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La Navidad y el fin de año, si bien son odiosos como acontecimientos en sí, generadores de eventos familiares intolerables, histeria colectiva, melancolía alcohólica grupal, gente que anda con un gorro de papá Noel peludo como una gracia a 40º C, etc., tienen una ventaja: otorgan una puerta de salida por el sendero de la naturalidad con su sola mención, en el momento justo y bien acentuada. La expresión “feliz Navidad” —así como “feliz año”— es la mejor forma de terminar un encuentro casual.
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Situación: uno se cruza con alguien, y empieza a hablar como cuando se encuentra con alguien, es decir: con una mezcla de forzado entusiasmo, incomodidad, y planificación del futuro inmediato (hasta dónde voy a llevar esta conversación, le pregunto por la mujer o se habrá separado, le pregunto por los padres o se habrán muerto, ¿si le doy un empujoncito hacia la calle cuando pase el ómnibus y me voy silbando, alguien se dará cuenta?, etc.). ¿Qué es lo más difícil de esa situación? Terminar la charla, ¿dónde termina el diálogo casual y empieza la descortesía del final abrupto? Es una línea muy fina, uno nunca sabe muy bien cuánto es el tiempo prudencial de una charla amable, y en caso de que estime un tiempo, tampoco es sencillo aplicar el corte. Cuesta identificar la pausa, muchas veces hay un silencio y uno piensa: no, que no evidencie que estaba esperando este momento con desesperación, mejor ataco en la próxima; otras veces piensa: ni bien pare para respirar le encajo el frío adiós, pero queda feo decir chau rápido y escabullirse, o resulta que el interlocutor abre una línea temática del estilo “¿y tu hijo como está del problema de los bronquios?”, uno ya no puede decir “bien, nos vemos, saludos a los tuyos”, eso amerita dos o tres oraciones mínimo, e incluso devolverle la gentileza (¿tu hijo sigue teniendo esos tics aterradores o se le pasaron?).
El asunto se vuelve una pesadilla, un infierno terrenal como cualquier cruce con otro ejemplar del género humano, y mismo del género perro también. Pero en estas fechas hay una llave que cierra la canilla del diálogo de forma amable y natural: todo lo que tiene que hacer es decir “feliz Navidad” o “feliz año”, y partir. La charla habrá culminado ni bien pronuncie las palabras mágicas. Son los zapatitos rojos del Mago de Oz, los golpea tres veces y está de vuelta en casa. Feliz año y feliz Navidad son un lubricante natural para el áspero mundo de la sociabilización.
Uno se encuentra con ese alguien, y así esté hablando de la muerte de Mandela, se le dice “feliz Navidad” y la conversación llega a su final de una manera lógica. Parece lo más normal del mundo, nadie puede decirle a uno que no actuó adecuadamente. Son 20 días con una contraseña de escape que después vence y no sirve más en todo el año, como cuando abren un fin de semana la canalera del cable. Lamentablemente, salvo en diciembre, no existe una convención de ese tipo que le ponga fin a la agonía sofocante, por eso la gente es más feliz durante estas épocas, se ahorra el sufrimiento de esos segundos eternos. El hombre —según estudios— gasta a lo largo de su vida DOS años en esperar el momento para cortar las conversaciones con conocidos. Impresionante, ¿no? es un flagelo que afecta a la humanidad. Por eso también se puede comer más pesado por estas épocas, porque hay mucho menos nervio estomacal, mucho menos tensión y sufrimiento en nuestras vidas.