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    Es un escándalo

    Mi gran noche, de Alex de la Iglesia
    Colaborador en la sección de Cultura

    Los especiales de fin de año son tradición en España. Inmensamente populares, estos espacios televisivos de larga duración se producen y se graban con meses de adelanto. Para que todo salga perfecto. Desde hace varias décadas, la fórmula y el molde siguen siendo más o menos los mismos: de dos a cuatro conductores, espectáculos musicales —sobre todo de estrellas nacionales, aunque también se incluyen figuras rutilantes de otros países—, segmentos humorísticos, números de magia, bailes, homenajes, todo invadido por una energía festiva y cierta pretensión de glamour. A grandes rasgos, frente al escenario principal donde se desarrolla el show, mujeres con peinados refinados y vestidos de noche y señores con diferentes grados de distinción vestidos de esmoquin ocupan mesas donde se sirven platos y bebidas de aspecto exquisito.

    Bien. Lo que se narra aquí es una jornada de grabación del especial de Noche Vieja, realizado por una empresa llamada Media Frost para despedir 2015 y darle la bienvenida a 2016. Media Frost está en crisis, envió al seguro de paro a centenares de empleados, pero, se sabe, la tradición es la tradición y el espectáculo debe continuar. Y entonces, se dice, se sugiere y se nota, este año los artistas no tienen el nivel de los que se presentaban en tiempos mejores —o, en algunos casos, ya no son lo que eran— y en las mesas que pretenden lucir elegantes los invitados son extras, figurantes que simulan pasarlo bomba. Fuera del estudio, decenas de manifestantes protestan y exigen la dimisión de José Luis Benítez, un paquete cómicamente antipático y de accionar siniestro (interpretado por un especialista en esta clase de seres, Santiago Segura), director de Media Frost, que necesita que todo salga perfecto. Pero algo sale mal. Uno de los extras sufre un accidente y un pobre tipo sin trabajo es llamado para ocupar su lugar en la mesa. “No hables con nadie”, le ladra el jefe de piso. “Sonríe, sonríe todo el rato, esto es una puta fiesta”.

    Alex de la Iglesia encierra a los personajes en un mundo irreal, donde incluso las bebidas en las copas son de plástico, y con ese humor bestial que se cruza con el horror, articula una comedia claustrofóbica, fellinesca e implosiva, poblada de personajes peculiares, con un apocalipsis espumoso incluido. Es el regreso de lo mejor de uno de los mejores.

    Con mayor o menor fortuna, De la Iglesia ha trabajado varios géneros, los que utiliza como medios de transporte más que como destino, estableciendo fusiones estéticas y relaciones sinápticas entre el cómic, la novela negra, el film noir, la comedia, Hitchcock, los espectáculos circenses, las crónicas policiales y, por supuesto, las películas clase B. Y siempre recurriendo al humor como coartada para ingresar en lo siniestro.

    La carrera de este realizador nacido en Bilbao hace 50 años fue impulsada por Pedro Almodóvar en la década de 1990. Tras ver su corto Mirindas asesinas (1991), produjo su debut como director, la sangrienta comedia futurista de ciencia ficción Acción mutante, donde los deformes y minusválidos marginados de la sociedad forman un grupo terrorista para vengarse de la gente rica y linda. Su siguiente filme, El día de la Bestia (1995), título de horror que supura humor negro, fue su consagración. El guion fue escrito junto a su habitual colaborador, Jorge Guerricaechevarría, también coautor de Mi gran noche. Evidencia más trabajo y mayor profundidad en trama y personajes: un cura convencido de que el Anticristo nacerá en Madrid, emprende una serie de acciones maléficas para que el Diablo se acerque a él. El religioso encontrará un aliado, un fan del heavy metal y de una banda llamada Satánica encarnado por Santiago Segura, que si bien llevaba tiempo intentando ganarse un lugar en el cine, dio aquí con uno de los personajes de su vida.

