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    Está hecho un demonio

    Álvaro Amengual en Ciudad Vieja

    Las figuras se desparraman por toda la sala a oscuras. El lugar está apagado, como debe ser, iluminado apenas por pequeñas luces que enmarcan los rostros enormes, a veces deformes, la mayoría precisos y de una poderosa vitalidad. La imagen es sobrecogedora. Los ventanales que dan a Juan Carlos Gómez y Rincón fueron tapiados para aislar el despliegue de obras y dejar la luz del día y el bullicio callejero fuera de toda intromisión. La luz y el silencio son fundamentales para apreciar una imagen tan conmovedora como la de ese niño regordete, de labios bien definidos, de cachetes redondos, de rasgos inquietantes. Lo que más llama la atención es su mirada. Es seria, penetrante, cuestionadora. Tiene la frente ancha, excesivamente ancha confundida con su cabeza, las sombras en su rostro apenas dejan entrever sus ojos, dos líneas negras como hendijas, como si alguien mirara desde dentro, otra mirada que no corresponde a ese niño aparentemente tan pequeño y supuestamente frágil. Es un niño atípico en su fisonomía, en su cuerpo, en su postura. Dice el cartelito adjunto al dibujo que es un Autorretrato en la playa. El retratado es Álvaro Amengual (Montevideo,1957) un niño montevideano como tantos que luego se hizo artista, notable dibujante, participante en muchas exposiciones y varias veces premiado. El último gran premio fue el prestigioso Fraternidad otorgado por la B´nai B´rith en 2007 a la trayectoria artística. A juzgar por su fotografía en el catálogo no hay dudas de la conexión con el niño. Es la misma mirada, es la postura, es la frente ancha que mantiene vinculada a la cabeza ahora con poco pelo.

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    Hay otros niños en la exposición inaugurada en la sala Carlos F. Sáez del Ministerio de Transporte y Obras Públicas. Hay imágenes de infantes más antiguos pero tan seductores como el del autor. Con ojos más abiertos, con ropa antigua, con sombreros (Niño de Blanes, Le petit bijou) pero con la misma seriedad en su postura, en sus ojos, en sus rasgos. Son niños que parecen cumplir con la frase de Charles Baudelaire que abre el catálogo: “Prefiero los monstruos de mi fantasía a la trivialidad positiva”. Hay monstruos allí, como los hay en los espectaculares retratos de adultos, de viejos, de mujeres, de artistas sobre todo, que pueblan las paredes tapiadas de ese lugar tan particular, rodeado de la burocracia cotidiana. Están en el costado de la calle, en esas penumbras que invitan a la intimidad, al margen de la existencia “trivial” y “positiva” de un mundo cada vez más superficial e intrascendente. Monstruos a los que no hay que temer, como no hay que temer lo raro, lo extraño, lo transgresor y alucinado de la existencia. Es vital entrar en contacto con ellos. La experiencia frente a la obra de Amengual es la de ingresar a una galería fantástica, poblada de otros seres, ocultos tras los rasgos tan logrados del artista, del empuje brutal de su talento concretado en un trazo de carbón que parece abrir las puertas de la más lejana y profunda interioridad.

    Hay un supuesto en esta muestra que la determinan los títulos. Se dice que allí está Gustav Klimt por ejemplo, que está Rembrandt, que tal figura es Francis Bacon, grandes maestros del arte, referentes de diferentes épocas, estilos, vivencias, tormentos, monstruos. Pero no es necesario ni imprescindible ese dato relacional entre la imagen y el individuo. Es tan particular la composición de esos retratos, la elección de los rasgos, la convicción que le imprime Amengual a las líneas, a sus finísimos y sutiles detalles, al juego extremo de composición que poco importa saber algo o poco o mucho de esos personajes. En ese punto, más allá de cualquier relato, se dispara el misterioso y seductor vínculo con el espectador, un vínculo cargado de sutilezas, removedor. Dan ganas de verlas una y otra vez, de disfrutarlas más allá de cualquier interpretación posible. El impacto es inmediato, conmueven, atrapan, desarman y en cierto punto, ponen la piel de gallina. Son esenciales. El artista, el de acá, los deja en un paso intermedio, poco antes (o después, quién sabe) de la caricatura o de la pura expresión plástica. Esto es importante para entender por qué dicen tanto. No hay rasgos banales ni trillados. Los deforma pero los descontextualiza, los oscurece, los mira diferente y esto los deja en un límite extraño, indefinido, impreciso que los hace tan profundamente vivos. Hay que pararse frente a esos cuadros, en blanco y negro, sin afeites, pero construidos con maestría de artista, en el sentido menos “solemne” del término. Precisos y desajustados.

    A juzgar por un texto que figura en su blog, a Amengual no le interesa el arte con mayúsculas. Una pena, porque su obra es algo parecido a eso, pero claro, quién puede afirmarlo definitivamente. Por la elección de los personajes tal vez, por la dedicación a encontrar ese mundo interior tan cautivante y misterioso, por los claroscuros incisivos, por las sombras, por las miradas que logra y parece escapar a toda interpretación. O por lo imposible de describir. El clima que logra el montaje es además, el ámbito perfecto para esta imprescindible invasión demoníaca.

    Lo real imaginado. Dibujos a carbonilla de Álvaro Amengual. Sala Carlos F. Sáez (Rincón 575 y Juan C. Gómez, planta baja). De lunes a viernes de 9 a 18 h. Hasta noviembre.