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    El valor de la senectud

    Nº 2137 - 26 de Agosto al 1 de Setiembre de 2021

    por Facundo Ponce de León

    Los antiguos romanos son el pueblo de mayor influencia política de la historia. Nunca antes ni después un colectivo planificó tan bien la convivencia y el funcionamiento de sus miembros. Desde alcantarillados, códigos de compra-venta, regulaciones de fiestas, organización política general y de pequeñas comunidades, incluso las cebras para peatones son inventos heredados de Roma. Pero el legado más importante, y que viene a cuento de la renuncia de Germán Cardoso al Ministerio de Turismo, es el concepto de autoridad.

    Fueron los romanos los primeros en darse cuenta de que en el manejo de los asuntos públicos no todo es asunto de poder (potestas). El correcto funcionamiento social requiere algo más que la gestión de los problemas cotidianos. ¿Qué es ese “algo más”? Es la conexión entre lo que pasa diariamente y lo que viene desde el fondo de la historia. A esa conexión la llamaron autoridad (auctoritas), definida como la acción que religa el presente con una dimensión de sentido.

    ¿Quiénes son las personas que pueden realizar esta vinculación? Los ancianos, y eso por dos razones concretas: primero, por ser aquellos con más experiencia de vida y, segundo, por tener cada vez menos poder de hacer cosas. Un anciano puede hacer menos cosas que un adulto y un joven. Ese “no poder hacer” era una buena condición para los antiguos romanos: menos potestas habilita la posibilidad de más auctoritas.

    Inventaron una institución para materializar este mecanismo que nos acompaña hasta el día de hoy: el Senado. El término viene de senil, de ancianidad. Los senadores tenían la virtud de la gravitas: cargar sobre los hombros la grandeza del pasado y así proyectar una mejor sociedad para el futuro. Si se pierde esta matriz temporal se corre el riesgo de pervertir la política y convertirla en mera administración de asuntos acuciantes. Es lo que suele suceder, por eso ayuda volver a Roma para analizar mejor la agenda política actual.

    ¿Saben cuál era la primera prerrogativa del antiguo Senado romano? Que no tenían poder para hacer o quitar leyes, solo tenían la posibilidad de la autoridad, es decir, de conectar lo que sucede con un sentido que trasciende siempre la actualidad, que la pone en perspectiva con aquellos que nos precedieron en el camino. Como resumió el célebre historiador alemán Theodor Mommsen: lo que posee el Senado romano es la capacidad de dar “más que una opinión y menos que una orden”. Reparen lo complejo y fascinante de esta frase. No dar órdenes, que es lo que hace el poder, sino hilvanar la historia actual con sus entramados esenciales, su conexión con los fundadores de nuestra patria, nuestros partidos, nuestras creencias. Esa ligazón de las actividades con su sentido es lo que los gerontes saben hacer mejor.

    Hay varias cosas tristes en el affaire Cardoso, pero la más triste de todas es el activo rol del expresidente Julio María Sanguinetti. Alguien que tiene todo para trascender los asuntos de poder y ubicarse en un lugar de autoridad está inmiscuido en la primera línea del problema. Su experiencia y rol como político antes de la dictadura; su actuación en la salida democrática; su ser dos veces presidente de la República; su histórico vínculo con Peñarol; su conocimiento de la historia del arte universal y nacional; su estudio de las ideas políticas de Occidente; su anecdotario de amistades internacionales… Podría seguir con esta lista de cuestiones de autoridad alejadas de la mecánica del poder, pero alcanza con este elenco de cuestiones para preguntarse estupefacto: ¿qué está haciendo Sanguinetti en la conferencia de Cardoso, que encima se realizó en su propia casa? ¿Qué está urdiendo en el teje y maneje de nombres y cuestiones de agenda del actual gobierno?

    No tiene que estar ni en la conferencia, ni en la decisión del sucesor ni en la confección de la lista de cargos a exigir a la actual administración. No. Ese es un ámbito de poder que debería dejar por el bien de su partido y del Uruguay. ¿Por qué no lo hace? No puedo responder en términos psicológicos a esta pregunta, pero sí en términos políticos: porque considera, como tantos, que al perder ese poder abandonaría la política. Olvida así la gran lección que nos dejó Roma: para ser autoridad hay que dejar el poder, hay que asumir el valor de la senectud. Ahí brota esa otra dimensión política que tiene que ver con las ideas y no con la gestión.

    ¿Hacia dónde va el turismo? ¿Cómo lograr que siga estando entre las actividades de mayor rédito económico del país? ¿Cuánto lo cambiará la pandemia? ¿Uruguay puede tener alguna ventaja estratégica en el mundo que se viene? ¿Cuáles serán las nuevas maneras de viajar? ¿Turismo sustentable? ¿Turismo místico? ¿Turismo de experiencias? ¿En qué podríamos innovar? ¿No crecerá el turismo enfocado en personas mayores? De todo eso podría reflexionar Sanguinetti, mientras recuerda, por poner un ejemplo, sus viajes a España y sus conversaciones con Felipe González. Capaz esas charlas tienen alguna pista política que seguro es más relevante que las compras directas realizadas por Cardoso o la decisión de que Tabaré Viera sea el sucesor.

    Al igual que Sanguinetti, muchos no quieren dejar sus emprendimientos: las fábricas que abrieron, las empresas familiares que crearon, los cargos de poder que supieron ejercer con responsabilidad y éxito. Temen abandonar eso porque creen que se volverán inútiles, improductivos, pasivos, prescindibles. Hoy nadie quiere ser tildado de viejo, lo vemos como un insulto. Incluso muchas personas dicen “tengo 70 años, pero no me siento viejo”, como aclarando que a pesar de la biología no sienten la vejez en su cuerpo. Para un antiguo romano sería una locura: el adulto quería tener la gravitas que da la vejez, sentir que el paso del tiempo se le metió en los huesos y puede entender más de la vida.

    El temor a la vejez es un problema político de nuestro tiempo, que no hará otra cosa que crecer con el aumento de la expectativa de vida de las personas. Si en la antigua Roma era fácil ser respetado por la ancianidad (eran pocos los que llegaban), hoy son tantas las personas mayores que el desafío es más complejo y urgente.

    Cuando Luis Lacalle Pou lanzó su primera campaña presidencial en 2014 habló de crear un consejo de ancianos con los expresidentes. Era una idea romana que fue mal recibida y mal defendida, de hecho, nunca se retomó. Hoy la vejez tiene mala prensa porque en política y en otros órdenes de la vida social se lee todo en clave de poder. Se olvida así el marco de sentido que tiene la autoridad y que presupone, como primera acción colectiva, recuperar y reencuadrar el valor de la senectud.