El padre, el hijo y una voz largamente silenciada

entrevista de Silvana Tanzi 
14 minutos Comentar

Fue uno de los intelectuales más valiosos y fecundos que tuvo Uruguay, reconocido por su obra y pensamiento dentro y fuera de fronteras. Crítico, ensayista y docente, Emir Rodríguez Monegal (1921, Melo, Cerro Largo-1985, New Haven, Connecticut) dirigió durante 15 años la sección literaria del semanario Marcha, y después pasó al diario El País, donde fue crítico de cine, de teatro y de literatura. También dirigió la revista parisina Mundo Nuevo. Publicó trabajos sobre Borges, Quiroga, Rodó, Neruda, Onetti, Andrés Bello, y la lista podría continuar y sería muy larga porque su producción fue abundante y vertiginosa. Integró una generación literaria de la que participaron novelistas, poetas y críticos, cuya impronta cultural y política se trasladó a las siguientes generaciones. En ese grupo, al que él mismo bautizó como Generación del 45, tuvo grandes amigos y también grandes enemigos que discreparon por sus posturas estéticas y políticas. Proscripto por la dictadura, Rodríguez Monegal se radicó en Estados Unidos, fue catedrático en la Universidad de Yale y regresó a Montevideo en 1985, ya enfermo de cáncer de páncreas, para dar un seminario y despedirse de la ciudad y de sus amigos. En ese momento corroboró que había sido silenciado por la academia y por su generación. Este año, al cumplirse su centenario, el escritor Hugo Fontana (El crimen de Toledo, El noir suburbano, El agua blanda), interesado por la extensa obra de Rodríguez Monegal, le dedicó un libro y de esta forma llenó de contenido ese largo silencio. Para hacerlo, eligió el género policial, que lo atrae desde siempre. Su novela se llama Los nombres propios y comienza con el violento asesinato de Esteban Austin, supuesto biógrafo de Rodríguez Monegal, en un hotel de la Ciudad Vieja. Dos periodistas, Lamas y Núñez, investigan el caso. Ellos son viejos conocidos de Fontana porque aparecen en otras de sus novelas, igual que Lavanda, escenario creado en homenaje a Onetti. En la trama policial se intercalan textos de Rodríguez Monegal, y su figura crece potente, controversial y rica. Él también había cargado con su propia historia de sangre. En 1926, Hilda Monegal quedó embarazada de su novio, Héctor Suárez, que tenía 26 años. Ante la deshonra, el hermano de Hilda, Cacho, decidió convencer a Héctor de que se casara, y en una confusa discusión terminó matándolo a balazos en plena calle de Melo. Así murió el padre biológico de Emir, quien vivió con un solo apellido hasta que su madre se casó con Manuel Rodríguez. De recuperar nombres e historias del olvido trata esta novela, y sobre ella Fontana conversó con Búsqueda.

—¿Cuánto hace que estás investigando sobre Rodríguez Monegal?

—Hacía mucho tiempo que venía masticando la idea de escribir una biografía, pero no íntima o privada, porque lo que me interesaba era la calidad de su obra. Estaba esperando a jubilarme para escribirla, pero cuando me jubilé y tuve más tiempo, me enfrenté al tamaño abrumador de su obra. Entonces desistí de hacer una biografía y pensé en una novela. Es difícil decir con certeza cuánto tiempo me llevó. La empecé a escribir en octubre de 2019 y la terminé a fines de julio de 2020, fueron unos diez meses, durante el encierro por la pandemia.

—¿Por qué optaste por una novela policial?

