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Al fondo, un cuadro se enreda en hilos de colores. La obra se distingue del resto en la sala de exposiciones, le da el tono, la ilumina con su fondo en amarillo suave, con su tela donde se esparce la trama compleja. A cierta distancia, esos hilos se confunden. Son apenas líneas que se desparraman sinuosas y entreveradas sobre la superficie. De lejos, parece un enredo desajustado, un tránsito de curvas casi caprichoso, un ir y venir de trazos dispuestos casi al azar, como si la mano del artista los soltara para que el lápiz fuera construyendo su propio recorrido. Pero son hilos con su propia textura, con su relieve apenas sugerido.
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Podrían molestar. A veces, el contraste sobre la tela genera cierta distorsión. Pasa con los collages, con las obras de diferentes técnicas aplicadas al plano, con el uso de objetos por medidos que sean. Sobre todo cuando están incorporados a la pintura en el sentido más puro: es como si el plano y la propia materia pictórica se resistieran a sostener volúmenes, a emprender otro camino que no sea el de su propia e histórica interioridad. Cuesta avanzar en el espacio, quizás ya cansados de tantos experimentos y modas inconducentes, reiterativas y banales.
A veces, el volumen destruye o, en el mejor de los casos, desentona. El artista debe ser muy cuidadoso, inspirado, serio y de oficio maduro para lograr superar las dificultades de estas experiencias. Por suerte, estas cualidades se evidencian en cada tramo de la obra mencionada y en toda la muestra de Marcelo Mendizábal (1956) recién inaugurada en el Centro Cultural Dodecá, una institución que continúa con su tradicional política de ofrecer cada mes una exposición de prestigiosos artistas uruguayos contemporáneos con excelentes montajes y una creativa edición de catálogos. Hay que llegar a Punta Gorda, pero siempre es un esfuerzo que vale la pena.
En el camino acertado.
El cuadro que parece presidir la exposición de Mendizábal —hermano de Martín Mendizábal, ganador del segundo puesto del Premio Bicentenario de Pintura 2011— abre las puertas a un recorrido singular. No casualmente esta apuesta se titula “Desenredos”. Tanto logra Mendizábal con sus hilos y cordones, con sus trabajosas figuras y con sus aparentes enredos, que el visitante tiene la impresión de seguir un trazo que lo llevará a algún lado que nunca visitó, al fin de un camino, a otro lugar, donde destino y punto de partida vuelven a encontrarse y abrir así otra perspectiva, como en una encrucijada.
Las líneas de Mendizábal están planeadas, pero forman parte de un plan que solo busca el nuevo comienzo, el eterno retorno, el inicio de otro camino, la felicísima expectativa de poder empezar una vez más y de abrir puertas que no estaban abiertas, que ni siquiera uno pueda imaginar que existían.
Al mismo tiempo, ese hilo de Ariadna que según la mitología ella ofreció a su amado para salir del laberinto, puede sentirse físicamente como un cuerpo donde puede entrar la mano. Y permite sentir otra sensación: la de que ese viaje es posible, sensorialmente posible. A veces, lo logra desde el propio color y la pintura, territorios donde el plástico hace jugar este interminable juego de enredos con pequeñas estaciones, con lugares prohibidos o cerrados, con geometrías desparramadas en la tela, con una curiosa armonía. Uno no sabe qué fue primero, si el hilo o la línea, si el volumen o la trama, a veces encerrada en pequeñas obras, otras en despliegues de mayor tamaño.
Lo que sí sabe es que la pintura está siempre presente: en los pequeños espacios de color dentro de la tela, en las líneas, o en la tela literalmente arrasada por un solo tono, cargada sobre el incesante ir y venir de formas y de caminos. Este despiste provoca un encuentro preciso entre la materia y el espacio, entre la imagen pura, percibida a distancia, con la calidad de un lenguaje muy personal y la construcción casi geográfica de territorios levemente superpuestos sobre las superficies, que crecen y dominan cuando el ojo se acerca, cuando los dedos casi los acarician.
La obra de Mendizábal ofrece la calidez del color, y el desajuste de esa materia incorporada, que le aporta complejidad, un punto de fuga inquietante, sumamente atractivo, como en ese juego donde el lápiz tiene que recorrer las líneas hasta llegar a un destino.
Pero esto sucede sin obviedad, sin el dibujito enfrente, sin un punto final. Como los recorridos de la mente o del propio ser humano, a menudo perdido en desafíos, logros, desencuentros y trayectos tantas veces inexplicables.
“Desenredos” de Marcelo Mendizábal. En Centro Cultural Dodecá (San Nicolás 1306, casi la rambla, Punta Gorda). Tel: 2600 0887. Hasta el 31 de agosto.