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En la previa del día de la madre, me gustaría hablar de las madres incondicionales con sus hijos, que en las peores circunstancias los defienden a capa y espada, de esas madres capaces de hacer cualquier cosa por su criatura sin pensarlo dos veces. Puntualmente, me gustaría hablar de las madres que van y agarran a piñas a la maestra. Pero como no tengo ni la más mínima idea de por qué alguien tendría una conducta con esos niveles de trastorno y violencia —a lo mejor porque no soy madre—, ni de qué se puede hacer para evitar tamaña anomalía en el comportamiento social (más allá de ponerles tobilleras a esas madres y que nunca más puedan acercarse a una maestra), voy a hablar de lo que genera a continuación: el paro como medida inmediata. Así le llaman: “medida inmediata”. Pero no es inmediata, es peor: automática. Y su denominación delata la ausencia de discernimiento que tiene la medida, para que se entienda: una muñeca de esas modernas con 5 o 6 funciones —comen, lloran si no les da de comer, se mean, se ponen contentas o tristes según las sacudan bien o mal— que les venden a los guachos chicos, ahora está sobrecalificada para tomar la decisión, a la que estrictamente no se le puede llamar ni decisión, porque la decisión involucra pensar si ese es el mejor camino a seguir o el más conveniente o el único posible o el que se nos sale de nuestro esfínter o si preferimos cambiar por la puerta número 2 o esperamos al pasadizo secreto, y toda esa gama de razonamientos para tomar decisiones que aprendimos con Cacho de la Cruz; pero acá de pensar, nada.
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En los últimos 3 o 4 años se ha transformado en un clásico: ataca la madre plancha, seguido de otro clásico: paro automático de maestros. Pregunto: ¿hay algún argumento para el paro automático o sigue sin haber, pero igual dimos por sentado que sí lo hay dado que a esta altura no nos acordamos si hay o no hay un argumento, pero no queremos volver a preguntar si existe un argumento válido, porque nadie quiere preguntar lo mismo muchas veces y preferimos hacer como cuando uno le pregunta algo a su pareja, pero no escuchó la respuesta porque se distrajo y hace como que sí? ¿No nos animamos a preguntarle si hay argumentos porque es políticamente incorrecto hacerlo debido a que “pobre, encima que le pegó una madre plancha a una de ellas, no vamos a andar importunando con esta postura tan insensible de querer razonar al respecto de una medida que no tiene mucho sentido”? ¿O ya nos da una pereza horrible preguntarle si hay argumentos porque ya sabemos que no hay ninguno, pero qué pereza discutir esto de vuelta, mejor lo dejamos así?
Si es la última opción, me parece bien, notable. Hay que dejar que nuestra desidia haga el trabajo correspondiente y nos naturalice esta estupidez de hacer paro cuando una madre plancha le pega una ñapi a una maestra, y todos contentos, sin cuestionar ni cuestionarnos nada, que es como nos gusta. Pero no esperemos que esto traiga ningún resultado de los que se enuncian tan dulcemente, como la concientización, sensibilización, visibilización y todas esas cosas tan lindas que nos dicen cotidianamente los bienpensantes que tratan de civilizarnos a mamporrazos o escrachándonos en las redes morales; lamento decirlo —mentira, no lo lamento, me encanta, al punto de que estoy saboreando la cantidad de palabras difíciles que les voy a escupir a continuación— pero la repetición automatizada como un reflejo suele generar el efecto opuesto al deseado: naturaliza. Acostumbra. Funde una acción con la otra, suma otro estímulo violento, y entrevera todo. Además, en este caso la reacción corporativa distorsiona y perjudica a más gente, transforma un problema acotado en uno universal, y es tan irracional (he ahí el acierto desde el punto de vista poético, hay una rima de irracionalidad en los dos actos), gratuita, laica y obligatoria como la acción original, la que disparó la reacción. El resultado es que en lugar de generar empatía y repudio de la población ante la agresión, el gremio de maestros se las ingenia para transformarlo en calentura en uno de cada dos uruguayos.
Nadie está contento con que la moda de pegarle a la maestra haya prendido más rápido que la de las selfis, no necesito aclararlo (pero igual lo aclaro, así de periodista deportivo me levanté hoy), pero convengamos que la Justicia ya está al tanto y ha procesado a cada una de las agresoras, alguna hasta con prisión, mucho más no se puede pedir. O sí: para mí, si el castigo son “medidas sustitutivas”, deberían poner a la madre procesada como maestra en una clase con los peores 30 o 40 planchas escolares de toda la educación primaria y que se maneje durante un trimestre (con ellos y con las respectivas madres). Es más: mi ONG “Alejen a las Madres del Deporte” (no saben lo mal que les hacen a los guachos las madres en las tribunas, peor que los padres, con eso les digo todo), está en conversaciones serias para abrir una dependencia llamada “Alejen a las Madres de las Escuelas”. Y si nos preguntan como ONG si al niño habría que cambiarlo de escuela cuando la madre agrede a su maestra, nuestra respuesta es un rotundo “no”: a ese niño hay que cambiarlo de madre, mucho más simple y efectivo. Imaginen que si la señora es capaz de ir a surtir a una maestra porque lo llevó a la dirección, ese niño está siendo avasallado por la presencia de su madre. No debe poder ir ni al almacén sin su madre, ese pobre botija, y hablo de ir al almacén a robarlo a mano armada; se anima a usar armas y disparar, pero solo con su mamá. Va a terminar siendo un psicópata.
Aun así, el paro automático sigue siendo imposible de entender. En Uruguay confundimos permanentemente solidaridad con corporativismo. Es como que no nos explicaron bien la diferencia de chicos y nos pensamos que es lo mismo.