—Es un género que me atrae, pero sobre todo porque lo concibo como parodia, tal como lo planteaba Josefina Ludmer. En Los adioses de Onetti, Ludmer identificó los tres arquetipos del género, el crimen, el criminal y el investigador, y a través de su análisis definió a esta novela como una parodia policial. El almacenero, sin quererlo, es el investigador; el criminal es el basquetbolista y el crimen es andar con dos mujeres. En Los adioses no hay un detective, pero sí una investigación. En mi novela sobre Emir los periodistas hacen de detectives, y con menos instinto policial, la viuda de la víctima también investiga los escritos que Austin había hecho sobre Rodríguez Monegal. A los periodistas Lamas y Núñez ya los tenía porque venían de mi novela El agua blanda, pero lo que me ayudó a escribir esta novela fue el personaje de Esteban Austin, la víctima. Mientras lo iba diseñando, me iba explicando a mí mismo por qué era imposible hacer una biografía intelectual de Rodríguez Monegal. Este supuesto biógrafo deja sus archivos incompletos y llenos de dudas, con muchas preguntas sobre cómo escribir y cómo abordar a Emir. Es un personaje en espejo, se hace las mismas preguntas que me había empezado a hacer yo antes de escribir la novela.

—Joaquín Rodríguez, el hijo de Rodríguez Monegal, aparece como personaje y está en la dedicatoria. ¿Cómo te vinculaste con él?

—Joaquín es psicólogo, y yo empecé a hacer terapia con él, pero no sabía que era el hijo de Emir. Sí sabía por mi hija, que también es psicóloga y fue compañera de una de sus hijas, que era un profesional fuera de serie y que manejaba varias técnicas terapéuticas. A los dos o tres meses de estar en terapia con él, reparé en una foto de su consultorio en la que está Rodríguez Monegal con Borges y Martínez Moreno. Entonces le pregunté por qué tenía esa foto original y me contó que él era hijo de Emir. Cuando me propuse escribir la novela, él se convirtió en mi principal fuente. Me contó una cantidad de anécdotas familiares, de Emir como padre, como esposo, como divorciado y vuelto a casar.

—También en la dedicatoria aparece Lisa Block de Behar, otro personaje. ¿Cuál fue su participación?

—Lisa debe de ser la persona que más sabe sobre la obra de Emir. Tenía una relación de amistad con él y fue quien lo alojó en su casa cuando vino a Montevideo en 1985 desde Estados Unidos. Ella me ayudó mucho, me aportó datos y nombres de académicos que yo no conocía. Casi todo lo que escribió Rodríguez Monegal está escaneado gracias al trabajo de Lisa y sus estudiantes en la página Anáforas (de la Facultad de Información y Comunicación), que es sensacional. El único libro que no está escaneado es Borges, una biografía literaria, que es muy extenso.

Emir Rodríguez Monegal

En la novela, el biógrafo va descubriendo que Rodríguez Monegal se identificaba con la vida de algunos autores que elegía estudiar. ¿Estaría buscando puntos de conexión? +

—Quise irlo evidenciando, aunque no aclararlo explícitamente porque no tengo los elementos para hacerlo. Pero me pareció impresionante cuando Emir descubre que había escrito sobre una cantidad de autores, cineastas y directores de teatro, pero que en realidad lo que estaba escribiendo era su autobiografía. Entonces me pregunté por qué Austin elige a Emir como sujeto de su investigación y por qué yo lo elegí, pero esas preguntas es mejor dejarlas a nivel inconsciente (se ríe). Rodríguez Monegal tuvo un tema no resuelto con su padre hasta bien adulto, igual que muchos de los escritores que él estudió: Neruda, Quiroga, Roberto de las Carreras, incluso el propio Borges. Todos tuvieron una búsqueda del padre. Borges decía que él había elegido a Leopoldo Lugones como su padre intelectual, y Emir decía que él había elegido a Borges como padre intelectual.

—El asesinato del padre biológico en Melo es una historia policial en sí misma. ¿Es un hecho que quedó oculto o ya se había estudiado?

—Hubo abordajes parciales de esa historia, y hay un libro de Serrano Abella y Javier Vaz (Los muros del silencio) sobre los aspectos judiciales de esa muerte. A mí me interesó la huella indeleble que quedó en Emir sobre su padre. Él se enteró de lo sucedido a los 20 años, cuando la madre le contó la verdadera historia, quién había sido su padre y cómo había muerto. Entonces él volvió a Melo y le dio una paliza a su tío, quien había matado a su padre. Después hubo algunas casualidades, o tal vez no fueron tan casuales. El padre se llamaba Héctor Suárez, y el primer liceo en el que trabajó Emir fue el Joaquín Suárez. A su hijo le puso Joaquín, cuyo apellido, objetivamente, tendría que haber sido Suárez.

