—Nadie, no tengo ningún antecedente. El nombre Miguel Ángel es una combinatoria entre mi abuelo que era Ángel y mi padre que era Ángel Alberto, pero no había nadie con vocación artística.
—Sin embargo, estudió en Bellas Artes, ¿cómo fue esa elección?
—Una de las personas decisivas en mi vocación artística fue Quela Rovira, mi profesora del Liceo No 7. Cuando hice mi primer dibujo con ella, el ombú de bulevar España, lo vio y me dijo: “Tenés que prepararte para la escuela de Bellas Artes”. Si tendría ojo. Después fue mi hada madrina porque estuvo en mi concurso de Secundaria, en la Cátedra Alicia Goyena. Fue una de las artistas que pintó los murales del Saint Bois y fundadora de la Galería Losada. A la Escuela de Bellas Artes entré de pantalón corto, era muy joven, y en aquella época se podía, porque aún no pertenecía a la Universidad de la República. Nosotros peleamos para que fuera universitaria. Yo era delegado de los estudiantes. Mi primer profesor, otra figura decisiva para mí, fue Felipe Seade, un pintor muralista que era de origen chileno. Fue como mi padre artístico, hacía un arte social, un tipo de muralismo mexicano, era fanático del muralismo.
—¿Y qué aprendió de Miguel Ángel Pareja?
—Pareja fue mi otro profesor, que estaba en el polo opuesto a Seade, a quien le gustaba la pintura al fresco y pensaba casi en blanco y negro. Sin embargo, Pareja pensaba en el color, estaba más vinculado a la escuela de París. Pero las lecciones de Torres García las recibí en el taller de Pareja. Llevaba el Universalismo constructivo y nos leía principalmente la parte del color, que Torres tenía muy clara.
—En una etapa se dedicó a las escenografías de espectáculos. ¿Cómo se inició en esa actividad?
—Hacer escenografías surgió de cierta impotencia que teníamos en la Escuela de Bellas Artes porque no nos dejaban exponer a quienes ejercíamos la docencia. Pareja era muy riguroso en eso. Entonces me abrí y me metí en la experiencia de la escenografía.
—¿No los dejaban exponer? ¿Por qué?
—Era un tema de egocentrismo. Él como director estaba con demasiadas tareas y no dejaba exponer ni a profesores ni a alumnos. Entonces me volqué para el lado del Sodre y fue para mí una experiencia muy linda, hice más de 30 escenografías, sobre todo de ópera, que es una especie de arte total, donde uno tiene que atender el ballet, la parte pictórica, la composición espacial que me gustaba mucho. El de la ópera es un espacio muy complejo porque no puede haber escalones ni pendientes muy grandes. Es toda una tecnología. Después estaba eso apasionante de proponer el pasaje de una imagen de dos dimensiones, que es el boceto, a convertirlo en tres dimensiones. Recuerdo que en la primera escenografía pagué el derecho de piso con los maquinistas que me hicieron toda clase de tropelías. Ellos no se habían dado cuenta de que yo tenía formación en preparatorios de Arquitectura. Entonces cuando empecé a aplicar geometría descriptiva empezaron a respetarme. Después me arreglé muy bien con ellos.

—Tiene varias obras tituladas Entropía. ¿Qué significa esa palabra aplicada a su arte?
—La idea es orden en el desorden. Una profesora de Literatura del Instituto Italiano de Cultura un día me habló de un escritor italiano que muy pocos conocen, llamado (Carlo Emilio) Gadda. Además de escritor era técnico electricista del Vaticano, o algo así. Escribió una novela que era un disparate total, con un título rarísimo (piensa un rato hasta que se acuerda): El zafarrancho aquel de vía Merulana. Era la apología del desorden, todos se reían de él porque la consideraban algo ridículo, pero con el tiempo se empezó a valorar como un libro que planteaba algo del desorden de la Modernidad, y algo de eso está en mis obras.
—Usted también lo asocia con el orden en la obra de Joaquín Torres García y su potencial desorden…
—Kalenberg detectó que hay un núcleo implícito, oculto, de la obra de Torres García en la mía. Yo viví cerca de su taller, a una cuadra del Ateneo, pero nunca lo conocí. A través de Quela Rovira tuve la experiencia de su teoría. Ella me regaló su libro Universalismo constructivo y en cierta medida me impulsó hacia el conocimiento de las lecciones de Torres. Las publicaciones de Torres se conseguían en la feria de Tristán y las conseguí todas, quiere decir que fui más discípulo de sus escritos que de sus pinturas. Después tuve el privilegio de viajar con su hija Olimpia y con su esposo, el escultor Eduardo Yepes, a Perú y a Bolivia. Yepes era como un hereje en la Escuela de Bellas Artes, no estaba con el nuevo plan y no lo querían mucho a pesar de su prestigio.
—También viajó por África. ¿Llegó hasta allí a exponer o a trabajar?
