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    El yo lo es todo

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2260 - 18 al 24 de Enero de 2024

    Para entender el romanticismo, tomando de la garganta a la filosofía y marcando el derrotero del vitalismo que luego explorarán Nietzsche y Bergson, conviene conocer de cerca a Fichte, cuyo proyecto finca raíces en el concepto teleológico del llamado ideal y funda, por lo mismo, el concepto de impulso hacia la libertad como sinónimo de identidad. Fichte ve en la educación la fuente de esa libertad; apoya a los educadores en la lucha contra las fatalidades estamentales de la cuna, de la injusticia y de la ignorancia. Al igual que Kant, Fichte considera que la razón es el principal medio de lucha para vencer los condicionantes del nacimiento.

    Pero Fichte, a diferencia de Kant, no considera que la “razón pura” sea el principal principio de partida, sino “práctico”. Es decir, comienza a considerar los problemas filosóficos desde el punto de vista de la moralidad. Para este filósofo, la dignidad humana es el ideal supremo; el que atenta o menoscaba ese valor jamás puede ser una persona libre, sino un despreciable esclavo. Solo es libre quien es libre y se compromete con el derecho a la libertad de otros.

    Es, fuera de toda duda, el pensamiento de un romántico. Toda su construcción teórica comienza con la derivación del principio original, al que previsiblemente denomina yo. Se trata este de cierto ideal, sinónimo del concepto de libertad, de voluntad superior, de altas exigencias morales. La autorrealización del yo viene a través de la actividad mental, del quehacer intelectual, de la búsqueda del conocimiento, de la construcción cultural. Al igual que Kant, su maestro y referente, Fichte llama crítica a su filosofía y la contrasta con la filosofía dogmática de Spinoza. El dogmatismo de Spinoza, dice, se manifiesta en el hecho de que tomó como principio básico el concepto de sustancia material, que es pasiva, que nunca puede ser agente. En cambio, el yo es proyecto, es movimiento, es compromiso, obra.

    En verdad, cree Fichte, y lo afirma sin pena, que el yo no puede ser desarrollado por alguien y por lo tanto de ningún modo resulta probado. El yo es un producto cifrado en la autoconciencia de cada individuo. Una persona debe crear su yo, crear su espíritu. El yo creado de esta manera es el ideal interior de una persona y, consecuentemente, la meta más alta de la filosofía es conocer el yo, es decir, saber cuál es el propósito de una persona, el propósito y el sentido de la vida. De ello se sigue necesariamente que el significado de la vida es estar en armonía con uno mismo y con su yo ideal.

    Pero como el hombre es una parte de la naturaleza, dotada de sentimientos, su actividad racional nunca es pura en tanto que por su propia demanda se entrelaza forzosamente con la actividad empírica. Todo esto, desde el punto de vista de Fichte, es la alienación del yo, es decir, del no-yo. De resultas, el propósito existencia de Fichte —vivir en armonía con el yo— es, al mismo tiempo, el ideal al que una persona debe esforzarse todo el tiempo sin esperar más que el premio de saberse comprometido con esa empresa que le confiere digno sentido a su paso por el mundo. La meta en sí, desde el punto de vista de Fichte, es imposible de alcanzar, pero luchar por ella es el destino de cada persona, ya no como un ser ideal, sino como un ser claramente terrenal, arrojado a la existencia como un individuo que, parafraseando a Heidegger, se asume cada vez como suyo.

    Lo que admira y llama especialmente la atención sobre la imagen de la subjetividad que ofrece Fichte, y una de las razones por las que ve su sistema como un sistema de libertad, es que la autoposición del yo da forma al resto del sistema. La razón principal de esto es que la actividad de autoposición del yo, como una forma de autodeterminación, da forma a la actividad autoconsciente reflexiva que llevamos a cabo como agentes racionales, morales y políticos. Para ser un ser racional, una encarnación de la razón, uno debe ser un yo que se postula a sí mismo; que se promueve y se incita a la acción.

    Pocos años más tarde, en sus Discursos a la nación alemana, dictados en la Universidad de Berlín en 1810, sostendrá que a los pueblos les ocurre lo mismo cuando conectan con su lengua, con su tradición, con el imperativo del suelo y los mandatos de su destino. El yo lo es todo.