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El consejo llega con ese tono que solo la sabiduría y el paso del tiempo saben condimentar. Frente a una cámara, en uno de los tantos diálogos que mantendrá con ella, el señor Orlando Menoni conversa con paciencia con su nieta, la cineasta salteña Alicia Cano Menoni. Hasta donde se puede suponer, en este punto de la historia, el comienzo, la directora planea visitar Bosco di Rossano, un pueblo perdido entre bosques frondosos de la provincia de Massa y Carrara, en la región de la Toscana, del que provienen sus antepasados y los de Orlando, quien jamás, a lo largo de su longeva vida, lo ha visitado. Cinco días serán más que suficientes para comprender el encanto que el lugar ofrece, advierte el abuelo. Fueron 13 años, al final, el tiempo en el que la realizadora visitó al Bosco, conoció a sus habitantes y decidió convertir esa experiencia, y la de su abuelo, en puro cine.
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En Bosco, la tercera película de Cano luego de haber dirigido El Bella Vista (2012) y Locura al aire (codirección junto con Leticia Cuba, 2018), la directora fusiona una memoria personal con un retrato antropológico a través de la unión de los recuerdos colectivos y el derrumbe de las distancias geográficas y temporales. Cano presenta, con una sensibilidad única, una película como pocas dentro del audiovisual nacional.
El cine documental está más que acostumbrado a la exploración del pasado personal de sus realizadores, al punto de contar ya con algunos vicios propios que suelen dar rienda suelta a cierto egocentrismo narrativo. Tal tendencia puede descartarse de primera al hacerse evidente que lo que al comienzo promete ser un viaje a través de un pasado familiar se convierte en una experiencia audiovisual más cercana a un poema que a un árbol genealógico.
Con cautela, Bosco nos introduce al pueblo protagonista de una manera gentil, casi que en un tono de comedia, mediante un recuento. Una serie de números nos introducen a diferentes rasgos del lugar pero habrá un número que será imposible de olvidar: el de los habitantes. Son 13 las personas que habitan en Bosco, por lo menos en el punto de partida de la película. Entre esos lugareños hay una mujer devota de sus animales (con un especial cariño por sus cabras), un camarero y un cazador. Son presentados a través de sus oficios para luego ir conociendo sus personalidades y manierismos, que incluyen contar los pasos que separan un hogar desde otro punto o una pasión por compartir caramelos a toda persona que se encuentra cerca. Las arrugas pululan en estos rostros que iremos viendo envejecer poco a poco, a medida que la documentalista se vuelve una habitante más de este pueblo, un lugar que parece habitar un mundo dividido entre el ensueño y el olvido.
Mientras tanto, en Montevideo, iremos conociendo poco a poco detalles de la larga vida de Orlando, cuyos problemas con la vista se irán haciendo latentes a medida que el relato avanza. En uno de sus testimonios más inolvidables, es el propio abuelo quien narra que al cerrar sus viejos y dañados ojos puede ver, dentro de la plena oscuridad, paisajes que no conoce pero sí puede reconocer como lugares bellos y de una proximidad latente. Son espacios que probablemente se originan en los relatos que pertenecen a la herencia Menoni y su pasado en Bosco.
Cano parece inspirarse en esas visiones de su abuelo para dotar a la película con una afinidad por lo visualmente aventurado en el trabajo que ella y Andrés Boero Madrid realizan con sus cámaras. La cotidianeidad de los habitantes de Bosco será producto de sonrisas y emociones en donde sea vista, pero es la exploración visual por los paisajes y cielos de la locación donde la película comienza a sentirse dotada de una mayor trascendentalidad onírica. Esta exploración de ribetes más espirituales no pretende explotar los innegables rasgos fabulosos del lugar, sino que más bien permite que los vínculos trazados entre las historias de Salto y el Bosco, donde el apellido Menoni se hace presente en cada rincón, se vuelvan unidos por arte de una magia particular: la narración cinematográfica.
Hay una especial atención en la película a la idea del traslado, por definir un espacio como un hogar (y qué sucede cuando uno lo deja) y por el acto de establecer que tanto Salto como Bosco pueden estar unidos por una secuencia en donde el corte de un plano en Uruguay puede saltar, sin previo aviso, a Italia. Las elipsis de estos movimientos transatlánticos se mantienen siempre unidas por un elemento en común en ambos lugares: la presencia del reino vegetal. Ya sea en las flores del cementerio del pequeño pueblo italiano o en los muros de la residencia Menoni en Salto, donde un patio sin pasto encuentra su verdor con una presencia sobreabundante de plantas, en Bosco siempre parece haber tiempo para explicitar lo importante que significa rodear la vida de uno con la naturaleza.
Genera curiosidad saber cómo el puzle de la película fue armándose con los años. Una mención aparte debe hacerse para el montaje de la película, a cargo del editor Guillermo Madeiro, quien lentamente se ha convertido en una de las voces más interesantes a la hora de ensamblar los relatos de origen nacional. Al prescindir de ciertas indicaciones más frecuentes en el género documental, se permite vivir este recorrido de más de una década como quien va detectando pistas en el entorno: animales que van creciendo o canas que se cobran su lugar en cabelleras que antes eran negras dan a entendernos que este es un viaje en donde el tiempo avanza pero nunca de la manera que uno espera.
De la misma manera y gracias a su aprecio por lo inesperado, Bosco encuentra una de sus mayores virtudes al evitar explicitar las grandes interrogantes que atraviesan el relato. Si uno piensa en la muerte, en el envejecer y en los que no se encuentran con nosotros como uno añoraría, es porque Cano encuentra en los momentos íntimos, como el plato de un comensal que ya no vendrá a la mesa o la mirada de un esposo que lidera una caravana fúnebre para su difunta amada, una humanidad inmensa que apenas sí puede contenerse en un plano.
Previo a su estreno en Montevideo, Bosco, una producción de Mutante Cine, tuvo una gira de exhibiciones en teatros de Paysandú y Salto. Fue en una de las funciones con sala llena en el Teatro Larrañaga (en “el glorioso departamento de Salto”, como lo aclara Orlando Menoni en la película), donde la directora presentó su película y lanzó una pregunta al público: quién dentro de la audiencia conocía a su abuelo. La anécdota dice que la platea se llenó de manos en el aire. Dos años después de la muerte de Orlando (vivió hasta los 103 años), su nieta se ha encargado de plasmar parte de su historia, la de su pasado y la de Bosco en lo que debe considerarse un verdadero tesoro de película.