—Sí, estuve un tiempo en Marruecos. En esa época trabajaba para la Fundación Gulbenkian, hacía investigaciones sobre el azulejo y la cerámica islámica, algo que a mí me interesaba mucho. Entonces decidí ir a Marruecos y al Sahara. Son esas aventuras que uno hace cuando es adolescente. Andaba por el desierto en una citroneta, una inconsciencia total. Hasta tuve un accidente cuando un marroquí me llevó por delante en una bicicleta y casi me mata. Fui a parar al hospital.
—Los azulejos también aparecen en su serie Lisboeta, que es inédita. ¿Cuánto hay de Lisboa en esas obras?
—Es una serie rara, ¿viste? Eso también tiene una historia. Cuando me fui de acá estaba entusiasmado con Torres García, pero en ese momento empezó el empuje del informalismo. Entonces vi que lo que había hecho hasta ese momento era racionalista, y agarré y lo rompí todo, pero no lo tiré, por suerte. Después volvió todo a su cause y compuse lo roto. Esos azulejos tienen algo del paisaje artístico portugués: el azulejo y el estilo manuelino en la arquitectura. Esta serie tiene mucho de los ejercicios que hacía en la Fundación Gulbenkian. Lisboa es una ciudad muy linda y su gente es fantástica. Es una ciudad reconstruida después de un maremoto del siglo XVII que la borró del mapa. El marqués de Pombal la organizó arquitectónicamente. También tuvo un incendio.
—¿Y cuándo comenzó con las esculturas? ¿Fue al conocer la obra de Jorge de Oteiza?
—El de las esculturas es otro capítulo. Para las nuevas generaciones no hay ninguna inhibición de hacer escultura, pintura o cine al mismo tiempo. Pero en mi época, si te salías de la pintura, los críticos te daban por la cabeza, te decían: “¿Querés ser Leonardo?”. Tenías que dedicarte solo a una disciplina, si no, eras como un frívolo que picoteabas en todos lados. Eso no lo acepté nunca. Cuando concursé con la beca Carlos María Herrera, para egresado de la Escuela de Bellas Artes, que tenía a Amalia Nieto en el jurado, todos me decían que tenía que ir a París a formarme. Todos iban a París. Yo, sin embargo, elegí a Oteiza, a quien había conocido en la bienal de San Pablo. Después él vino acá a hacer un monumento a Batlle que se frustró. Viví en su casa en España y como tenía el Eurail Pass iba y venía a París y dormía en los trenes. Si no fuera por Oteiza no hubiera llegado a las esculturas, que tiene que ver con esa obsesión que tengo por la forma única.
—Sus esculturas son a veces molinetes, a veces tienen muchos pliegues y franjas…
—Cuando iba a la escuela en Montevideo, nos visitaba un maestro japonés de origami y con él los pliegues me quedaron en la cabeza. También me quedó una gran bronca porque hacía una ranita que saltaba y esa parte no la enseñó.
—¿Por qué trabaja con series?
—Tiene que ver con mi gusto por la música. Me vinculé mucho con el Sodre y fui muy amigo de Hugo López, director de la Orquesta Sinfónica Municipal, que ahora también se está dedicando a la pintura. En nuestra época los músicos modernos influyeron mucho, como el griego Iannis Xenakis o el húngaro György Ligeti. Sus obras se tocaban en el Sodre. Me acuerdo de una obra de Xenakis en la que los violinistas tenían que darle tinguiñazos al violín y sonaba como si estuvieran metiendo garbanzos en una artesa. El director era muy bueno, Paul Paray, y en esa parte del concierto lo abuchearon, la gente protestaba. Xenakis había sido ayudante del arquitecto Le Corbusier, así que también tenía una vinculación con la arquitectura moderna. Creo que todo ese entusiasmo por la música moderna se ha perdido un poco, pero yo siempre la tuve.
—En su serie Las criaturas de Prometeo utiliza bolos gigantes que rodean edificios o algunas estatuas emblemáticas. ¿Cuál es el significado?
—El punto de partida tiene que ver con la literatura, por la ilustración que hizo Rafael Barradas de un libro de Charles Dickens, Tiempos difíciles. Es una historia muy triste de un niño que pierde a su padre y después vive una serie de aventuras en la escuela y también en un circo. Hay una viñeta que ejemplifica la inestabilidad afectiva con bolos, es la precariedad de la infancia en ese momento. A partir de ahí pensé en la masificación actual, todos los bolos son iguales salvo por la composición de colores. Cada uno tiene una manera de componer la serie del color con relación al conjunto. También está la inestabilidad del período dictatorial. Todos están desesperados por el poder, aspiran a subirse a un banquito y se caen. Espínola Gómez también creó personajes, unos cabecitas verdes, y con ellos encontró una manera de mostrar la inestabilidad institucional, en qué punto estábamos con respecto a la dictadura.
—¿Y cómo surgió su composición Los tres Batlle?
