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    Europa bajo la alfombra

    A propósito de los cineastas belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne

    La muchacha corre desesperada y la cámara va detrás, a escasos centímetros, casi respirándole en la nuca. Se abren y se cierran puertas, la gente se hace a un costado, nada detiene a la joven empleada hasta que llega a un despacho y le increpa a su jefe: “¿¡Por qué me echan!? ¿¡Qué hice mal!?”. Así, con total nerviosismo de parte del personaje y de la cámara que no deja de seguirlo, comienza “Rosetta” (1999), de los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne. Y en ningún momento se detiene ese pulso vibrante, afiebrado. Y no se detiene en ninguna película. Es que los Dardenne se han propuesto sacudir al espectador.

    La cámara en mano, urgente y temblorosa, es un correlato del mundo endeble y convulsionado de los personajes, que por lo general son trabajadores a destajo, niños huérfanos, inmigrantes ilegales, adolescentes con prontuarios penales, alcohólicos que viven en un remolque o sencillamente seres anónimos y marginados de la Europa del Tercer Mundo, la que no está en ningún circuito turístico, la que se barre y se esconde debajo de la alfombra, la que engrosa las estadísticas del desempleo.

    Así ocurría con “El hijo” (2002), “El niño” (2005) y “El silencio de Lorna” (2008). Y así ocurre con “El niño de la bicicleta” (Le gamin au vélo, 2011, Gran Premio del Jurado en Cannes), película que se mantiene en la cartelera montevideana y le da pelea al cine industrial, esta vez en la piel de un niño (Thomas Doret) que se empeña una y otra vez en ver a un padre que lo ha abandonado y, ante el rechazo de este, termina haciendo buenas migas con una peluquera (Cécile de France). El niño es hiperquinético, con o sin bicicleta, seguramente contagiado por la cámara de los belgas.

    Las películas de los Dardenne muestran ambientes ásperos (un carro de comida al paso, un apartamento en el que los habitantes no pueden pagar ni la luz ni el agua, una modesta peluquería, un desolado depósito de madera), pero esa aspereza, esa búsqueda deliberada de la no belleza, contrasta con una estética de hierro donde los datos son mínimos, los diálogos básicos y, la cámara, una suerte de moscardón que nunca se detiene y desgrana como un molino la expresividad de los actores, por lo general tan desconocidos como eficaces.

    Al espectador le basta una sola toma para decir: “Esta es una película de los hermanos Dardenne, o en su defecto es alguien que los copia”. Un cine de financiación muy moderada pero de riesgo estético. Un cine que en la planicie estandarizada de Hollywood se despega por todos lados.

    Las películas de los Dardenne son cortas, duran unos 90 minutos, pero parece que fuera mucho más, un fenómeno que indica la intensidad dramática que está en juego. Hay gente que vive a velocidad confort, con la paga mensual asegurada, el techo y la comida; los personajes de los hermanos belgas viven al día —y cada día es una calle en subida con pozos y piedras—, sin saber si mañana podrán alcanzar la tranquilidad afectiva, pagar el alquiler o conservar su trabajo.

    Estos hermanos no usan música, que es un elemento embellecedor. La música se amalgama bien en la ficción pura; los Dardenne hacen ficción del tipo documental, como si le pidiesen permiso al trabajador para entrar en su vida y prender la cámara, nada más. Por supuesto, no estamos ante un documental, pero ese como si lo fuera es el gran secreto de este dúo cuyas historias, aunque no lo parezcan, están cronometradas milimétricamente.

    Con estos hermanos los actores no trabajan para los primeros planos ni para la posteridad de las imágenes; tal cual se les pide, se amoldan a la situación sin histrionismos, asordinando al máximo sus capacidades expresivas y dejando emerger lo más natural del personaje, con toda su pureza e impotencia.

    El vestuario y la escenografía exhiben el perfil más bajo posible: las ropas de los intérpretes parecen ser lo que han traído puesto ese día de rodaje, y la escenografía se resume a la posibilidad que brinda la locación real, sin aditamentos ni artificios. Una vez más, semejante despojamiento es deliberado, distintivo, estético.

    Jean-Pierre y Luc comenzaron filmando documentales, la vida rápida o no tan rápida de las pequeñas ciudades industriales que están cerca de la frontera con Alemania. Y de la imagen-documento pasaron a la imagen-ficción, tomando como modelo a los mismos trabajadores que habían registrado en esos primeros trabajos.

    Los hermanos Paolo y Vittorio Taviani se turnan para manejar la cámara: una toma para Paolo, la otra para Vittorio. A veces aciertan y otras veces fracasan.

    Los hermanos Joel y Ethan Coen se entienden de otra manera: uno es guionista y el otro es director. Existe el diálogo, pero en su terreno cada uno tiene la última palabra y no hay amor ni lazo sanguíneo que valga. Y por lo general, no fallan.

    Los Dardenne son todavía más extraños: tanto Luc (1954) como Jean-Pierre (1951) producen, escriben y dirigen conjuntamente, y así lo indican los créditos. Como ellos mismos se definieron: “Un realizador de cuatro ojos”. Y nunca fallan.