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Hay un medicamento que se llama Captorix y hay un hombre, Florent-Claude, que lo ingiere todas las mañanas, después de fumar dos o tres cigarrillos. La pastilla ayuda a liberar serotonina, sustancia que regula, entre otras cosas, los estados de ánimo, por eso es conocida como “la hormona de la felicidad” y se recomienda para mitigar la depresión. “Los efectos secundarios indeseables observados con mayor frecuencia con Captorix eran las náuseas, la desaparición de la libido, la impotencia. Yo nunca había sufrido náuseas”, dice Florent-Claude, al recordar cuando a los 46 años empezó a consumir el medicamento. Su eficacia fue limitada porque “dominado por las circunstancias” su vida comenzó a avanzar hacia “un fláccido y doloroso derrumbamiento”.
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Justamente ese derrumbamiento es el que se narra en Serotonina (Anagrama, 2019), la última novela del escritor francés Michel Houellebecq (Saint-Pierre, 1958), que regresa con un personaje a su medida: molesto, irónico, cínico y un gran observador del prójimo. La novedad es que ahora Florent-Claude es un hombre que en su vejez revisa su pasado para enfrentarse con su decadencia, con su soledad y con el desprecio por su propia vida y por la sociedad en la que vive. Houellebecq regresó más nihilista que nunca. Houellebecq está envejeciendo.
El protagonista es un exestudiante de Agronomía que fue empleado de Monsanto y termina trabajando en el Ministerio de Agricultura francés. Otra similitud con Houellebecq es que antes de ser poeta, ensayista y novelista, fue agrónomo. Su personaje tiene un buen pasar económico, pero no puede vencer su desesperanza, sobre todo en la vida sentimental. Él ha tenido varias parejas: una danesa llamada Kate; una actriz, Claire, que le permitió vivir en un confortable piso de París; la japonesa Yuzu, una mujer insoportable y engreída, pero amante del sexo desenfrenado, incluso con su perro doberman, con el que graba videos porno, y por último Camille, la veterinaria, tal vez su gran amor, con quien sintió algo parecido a la felicidad. Pero para el protagonista la felicidad es un sentimiento pasajero, que solo recuerda haber sentido con plenitud en sus años de estudiante, “los únicos en los que el porvenir parece despejado, en que todo parece posible”.
La novela va y viene de España a París y de allí a la campiña francesa. En ese periplo, el protagonista va observando acontecimientos que acentúan su descreimiento en la sociedad contemporánea. Critica el uso de los cultivos transgénicos y la crueldad en los criaderos de gallinas. Entonces, llega a este tipo de conclusiones: “Una civilización muere simplemente por hastío, por asco de sí misma, qué podía proponerme la socialdemocracia, es evidente que nada, solo una perpetuación de la carencia, una invitación al olvido”.
En definitiva, la historia muestra a través del protagonista las consecuencias de la soledad individual que, según él, viven los europeos, y también la soledad colectiva. En uno de los mejores momentos de la novela hay un levantamiento de agricultores afectados por las deudas que termina en una catástrofe. Entre los sublevados está Aymeric, un amigo del protagonista a quien no puede frenar: “Los consejos que se da a la gente desempeñan exactamente la misma función que el coro trágico que confirma al héroe que ha emprendido el camino de la destrucción y el caos”.
Mezclado con la crónica cruda de la Francia de hoy, en la que se ha visto una premonición del autor de los levantamientos de los “chalecos amarillos”, aparece el otro Houellebecq, el que a través de su personaje tira dardos venenosos y provocadores: considera que Franco dejó una excelente infraestructura para el turismo en España; el término “femicidio” le hace acordar a las palabras “insecticida” o “raticida”; dice que Holanda no es un país, sino apenas una empresa; se fastidia con los hoteles que ya no permiten fumar, con los “burgueses ecorresponsables” que invadieron París o con la proliferación de programas de cocina en la televisión: “Se habían multiplicado en proporciones notables, mientras que el erotismo, al mismo tiempo, desaparecía de las cadenas. Francia, y quizás todo Occidente, estaba sin duda retrocediendo al estadio oral”.
En este costado “zafado” del protagonista, que dice lo que supuestamente no es correcto decir, está lo más divertido de la novela. Lo acompañan algunos personajes, como el doctor Azote, que le recomienda pasar las fiestas de fin de año en un monasterio o irse con las putas de Tailandia. Pero para los seguidores de Houellebecq, Serotonina es una novela sin sorpresas y literariamente más pobre que sus otros libros, sobre todo porque su trama está menos elaborada y gira casi exclusivamente en torno a la visión de su protagonista, que, además, se parece mucho a sus protagonistas anteriores. De todas formas, una novela de Houellebecq nunca deja indiferente porque es un escritor con un gran olfato y talento para captar las grietas sociales, meterse en ellas y transformarlas en literatura. Es un escritor incómodo tanto por lo que escribe como por sus apariciones públicas, convertido en un personaje de sí mismo.
En 1994, el nombre de Houellebecq comenzó a sonar en el mundo literario con la publicación de Ampliación del campo de batalla, que fue el libro más vendido de ese año en Francia, y muchos se preguntaron quién era ese novelista provocador y de humor sombrío. La respuesta apareció en 1998 con Las partículas elementales, un golpe en el mentón a la generación del 68, que dejó claro quién era Houellebecq. Entonces comenzó a recibir elogios y repudios, y se convirtió en el enfant terrible de las letras francesas. Después llegó La posibilidad de una isla y El mapa y el territorio, ganadora del Premio Goncourt 2010.
Fue con Plataforma (2001) que se ganó el mote de “islamofóbico” —que se sumó a varios otros, como el de “machista” y “xenófobo”— por las críticas al islamismo y a la política francesa que plantea la historia. Con los años se profundizaron sus cuestionamientos y el 7 de enero de 2015 se fue momentáneamente de París cuando su novela Sumisión, en la que pensó una Francia gobernada por el Islam, iba a presentarse. Ese día ocurrieron los atentados terroristas a la revista Charlie Ebdo que dejó 12 muertos. El número de ese mes de la revista lo tenía a Houellebecq en la portada, caricaturizado por el dibujante Luz: el rostro chupado, la melena rala, los ojos pequeños y hundidos. Sus rasgos más notorios y también los más desagradables, esos que él mismo gusta cultivar.
Ahora, con Serotonina utiliza la decadencia física y emocional de su protagonista para hablar de la decadencia social del siglo XXI. Florent-Claude intenta salir a flote con una pastilla, pero su creador sabe que eso es inútil. Por eso, como escribió en un poema de su juventud, sigue diciéndoles a los lectores: “Insistan sobre la enfermedad, la agonía, la fealdad. Hablen de la muerte, y del olvido (…) de la ausencia de amor. Sean abyectos, serán auténticos”.