—Está relacionado con Oteiza, que había ganado un concurso para el monumento a José Batlle y Ordóñez y después se frustró, incluso hubo una protesta internacional por ese hecho. Cuando regresé de Europa retomé la idea de hacer algo sobre los Batlle, pero en realidad el tema no era Batlle. Lo que intenté hacer es mostrar el período clásico de nuestra institucionalidad, lo contrario de lo que hice con los bolos que representan la caída institucional. La gente lo ve como algo político, pero no lo es. En el fondo íntimo quería representar al país de mis padres, al país que formó a la generación anterior a la mía, en la que había legisladores que eran escritores o creadores.
—¿Sabe algo sobre lo que pasará con su mural de Magallanes y Colonia?
—Ese fue mi primer mural y pagó tributo. No se sabe qué va a pasar. Un grafitero lo borró para hacer su mural. Yo había concursado para hacerlo y tuve el aval del jurado. Primero quisieron hacer un cuadradito pintado como una estampita y me negué. O lo hacían en toda la pared o, si no, no lo hacía. Estuve como dos meses con esa pelea. El mural tenía un barquito que era una de las manifestaciones de arte popular de ese momento. Esos barquitos se vendían en la feria de Tristán Narvaja y los coleccionaban varios artistas. Para mí las cosas tienen su destino, yo en eso soy fatalista. Si tiene que sobrevivir, va a sobrevivir.
—¿Cómo ve las obras de los grafiteros en Montevideo?
—Con los grafiteros hay un problema gravísimo y creo que se debe a una deficiente formación en la cultura artística. No tendrían que haber permitido que un grafitero hiciera un mural en el IPA (se refiere al retrato de Antonio Grompone del grafitero José Gallino). Es un tumor en un edificio histórico, y es histórico porque es uno de los primeros ejemplos de arquitectura racionalista. No entienden que el mural tiene que tener leyes que respeten el muro. Eso pasó ya con Páez Vilaró y el grupo que se llamó el Dibujazo (1972). Había una confusión entre ilustración y dibujo. La ilustración no tiene asidero con el muro, ahí hay un error de formación, se perdió la teoría en las artes plásticas. Por eso me interesaban especialmente las tiras que puse en esta exposición. Una de esas tiras aparece en 1520, fueron los grafitis que hicieron los arqueros de Carlos V cuando saqueó Roma. Utilizaron los ojos de las pinturas de Rafael para tiro al blanco. Después pintaron grafitis en la Capilla Sixtina. Esos grafitis yo los pongo al lado de los de la plaza Libertad. Es decir, no cambió nada, los bárbaros siguen existiendo.
—¿Usted ve una carencia en la educación formal?
—La educación se está alejando de la parte sensible. Algunas cosas están faltando, como la teoría del arte y la historia del arte. La generación de tendencia marxista reniega de la historia del arte, porque el arte es impredecible. Bellas Artes se alejó de la teoría e historia del arte, y ahora está cada vez más tecnologizada. Esa parte la perdieron. Y a los grafiteros les falta respeto por la superficie, no tienen disciplina, y es una lástima porque tienen potencial. Algunos grafiteros de acá les resulta muy difícil entender eso.
—¿Y cómo ve el arte contemporáneo?
—Lo más fantástico del arte es lo imprevisible. Los que tienen la cabeza cuadriculada le tiran al arte porque nunca se sabe para dónde se va a orientar. No se puede decir cuál será su sentido, su historia. Pero son todas vueltas, el ser humano vuelve siempre más o menos a lo mismo.
—Usted dio clases en Cinemateca. ¿Qué papel ocupa el cine en su arte?
—El cine para mi formación fue muy importante. Sobre todo, directores como Eisenstein o Angelopoulos, que es uno de los grandes realizadores cinematográficos. Esto para mí es lo más grandioso (muestra fotos de La mirada de Ulises que están en uno de sus catálogos del Museo Gurvich). Esa estatua de Lenin fragmentado es un canto fúnebre a la utopía. Es fantástico cuando dice que en Grecia está todo roto y muestra un helicóptero que lleva una mano. (Va a buscar una carpeta). En mi pintura es importante la incidencia del cine. Hacía unos audiovisuales, que eran una especie de precine. Justamente ayer saqué a relucir este libreto de un premio que me dieron en audiovisual. Son pinturas, textos, avisos que se superponen a los mensajes de los militares.
—¿Le quedó algo por hacer?
—Música. En la experiencia de los audiovisuales me di cuenta de que temporalmente soy un desastre, de que soy atemporal. No logro dominar el tiempo, porque no tengo mentalidad musical. Pero la música es fundamental, no creo que haya otra cosa que me apasione más. Tengo una estación de radio de Venecia en directo que pasa música clásica todo el día.
—¿La música lo inspira o lo acompaña?
—Más bien me distrae (se ríe).
Vida Cultural
2021-12-23T00:57:00
2021-12-23T00:57:00