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El lector es llevado al galope, con pericia, por tres teatros de operaciones bien definidos: Montevideo, Danzig y Buenos Aires. El sólido narrador Milton Fornaro, un minuano radicado desde hace muchos años en la capital más austral, instala su historia, escrita con sentido del humor pero cualquier cosa menos frívola, desde un edificio art déco muy característico del barrio Sur: el Palacio Durazno.
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Allí, donde residen muchos judíos ya viejos, también tiene su hogar (de alguna manera hay que llamarlo) un detective bien criollo que mantiene una relación, con cepillos de dientes separados, con una vecina.
Ella es hija de uno de esos matrimonios formados por sobrevivientes de la Europa martirizada por el nazismo. La mujer es la administradora del edificio y por lo tanto tiene 60 patrones y algunos pocos empleados a su cargo, los porteros. También una madre, Judith, a la que cuida.
El detective convocado —pero no pagado— para resolver un caso en el que la Policía y la Justicia se habían hecho los chanchos rengos, se llama Arquímedes B. Carson y su amante-ayudante Ruth Goldwicz, una pelirroja de ojos claros y pecas.
Arquímedes en realidad trabaja solo y realiza sus análisis y deducciones siempre con dos instrumentos a mano: un auténtico sillón de peluquería hecho en Chicago por Emil J. Paider y una damajuana de clarete enfriado en la heladera.
Fornaro advierte que Carson se miente y fantasea con que el sillón que tiene en su apartamento fue antes utilizado para afeitar al famoso gángster Al Capone. En todo caso, es el lugar preferido para fumar y mirar el techo, largando el humo en anillos, mientras busca soluciones como lo había hecho Al Capone en el suburbio de Cicero, su bastión, mientras se dejaba atender por un barbero de confianza.
Acerca de la naturaleza del vino ingerido sabremos poco, salvo que el consumo es cotidiano y muy abundante, al punto que los avisos importantes su novia los deja pegados en la damajuana.
El detective, que tampoco le hace asco a la grapa, no usa armas, apenas un camuflaje de periodista freelance, no tiene auto y sueña con no tener que rendir cuentas. Tiene su laptop y el apoyo de Trápani, un informático que lo conduce por el mundo de Google.
Ruth no solo atiende a su madre —viuda del señor Goldwicz, 25 años y cuatro meses mayor—, también cuida al detective: lava su ropa, ordena el apartamento y a menudo lo manda a bañar. Es que este hombre de andar lento, “panzón, de piernas flacas y lampiñas, pecho hundido, sudoroso y con el pelo más revuelto que Einstein en el momento de formular la teoría de la relatividad”, no solo no tiene demasiados clientes sino que, como cualquiera de su género que se precie, tampoco orden en su vida.
Carson carga con mofletes de bulldog, las bolsas debajo de los ojos turbios y la nariz hinchada y roja en medio de un rostro “grasiento y siempre sudoroso”. En lugar de cuidarse planea sacar el espejo del baño para evitar ver la realidad, mientras planifica cómo abordar a otras mujeres.
Debe el alquiler, las tarjetas bancarias fueron bloqueadas y el mejor crédito con el que cuenta es un guiso recalentado por un bolichero al que todos llaman el Pomada.
Nuestro sabueso, que sale a flote porque dos veces al año recibe oxígeno de un campo heredado, que tiene arrendado en Lavalleja, carga su teléfono celular con tarjetas de cien pesos y no tiene tantas emociones como el mítico agente de la Continental o su colega catalán Pepe Carvalho. En el barrio Sur montevideano, que no es San Francisco ni Barcelona, cuando el Palacio Durazno está demasiado caliente —y ese enero lo está— este héroe hecho a la medida del paisito se refugia en El Cosmopolita, un homenaje que Fornaro hace al viejo y mugriento boliche ya desaparecido.
La novela deja el cómodo y conocido Río de la Plata y se interna en la ribera del Vístula, en la Polonia invadida por la Alemania de Hitler.
Entonces parece otro libro. El narrador cambia el estilo de manera radical y el lector debe instalarse en otro clima con muchísimo menos humor y más drama, más bien horror. El escenario ya no es el apartamento 101 del Palacio Durazno, sino la cruda realidad de los judíos en Polonia ocupada por los nazis y el recorrido del prisionero 0085 en un campo de concentración.
El final transcurre otra vez en el Sur, cuando Carson, refugiado una vez más en El Cosmopolita, se somete al escrutinio del bolichero, que lo interroga con carpeta.
Es precisamente de manos del Pomada de donde saldrán el Campari y los contactos para resolver el caso. Un caso donde los judíos comunistas del cercano club Zhitlovsky y el periódico en yidis Unser Fraint se rozan con el Mossad y la famosa operación Garibaldi, el secuestro del criminal nazi Adolf Eichmann, llevado de Buenos Aires a Jerusalén, donde sería juzgado en abril de 1961.
Es una historia que engancha al lector, en la que Fornaro, luego de una precisa investigación, se mete en el brutal drama humano que llega de Europa al mismo tiempo que repasa sin piedad la idiosincrasia local, sin olvidarse de pasar factura a los funcionarios de la Biblioteca Nacional, en donde la venganza por molestar con demandas en una apacible tarde de verano es que no funciona la fotocopiadora.
La madriguera, de Milton Fornaro. Alfaguara, 2016, 549 págs. $ 590.