—Onetti se molestó con la reseña de Rodríguez Monegal sobre su novela Para esta noche. Como admirador de Onetti, ¿coincidís con los cuestionamientos que le hizo?

—Yo leí Para esta noche a los 23 años, en plena dictadura, en los años más duros, y es una novela que aún hoy me sigue estremeciendo. Nunca la pude leer desde el punto de vista crítico como lo hizo Emir, que en ese momento tenía 22 años y fue de las primeras críticas que escribió. La imagen final del hombre con la niña en la mano en medio de una guerra me parece brutal. De todas formas, creo que, a pesar de esas críticas, él ya estaba augurando lo que iba a ser Onetti de allí en más. Le estaba dando un carácter hasta sacramental a una obra que aún no estaba escrita. En esa reseña ve que Onetti escribía otra cosa, algo muy distinto a lo que se escribía en la literatura uruguaya en ese momento. Pronosticó al gran escritor Onetti. Hay una preciosa entrevista que Emir le hizo a Onetti a mediados de los 60, en la que ya son amigos, no sé si entrañables, porque no sé si se podía ser esa clase de amigo con Onetti. Pero en esa entrevista ya está establecido un vínculo que incluía la ironía.

También le hizo críticas bastante duras a la obra de Felisberto Hernández. Dijo, por ejemplo, que le faltaba “estatura y profundidad”, y que “sus hallazgos son de detalle”. ¿No se ensañó demasiado con Felisberto?

—Bueno, yo coincido bastante porque a mí no me gusta Felisberto. Pero también considero la otra mirada. Que a mí no me interese Felisberto no implica abrir un juicio estético sobre su obra. Es como decía Borges, que en un curso sobre literatura inglesa les decía a los estudiantes que si estaban leyendo Shakespeare y no les gustaba, no se preocuparan porque lo único que sucedía es que Shakespeare no había escrito para ellos. Me parece genial, lo tengo como lema en mi taller literario. A veces les pido que lean un autor que me parece estupendo y algunos talleristas no lo soportan. Felisberto no escribió para mí, como tampoco lo hizo Levrero o una cantidad de autores. Sin embargo, hay otros que parece que hubieran escrito exclusivamente para mí y a los que vuelvo una y otra vez.

—¿Por qué te parece que Rodríguez Monegal se interesó tanto por la obra de Andrés Bello?

—También me lo pregunté porque a mí el modernismo me abruma, pero llegué a la conclusión de que lo eligió como autor por la dimensión intelectual, casi inabarcable, que tenía Bello. Cuando Emir conoció a Neruda a mediados de los años 50, Neruda no había leído a Bello, sin embargo, había sido el primer rector de la Universidad de Chile y quien redactó el Código Civil de ese país. Emir tomó caminos diferentes a los de su generación: estaba leyendo a Derrida y a Foucault en los 70, incluso cuando trabajó en la editorial Gallimard llegó a leer a Lacan y a hacerle sugerencias. Su camino de investigación fue una alternativa al que se había tomado en Casa de las Américas, por ejemplo, donde la figura era la del escritor comprometido. Emir estaba comprometido con la literatura, con la estética, con la actividad literaria.

—En la novela no quedan muy bien paradas algunas figuras de la Generación del 45…

En una de las últimas entrevistas que dio Emir en 1985, él plantea la necesidad de que cada generación sea parricida y no “continuadora de”. Decía que había que matar al padre, que es un poco lo que él trató de hacer a través de su obra. Por varias razones seguimos viendo más mitos que seres humanos en la Generación del 45 y parece que fueran intocables, entonces es pecaminoso cuestionarlos. Hay anécdotas maravillosas que desacralizan a algunas figuras y que están en los textos casi ocultos que escribió Emir, como el que escribió sobre Carlos Real de Azúa y lo muestra impuntual, desprolijo, con un “caos fecundo”. Allí aparecen como seres humanos, con cariños, envidias, competencia. Sobre la Generación del 45 no es que tenga una actitud parricida, porque hay que tener elementos teóricos para hacerlo. No se mata tan fácilmente a un padre.

