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Estoy en contra de la utopía y no me apena decirlo, pocos términos me dan más alergia. ¿Saben qué es la utopía? Nada. La utopía no quiere decir nada, un lugar, un estado, un punto en la melaza del Tiempo en el que podemos ser felices y vivir en armonía. ¿Y eso qué es, a la luz de la realidad? Absolutamente nada. Lo mismo que el eslogan de Pedro para juntar firmas “Para vivir en paz”. ¿Van a hacer un decreto para que vivamos en paz? ¿Van a prohibir las cenas familiares durante las fiestas navideñas y fin de año, por ejemplo? Es imposible vivir en Paz con esas cenas en las que es todo tensión y miradas reprobatorias y gestos hostiles.
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La utopía funciona como justificación de cualquier cosa. “¿Qué hacés robándole el cable al vecino?”… “Estoy construyendo la utopía, mi primer paso es pinchar el cable para tener muchos canales en la tele y disfrutarlos desde mi sillón, y después voy a ver cómo la sigo construyendo”. Es lo más parecido a una droga la utopía, pero ni siquiera genera la culpa en el alienado; por el contrario, funciona como justificación edulcorada de nuestras frustraciones como humanidad. Para peor, realimenta esa frustración: es un lugar al que no se puede acceder por su perfección, pero desde su propia condición proyecta la sensación de que sí podemos ir hacia ahí, y que —acá viene otro costado perverso de la utopía— si no se ha logrado hasta ahora es porque hay un enemigo más o menos invisible que impide el acceso.
Yendo a lo estricto, a grandes trazos lo que plantea es: “ay, si todos fuéramos buenos y el mundo fuera justo y se pudiera lograr un sistema más amable e integrador para el ser humano y no nos hiciéramos daño entre nosotros todo el tiempo…”. Está bien para una muchacha de 12 años, pero no para una sociedad adulta. ¿Qué es la utopía, al final? El Cielo de los trasnochados, el remanso confortable y seguro de los poetas populares, el paraíso de los ateos, la estafa para incautos que no creen en Dios, una fantasía tramposa que deja a las de Walt Disney como inocuas; un sueño con berretines de realidad, ínfulas críticas y veleidades artísticas, que habla de lo imposible como si fuera —sin molestarse en explicar por qué— posible.
Un redondo embuste, señores, una mentira grande como una casa es la utopía. Como un Telecompraas pero algo más refinado y poético, no mucho menos tampoco. Sabemos que es imposible tener esos músculos por más que nos compremos la pesa vibratoria obscena que parece el aparato reproductor masculino de un hipopótamo, y nos hace ver como si estuviéramos estimulando al paquidermo mientras tonificamos nuestros bíceps. Es imposible conseguir ese cuerpo, sí, pero ahí los brujos de la mentira logran hacer sobrevolar la ilusión de que es posible. Sin ser posible del todo es un poco posible, nos parece en algún lugar de nuestro cerebro, o queremos que nos parezca.
Qué mal que le hizo Serrat también a las cabecitas de la gente. Yo he consumido y, muy cada tanto, consumo Serrat; y hasta lo disfruto, se podría decir, pero no le creo. Ahí está la clave para que los daños colaterales no sean de gravedad: no se le puede creer a los poetas, individuos que escriben esas cosas encerrados en su cuarto o mientras se maman en un bar con el del mostrador regalándole los tragos por ser un poeta conocido. Nada más alejado de la realidad humana, animal, vegetal y mineral. El Universo brilla por su violencia, agresividad, por sus permanentes colisiones devastadoras; y esta gente lo quiere mostrar como si fuera precioso y la armonía fuera sólo una cuestión de voluntad humana.