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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl patriarcado vive y lucha. Hace unas cuantas semanas que asisto con cierta sorpresa a los debates públicos que se han planteado, con referencia a varios temas que hacen a la visión de género, la violencia hacia las mujeres, el patriarcado y demás. El tono irritado en muchos casos y aleccionador en todos, me llevó a postergar mi propio análisis. Esto es el “síndrome pre 8demarzo”, pensé. Pero hete aquí que llegó el 8 de marzo y se produjeron las marchas a lo largo y a lo ancho de la República y esa otra multitudinaria, de la que nadie pudo evitar hablar. Y la irritación no solo no desapareció, sino que se incrementó. Y el tonito aleccionador lo mismo. Y ahora resulta que hasta se pone en duda que exista un sistema patriarcal que explique la discriminación contra las mujeres, la violencia de género, la brecha salarial, la inequitativa distribución de las tareas de cuidado. Nada de eso —dicen— y se citan unos a otros a diestra y siniestra y olvidan sus hasta ayer enconados enfrentamientos ideológicos y se abrazan divertidos y siguen aleccionándonos.
Antes de seguir y antes de que alguien se sienta aludido y ofendido y se ponga un sayo que no le corresponde, cabe aclarar que no hablo de los hombres en general, ni de la mayoría de ellos. Y que no es que no los haya visto marchando a nuestro lado el 8 de marzo ni que no lo haya valorado y agradecido. Tampoco es que no haya leído con atención y admiración las entrevistas que dieron los integrantes de Varones por la Igualdad (aunque a estos nada tengo que aclararles, porque bien saben que no hablo de ellos). Hablo de los otros, los que se han empecinado en desmerecer las marchas del 8 de marzo, los que insisten en que no fueron 300.000 personas, sino la mitad o un tercio (como si aun eso no fuera impresionante) o en echarnos en cara a todas las que marchamos los cánticos que no les gustaron (asumiendo que a nosotras sí) o alguna performance que nosotras ni vimos (porque fue minoritaria o porque se realizó a miles de kilómetros).
Hablo de los que, con tono sesudo, nos han explicado que tipificar el feminicidio no va a resolver el problema, sin advertir el absurdo del argumento, ya que eso pasa con todos y cada uno de los delitos tipificados en el Código Penal. O sea que, con ese criterio, ¿por qué no lo derogamos entero y cerramos todos los Juzgados Penales? ¿Se imaginan los lectores el alboroto que estos mismos sesudos analistas armarían si alguna mujer —feminista o no— sostuviera semejante desatino?
Hablo de los que nos recriminan que nos levantamos por unas pocas mujeres muertas a manos de sus parejas y no lo hacemos por los cientos de hombres muertos (a manos de otros hombres, corresponde aclarar). O de los que dicen que no hay tal cosa como la violencia de género. O que sí la hay, pero es “de los dos lados”. O se quejan de que no hay cifras de los varones muertos a manos de sus parejas. O de los que siguen hablando de “crimen pasional”. Como si no supieran o no pudieran ver que la violencia contra las mujeres tiene una especificidad, unas causas sociales y culturales comunes y profundas que son, justamente, las que exigen que se la llame como lo que es: violencia de género (o violencia machista, como le llaman sin tapujos en España). Aunque sea claro como el agua que esas muertes de mujeres y de niñas tienen algo en común, que es el tratar a la mujer como objeto y como propiedad, la naturalización de conductas de sometimiento y control de las mujeres, todo en un contexto de falta de sensibilidad y de ausencia total de responsabilidad. Estos sujetos no matan en un arrebato de pasión, matan porque pueden, porque creen estar autorizados a disciplinar y a exigir obediencia y subordinación, porque creen que su lugar de poder puede y debe ser mantenido aun a costa de la vida de una mujer o de un niño.
Hablo de los que, al argumentar contra las medidas de acción afirmativa (llámese ley de cuotas o de paridad), tiran al barrer el argumento de que tal instrumento habilitará que personas menos capaces (mujeres), desplacen a otras más capaces (varones). Como si el sistema político uruguayo fuera una meritocracia perfecta y, además, sin siquiera detenerse a pensar en que el propio argumento es, amén de falaz, insultante y discriminatorio. Porque parte de la base de que la aptitud, capacidad, preparación de los varones debe darse por sentada, en tanto las de las mujeres debe demostrarse. Pues ahí está. Eso, justamente eso, es la mentalidad patriarcal en estos tiempos: la idea —mítica, claro está— de que el varón es superior y, por eso, puede y debe dominar, controlar, desplazar, discriminar, aleccionar y, si viene al caso, aun matar.
Mariella Demarco