Nº 2215 - 2 al 8 de Marzo de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn 1928 Carlos Maeso Tognochi presentó el poemario Panal de la piedra, el libro “más oscuro y desconcertante que se haya publicado en el país y tal vez en América”, diría el crítico Alberto Zum Felde. A tales versos, tal autor. Maeso era un personaje difícil de encasillar: arqueólogo, bohemio, integrante de los cenáculos del Polo Bamba y capaz de imaginar frases como “vamos a entrar aún más en el incognoscible misterio de nuestras oscuridades”. Usaba cabellera larga, ondeada y en desorden, que le daba un aspecto trágico según uno de sus amigos. Debió ser, además, tenaz y obsesivo porque recolectó cerca de 65.000 piezas indígenas y escribió tres libros de poesía, a pesar de recibir sobradas muestras de incomprensión.
Cuando publicó Panal de la piedra dedicó un gran esfuerzo a difundir la obra. Envió el libro a decenas de personas —políticos, escritores y críticos literarios— y recurrió a los contactos de su hermano Romeo, diplomático, para que se conociera en el exterior. En respuesta, recibió cartas con comentarios y agradecimientos que se conservan en el archivo de la Comisión del Patrimonio Cultural de la Nación. Los papeles amarillentos, las tintas de variadas texturas y colores, los sobres con curiosos matasellos son una delicia para quienes gustan hurgar en las intimidades del pasado, escritas a mano y en hojas con rastros de humedad.
Entre los que recibieron el libro figuran los políticos Rufino T. Domínguez y Juan Carlos Blanco, ambos ministros de Relaciones Exteriores en la primera mitad del siglo XX, y el presidente de filiación colorada Juan Campisteguy. Cuesta imaginar por qué Maeso confió sus intangibles versos al juicio de quienes dedicaban el día a la resolución de asuntos terrenales. Tal vez se estilaba entonces o lo movió, simplemente, la vanidad de acercarse al poder. En general, le respondieron con elogios. Campisteguy, seguramente ocupado, encomendó al secretario de Presidencia que agradeciera en su nombre. Me pregunto si en la Torre Ejecutiva de hoy recibirán a menudo primeros libros de poetas de vanguardia.
Varios intelectuales contemporáneos a Maeso lo exaltaron, entre otros, el propio Zum Felde. Sarah Bollo, que había publicado su primer libro en 1927, le escribió: “Su alma tan extraña y arbitraria está presente en sus versos, con su música fuerte y delicada a un mismo tiempo”. Algunos de los elogios suenan ampulosos, aunque con seguridad se trate de una marca de estilo de la época, muy lejos —por su cortesía y formalidad— de las maneras laxas actuales. Hay un amigo, por ejemplo, que lo trata de “eximio poeta”, y el escultor Juan D’Aniello lo considera un “poeta con su ala de bronce (que se) acerca proyectando finísima música de belleza, a todos los altísimos espíritus, como un pontífice de la poesía, animado por esa fatalidad heroica, que mueve a los elegidos”. Juana de Ibarbourou se disculpa en una breve nota por la tardanza en responder: “Una larga época de angustia me ha dejado casi al margen de todo”, explica. No obstante la tristeza, ella también es pródiga en adjetivos. “De su Panal de la piedra ya puedo extraer la miel. (…) La cosecha ha sido lenta, oscura y deslumbrada”.
Se diría que en las respuestas hay tanta búsqueda poética como en los versos que las motivan. Sin embargo, Maeso no solo recibió “me gusta” y deditos para arriba. Desde Santa Fe (Argentina), Manuel Núñez Regueiro —diplomático uruguayo, escritor y profesor de filosofía— escribió a máquina una carta que debió provocarle un fuerte dolor de estómago a Maeso. Empieza por tratarlo de “amigo” y presentarse como un poeta tres veces laureado, sin dar detalles de las laureas. A continuación, lanza una frase demoledora: “Yo habría deseado ver en sus versos un cielo más claro para sus imágenes, una claridad de sus pensamientos, a fin de evitar la tortura de adivinar su fondo o sentido”.
Desde Viena, recibirá otro mazazo de Eliseo Ricardo Gómez (considerado por la crítica un poeta modernista menor). “Se ve que usted es joven, muy joven aún. Que tiene el ímpetu, la audacia y el mal anárquico que caracteriza a los que todavía no han tomado parte en la terrible refriega de la vida y, al margen del combate, gastan su exceso de vitalidad…”, le dice. Gómez sigue golpeando en otros flancos y termina por sugerir a Maeso que trabaje un poco más. “El tiempo y el estudio irán ordenando su colmena interna y con los días llegará usted a que su panal no sea de piedra”.
En síntesis, hace cerca de 100 años, un poeta uruguayo intentó difundir su poesía, un género que suele ser esquivo a las multitudes, en especial cuando se trata de creación experimental. Lo hizo a través de cartas manuscritas, cuando los archivos de metadatos, Twitter, Instagram, blogueros e influencers no existían ni en la ciencia ficción, y consiguió, al menos, que algunos críticos hablaran de él y lo incluyeran en antologías poéticas. De todos modos, Panal de la piedra no deja de ser una perla negra.
Si algún curioso lector intentara conseguir Panal de la piedra en las librerías virtuales, conviene advertir que en la parte inferior de la pantalla aparecerá un cartel que dice más o menos así: “Quienes compraron este libro también compraron la autobiografía del príncipe Harry, el Horóscopo chino de Ludovica y El libro de los abrazos de Eduardo Galeano”. Es de sospechar que detrás de semejante asociación está la mano de algún algoritmo, pero más vale el cambalache virtual que recibir cartas devastadoras o consejos de poetas ablandados por la vida.