Murió esperadamente Gabriel García Márquez y gentes que consideraba bastante sensatas, en el sentido más ancho del término, salieron a rasgarse las vestiduras, como si de algo impensable e insustituible se hubiese tratado.
Murió esperadamente Gabriel García Márquez y gentes que consideraba bastante sensatas, en el sentido más ancho del término, salieron a rasgarse las vestiduras, como si de algo impensable e insustituible se hubiese tratado.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáPor mi lado, hace décadas que dejé de admirar al escritor colombiano. El encanto se rompió a comienzos de los 70, cuando descubrí que todas sus novelas eran una variante del libro que lo catapultó a la fama.
Un compositor ruso del siglo XX (cuyo nombre no recuerdo en estos momentos) dijo cáusticamente que Vivaldi había compuesto un concierto y luego se había dedicado a reproducirlo, cambiándole el nombre y algunas figuras musicales. No estoy de acuerdo con el juicio (podría perfectamente haber dicho lo mismo de la música rusa del siglo XX), pero la idea me parece igualmente apropiada al fijar mi punto de vista sobre la literatura de García Márquez. Consciente de la subjetividad que florece en estos campos del arte, acepto la relatividad de mis palabras y no me molestaría siquiera en salir a defenderlas frente a posibles detractores.
Pero García Márquez no fue solamente un escritor supuestamente original y supuestamente imaginativo, sino que también jugó un fuerte papel en su rol de defensor y difundidor a ultranza de la revolución cubana y del modelo castrista, que él no aplicaba en su lujosa vida privada pero sí pretendía que las amplias masas hicieran.
Y esta combinación de literatura copy & paste, aunada a la labor de defensa de un modelo social, económico y político tan nocivo para la salud de todo el continente, fue lo que me llevó a alejarme del coro de amigos del escritor colombiano hace ya más de tres décadas.
Pero considero útil y necesario, sobre todo en estos momentos de tanto lamento y desazón políticamente correctos, hacer un par de comentarios sobre el discurso de García Márquez en ocasión de recibir el Premio Nobel de Literatura en Estocolmo, en 1982.
Vestido con una exótica prenda blanca que contrastaba efectivamente con el mar negro de trajes convencionales (puedo decir que “lo vi en vivo y en directo por televisión”, pues así fue), García Márquez comenzó por presentar a América Latina como el hogar de la fábula y la libre imaginación, en donde lo fantástico era lo cotidiano. Hasta ahí fuimos pasajeros del mismo tren, pues yo también he insistido, desde este espacio, en esa dimensión latinoamericana inundada de selvas densas, de animales insólitos, de situaciones alucinantes y de personajes impensables.
Pero si el prólogo del discurso era ameno, y en parte históricamente justificable, lo que siguió no lo fue. Y es que García Márquez pretendió realzar la unicidad de América Latina, su carácter específico, pidiendo tolerancia por parte de Europa a un modelo de modernidad acorde a esa realidad fantástica.
Cito esta frase de dicho discurso: “No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes?”.
Más claro no se podía decir. Gabriel García Márquez estaba pidiendo tolerancia con la revolución cubana y sus igualmente sanguinarias variantes continentales. Como si Fidel Castro fuese una alternativa a Olof Palme o Willy Brandt o tantos otros líderes europeos que a diferencia del cubano sí crearon justicia social.
Como si el Che Guevara o Sendic fuesen una alternativa latinoamericana contemporánea a los dirigentes europeos de la talla de un Kautsky, un Bernstein o un Branting, que en vez de salir a atacar la República y a masacrar inocentes apostaron por implementar el sistema de voto universal para conquistar el poder legalmente e implementar luego un programa de reformas destinadas a lograr esa anhelada justicia social.
Lo que García Márquez y tantos otros con la mente vagando por la misma onda no quieren o no pueden reconocer es que las críticas europeas al modelo castrista, en sus muchas variantes, no representan una imposibilidad cultural de aceptar soluciones alternativas al reformismo europeo sino un rechazo a esos brutales ataques a la dignidad humana, un rechazo a esos intentos (fracasados de antemano) de pretender montar un sistema de justicia social sobre bases completamente injustas, un rechazo a la propuesta de crear libertad mediante la dictadura del partido único.
El síndrome García Márquez es el mismo que hoy lleva a diferentes y cuantiosas personalidades de la izquierda latinoamericana a tolerar los regímenes teocráticos y sus sangrientas manifestaciones de intolerancia y atraso bajo las banderas de la sacrosanta diversidad cultural.