    La excesiva Perdita Durango (1997), especie de spin off de Corazón salvaje, con una pareja de secuestradores y una misión desagradable, tiene menos comedia, más sangre, sexo y violencia. Aunque refuerza una de las características que hacen reconocible su cine: protagonistas intentando tomar el control ante la perspectiva de que su mundo se cae a pedazos. Es, a grandes rasgos, lo que le sucede a Nino y Bruno, unidos y enfrentados por el hambre de éxito en la negrísima Muertos de risa (1999), lo que vive Julia cuando visualiza la posibilidad de convertirse en millonaria (La comunidad, su obra maestra, de 2000), o lo que pasa con el ambicioso personaje de Willy Toledo en la impresionante (y también estirada) Crimen Ferpecto (2004), que para tapar un crimen convierte su vida en un infierno. Les pasa a los payasos de esa salvaje oscuridad de Balada triste de trompeta (2010). La desesperación económica es el disparador que deriva en matanza en Las brujas de Zugarramurdi (2013), y la ambición y la arrogancia aparecen en Los crímenes de Oxford, un thriller sobre el control, con matemáticas y referencias a Ludwig Wittgenstein.

    Ahora, para acercarse a una realidad mediatizada por la televisión, qué mejor que meterse dentro de ella para recrear esa realidad. Para un director que ha poblado su filmografía con payasos asesinos y deformes, bromistas envidiosos, vecinos retorcidos, extras y dobles de riesgo de westerns filmados en Almería (800 balas, quizás su peor película) y empresarios y periodistas inescrupulosos (La chispa de la vida, 2011), algunas criaturas del universo televisivo parecen ser la materia ideal.

    Repleta de inventiva, con un ritmo adrenalínico, la película avanza en medio de esa atmósfera de fiesta impostada, esmóquines alquilados, risas desesperadas por manifestarse como verdaderas y personajes y situaciones que solo pueden llevar la firma de De la Iglesia. Están los presentadores de la gala, interpretados por Hugo Silva y Carolina Bang (esposa del realizador), que se aman y se odian, la directora de cámaras y su asistenta (Carmen Machi y Carmen Ruiz), los números musicales a puro playback, y está Adanne (Mario Casas), cantante de moda, sexy y descerebrado, que parece Cristiano Ronaldo con melena rubia. Adanne es la contracara de Alphonso, el astro con ínfulas de Darth Vader y actitudes de Michael Jackson encarnado por Raphael, que no puede estar más genial. Hay subtramas que se despliegan y se tensan mientras afuera sucede el fin del mundo. Hay un fan de Alphonso que está mal de la cabeza, planea matarlo y anda por ahí tomando calmantes y escondiendo el arma con torpeza. Está el representante de Adanne, un petiso argentino que aclara que cuando dice “coger” está diciendo “follar”. Hay un figurante que lleva años en el rubro y recuerda con amargura los tiempos en los que realmente servían comida. Y está Yuri, que es una caricatura, como muchos de los que andan por aquí, pero es encarnado por el genial Carlos Areces.

    Mientras una joven roba semen y Adanne hace estragos con su hit Bombero (una versión apenas alterada de Torero, de Chayanne), Alphonso se prepara para lo que será el centro de gravedad del filme: su actuación al final de la fiesta. De la Iglesia se ríe —y celebra al mismo tiempo— toda la demencia y la berretada de este especial. Todo es simulacro, pose y acciones programadas desde la sala de control. Pero todo, afortunadamente, se descontrola.

    Mi gran noche. España, 2015. Dirección: Álex de la Iglesia. Guion: Álex de la Iglesia, Jorge Guerricaechevarría. Con Raphael, Mario Casas, Pepón Nieto, Blanca Suárez, Carolina Bang, Carlos Areces, Carmen Machi, Jaime Ordóñez. Duración: 100 minutos. Hasta el 19 de octubre en Cinemateca 18.