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Desde alguna parte llena de luz, Héctor Luciano Stamponi —Chupita, para todos y para siempre— habrá sonreído feliz al escuchar a su nieta Ana Sofía, invitada por Lito Nebbia a La Porteña Tango Trío, de las tantas flores renovadoras que el tango está dando, cantar sus temas queridos durante un homenaje a su memoria: esa nieta a la que la muerte le impidió disfrutar cuando recién le estaba enseñando a poner las manos en el piano y tirar unas escalas.
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Ana Sofía, muerto su abuelo, se volcó al folclore, pero Nebbia la persuadió de lanzarse al tango, como un imperativo familiar: entonces su voz sonó clara y afinada haciendo Un momento, Pedacito de cielo, Azabache, Flor de lino y El último café.
Héctor Chupita Stamponi —Campana, Nochebuena de 1916-Buenos Aires, 3 de diciembre de 1997— fue un espléndido orquestador, un pianista que rozó lo sublime y un extraordinario compositor de temas propios y en colaboración con los más grandes de la época de 1940. Una producción voluminosa y variada: a su primer tema, Inquietud, en conjunto con sus amigos Enrique Francini y Oscar Rubens, siguieron los instrumentales Festejador (1951), Romance y tango (1952) y Yunquitango (1956), al tiempo que iba dando a conocer, al lado de los músicos más importantes de ese tiempo, Junto a tu corazón, Qué me van a hablar de amor, Triste comedia, Perdóname, Alguien, Quedémonos aquí, Yo quería ser feliz, Canción de Ave María, Ventanal, Llamaradapasional —gran impacto de Tita Merello—, Bajo un cielo de estrellas, Flor de Lino, Delantal, Un momento, Caricias perdidas y el mítico El último café.
Hay otros dos disfrutables apuntes de Chupita compositor, que pocos conocen. En 1943 viajó a Centroamérica como pianista de la orquesta de Antonio Rodio: en México creó dos tangos con Ernesto Cortázar para la actriz Amanda Ledesma, Somos dos y Cruz; y varios años después, en 1960, convenció al famoso folclorista Alfredo Ábalos de ponerles música a las letras de cuatro tangos que este había elaborado como un simple divertimento: En pleno Nueva York, Al Buenos Aires de las tres de la mañana, Para cantor y orquesta y Para recordar.
Stamponi admiraba a Juan Carlos Cobián; puede decirse que perteneció a su escuela pianística. Y si fue modesto en sus aspiraciones, nadie puede retacearle elogios a su afán de perfeccionamiento. Inició adolescente sus estudios con el maestro Juan Elhert y, ya todo un profesional, los complementó nada menos que con Alberto Ginastera.
Gordito, calvo, simpático, alejado por completo de las fosforescencias de la farándula, Chupita, que terminó tocando el piano en clubes y restaurantes para sobrevivir, hizo gran parte de la historia del tango de mediados del siglo XX. Tocó con los mejores: Scorticati, Rodio, Francini, Pontier, Caló; formó la Orquesta Típica Víctor, Los Violines de Oro y un gran conjunto para respaldar a Edmundo Rivero en un disco que es considerado joya de colección: Rivero canta Discépolo; en Montevideo se presentó en 1962 junto a Horacio Ferrer —experiencia que repitió exitosamente en España—; en 1963 musicalizó la película Carlos Gardel, historia de un ídolo y la obra teatral de Cátulo Castillo Cielo de barrilete. Y fue el creador inicial y director artístico —en sociedad con el recordado, también entre nosotros, futbolista argentino Reynaldo Martino— de una leyenda de la noche porteña: Caño 14.
Un músico excepcional. Una persona noble, inolvidable, aunque quizás lo haya dañado, quitándole una notoriedad harto merecida, esa austeridad que le venía de familia y que, como ya se dijo, lo alejó de las reuniones de los buscadores de fotos, reportajes, elogios, caricias.
Solo se recuerdan dos anécdotas que lo situaron en primera escena, en actitudes que, con seguridad hubiese preferido no vivir.
El enojo de un mal momento inesperado.
Una noche un amigo un poco pesado insistió en que le tomara una prueba a un violinista conocido. Accedió de mala gana: el aficionado no pegaba una, era un desastre, pero el amigo insistía:
—¿Viste que bien anda…? ¡Y no sabés cómo estudia.
Chupita pegó un golpe al piano y estalló:
—¡¿Pero qué estudia, farmacia?!
La congoja por una trágica jugarreta del destino.
Su entrañable amigo Enrique Francini murió en el escenario, tocando con él, de un infarto. Se desplomó junto al piano, abrazado a su violín. Stamponi intentó ayudarlo y apenas pudo escuchar sus últimas palabras: