipódromo de la ciudad de México, vivían Alfonso Reyes y Octavio Paz. Hay otras equidistancias entre los tres humanistas. Los tres pasaron de la poesía a la prosa, los tres escribieron obras de teatro y relatos, los tres editaron revistas y publicaron visiones originales sobre la literatura nacional. Siguiendo a Reyes, José Emilio tendió puentes con el pasado clásico (sus paráfrasis de Catulo) y la tradición inglesa (su traducción de la “Epístola” de Oscar Wilde). Y por la senda de Paz, Pacheco tradujo haikús japoneses. En los últimos años, publicó en “Letras Libres” la versión definitiva y magistral de los “Cuatro cuartetos” de T.S. Eliot.
En un “Diálogo de los muertos” que José Emilio imaginó hace dos décadas, José Vasconcelos reclamaba a Alfonso Reyes haber sido “un especialista en generalidades, alguien que mariposea sobre todos los temas y no se compromete con ninguno. Tu obra entera es periodismo —le dice— sin duda magistral y de suprema calidad literaria, pero al fin y al cabo periodismo”. Reyes le respondía: “¿Por qué te parece mal el periodismo? Democraticé hasta donde pude el saber de los pocos... Además, Pepe, casi toda la literatura española de nuestra época es periodismo: Ortega. Unamuno, Azorín... Tú también fuiste un gran periodista”. El Reyes de Pacheco tenía razón. Muchos buenos escritores se malograron en México en espera de que los dioses los inspiraran para hacer la novela inmortal o el poema homérico, mientras desdeñaban las otras ramas del trabajo literario. No fue, por fortuna, el caso de José Emilio. Compilar antologías equiparables a las que se hacen en Oxford o Harvard, reseñar libros a conciencia, trazar rigurosas cronologías, escribir con claridad, trabajar el estilo, vigilar hasta los mínimos detalles de una edición (la tipografía, el diseño, las notas pertinentes al pie de página) eran para él empeños que hallaban satisfacción en sí mismos, obras de la pasión y del amor.
Según consta en la bibliografía de Pacheco compilada por Hugo J. Verani, desde muy joven comenzó a cultivar el género del artículo sobre temas varios de literatura e historia, mexicana y universal. En su modestia y variedad estaba su grandeza. Uno no podía dejar de leerlos. En ellos se educaron los mejores críticos contemporáneos. Eran textos enciclopédicos, pero solo en su riqueza informativa, no en su forma: experimentaban con diversos géneros, a veces construidos como relatos, otras como fábulas o sátiras. Siempre los animaba la gracia y la curiosidad. Por la sección “Inventario” de José Emilio en la revista “Proceso”, pasó, semana a semana, durante casi 40 años hasta el día de hoy, buena parte de la literatura universal, no como interpretación pedante y críptica, sino como una crónica que vincula, con emotividad y sabiduría, obras, autores y circunstancias. Su vocación de servicio cultural fue una de las más cumplidas que registra nuestra historia.
Desde que leí su novela “Morirás lejos”, sentí hacia él una gratitud profunda por haber reivindicado entre nosotros, con dignidad y sutileza, la memoria del Holocausto. Me pasmó su descripción del torvo nazi, el señor M., que rondaba los parques de la colonia Condesa, donde Pacheco y yo nacimos. Por esa deuda y por mi deuda de lector y por la deuda de todos sus lectores, celebré todos sus premios (incluido el Cervantes) y nunca me pregunté —como en su poema— “cómo pasa el tiempo”, hasta que el tiempo de José Emilio cesó de un golpe.
De pronto, “la mala vasija” del cuerpo se rompió. De pronto, las sombrías premoniciones de su poesía se cumplieron. Nos queda su obra. Y para mí, y para muchos, el reino abolido de una amistad que evocará la nostalgia.