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    Ghiggia y Maracaná (I)

    Sr. Director:

    Reflexiones tranquilas sobre Ghiggia y Maracaná. Lo que más admiro de Alcides Edgardo Ghiggia no es el gol sino su decencia.

    Entrevistado recientemente, dijo, sin falsa modestia, la verdad. El gol del triunfo, como el gol del empate de Schiaffino, lo gestó Julio Pérez con cuatro pases —hoy se dice asistencias— perfectos; Julio Pérez, tan autor de los goles como Schiaffino y Ghiggia. Así lo contó Ghiggia: hicieron lo que ahora se llama una pared. Pérez a Ghiggia, Ghiggia amaga avanzar y atrae la marcador, devuelve a Pérez y empieza a correr, ya por las espaldas del marcador, hacia el pase cortado de Pérez.

    Los dos goles comenzaron con la misma jugada. En la primera, Ghiggia centreó y Schiaffino, le pegó mal (¿mal?) a la pelota, según propia declaración, pero fue gol.

    El segundo debía ser lo mismo y quien debió patear fue Míguez. Ghiggia vio a Míguez y su actitud le dijo al golero brasileño que venía el centro para Míguez; el golero se corrió algo al centro del arco. Ghiggia vio el claro y sin pensarlo dos veces, prefirió, esta vez, tirar y pateó. Tal vez debió pasarla a Míguez, que era un gol más seguro, un gol “hecho”: se arriesgó —siempre hay que arriesgar—, se tuvo fe, tuvo razón en tenerse fe; Uruguay ganó y dependió del azar la fama y la apoteosis de Ghiggia. Todos la merecían, si es que algún humano merece una apoteosis; de Máspoli a Morán o Vidal.

    Algo parecido sucedió con el más célebre de los goles de Maradona, cuando elude a tres defensas ingleses para convertir. El mismo Maradona, con honestidad análoga a la de Ghiggia, dijo que ese gol debía convertirlo Valdano. Maradona avanza, levanta la cabeza y no ve a Valdano, el gesto desconcierta al defensa que sale a marcarlo; Maradona no tiene más remedio que seguir con la pelota; vuelve a pasar lo mismo con el próximo defensa; Valdano sigue sin aparecer. Fue el amague perfecto, porque no fue deliberado, el marcador se confunde con la verdad y Maradona sigue la ruta del gol.

    El endiosamiento de los jugadores de fútbol es un absurdo que los jugadores no entienden. Nadie sensato puede decir que el fútbol sea una religión o que el muy respetable compatriota Alcides Edgardo Gihiggia nos haya hecho sentir el orgullo (¿?) de ser uruguayos. Hipérbole de intelectual.

    Nos contó Domingo Bordoli que, hace muchos años, conversaba con su hermano Héctor Bordoli, profesor de filosofía y ex jugador de Sud América, con un jugador profesional de fútbol, inteligente y educado, pero iletrado, amigo de Héctor Bordoli, y con un célebre escritor uruguayo, hoy fallecido. El escritor dijo, en cierto momento, como gracia, con ese alarde de intelectual falsamente plebeyo de reverenciar al fútbol, que “Víctor Hugo era el Lorenzo Fernández de la poesía francesa”. ¡Y el futbolista profesional se ofendió porque creyó que le tomaban el pelo! ¡Nunca se le hubiera ocurrido comparar a un poeta con un futbolista! Al intelectual y escritor sí se le había ocurrido.

    Como nota al pie, pero como tema conexo, es un error creer que “de diez finales que se jugaran el 16 de julio de 1950 ganábamos una sola”. Ese error es, en general, deliberado y sirve para atizar el fuego del ridículo “orgullo de ser uruguayo”: sí, che, somos tan grandes que ganamos jugando mal, porque tenemos garra, etc., etc. Es discutible, pero creo que la final de Maracaná la ganó el mejor cuadro (Uruguay), un cuadro que en la mitad de las finales jugó bastante mal, contra un cuadro inferior (Brasil) que entró en las finales jugando demasiado bien. El 6 de mayo de 1950, poco más de dos meses antes de Maracaná, se habían enfrentado Uruguay y Brasil por la Copa Rio Branco en Pacaembú, Sao Paulo, y ganó Uruguay 4-3 con goles de Míguez (2), Julio Pérez y Schiaffino. Miren bien el muy buen filme de Sebastián Bednarik y se convencerán.

    Jorge Arias

    CI 461.327-7