—Uno de sus rivales fue Ángel Rama, quien terminó teniendo más adhesión de la academia que Rodríguez Monegal, por lo menos en Uruguay. ¿Triunfó más lo ideológico en esa rivalidad?

Hay varios niveles. Uno es personal, una lucha o competencia por el poder y la celebridad intelectual, ya no en Uruguay sino continental, que cualquiera de los dos alcanzó. En ese sentido, eran enemigos que se necesitaban mutuamente, uno terminaba corroborando al otro. De ahí ese permanente enfrentamiento sobre autores, como fue con Felisberto Hernández, por ejemplo, o con la interpretación que Emir hizo de El reino de este mundo de Alejo Carpentier y que Rama vio como “anticubana”. Pero después hay otro plano, que es el político. No solo en el caso de Emir y Rama, sino de toda la intelectualidad latinoamericana. El punto de inflexión fue en 1959 con la Revolución cubana. Terminó triunfando la frase de Fidel: “Dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada”. Terminó triunfando una suerte de mesianismo que hizo un gran daño a un proceso político que hubiera sido muy rico. Entonces se instaló un maniqueísmo radical en el continente. He leído textos contemporáneos que hablan de la “hostilidad”, así, con esa palabra, de Emir a la Revolución cubana. Y Emir no fue hostil a la Revolución cubana, sino crítico. No estaba convencido de que ese era el camino, incluso lo hablaba con Real de Azúa. Él tomó otro rumbo, y eso no lo convirtió ni en hostil, ni en el enemigo ni en agente de la CIA como se decía en esa época.

—En la novela, la viuda de Austin va a la Facultad de Humanidades y se encuentra con que Rama sigue siendo la figura de más prestigio del 45. ¿Te parece que aún hoy se mantiene la rivalidad?

Rama sigue teniendo una impronta más intensa y clara en el medio académico uruguayo que la de Emir. Todavía seguimos instalados en ese maniqueísmo, obviamente que en los 60 y 70 fue mucho más fuerte, pero esencialmente no se ha diluido. Ahora me estaba acordando de otro hecho que puede tener un vínculo. Hace pocos años vinieron dos escritores cubanos a Montevideo: Leonardo Padura primero, y unos meses después, Pedro Juan Gutiérrez (escritor de realismo sucio que denuncia la situación social de la isla), a quien tuve el placer de entrevistar en público. Ningún intelectual ni escritor de los que estuvo en el acto de Padura estuvo en el de Pedro Juan.

—¿Te invitaron a participar de alguna celebración por el centenario de Rodríguez Monegal?

—Sí, me invitaron de la Biblioteca Nacional y del Ministerio de Educación y Cultura, pero las actividades están retrasadas por la pandemia. No sé si hay alguna otra celebración.

—“Montevideo no le gusta. Las calles están sucias, las veredas están rotas, los muros están intervenidos con el ciego lenguaje de los autistas”. Esto piensa Dilma, que viene de la tranquila Lavanda. ¿Es también tu visión sobre Montevideo?

—Quizás sea para siempre un provinciano, pero no tengo empatía con Montevideo. Y no estoy hablando desde el punto de vista urbanístico. Me siento siempre como turista, a pesar de que hace 15 años que vivo acá.

—¿Qué imagen te quedó de Rodríguez Monegal?

—En todos estos meses de investigación y de lectura aprendí muchísimo y multipliqué mi admiración hacia Emir. En la novela comparo el tranvía que se acercaba a Antonio Gaudí y terminó atropellándolo, con la muerte que se acercaba a Emir. Hace no mucho estuve frente a la Sagrada Familia y me pregunté cómo un hombre pudo haber hecho esa obra. Tampoco se me ocurre cómo Emir pudo escribir una obra tan vasta, tan inteligente.

Vida Cultural
2021-05-05T22:14:00