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Capacidad de observación. A veces es nada más y nada menos que ese pequeño gran detalle el que define una película como mediocre o muy buena. Todas las películas de Alexander Payne tienen un valor agregado, precisamente debido al poder de observación de este guionista y director nacido en Omaha, Nebraska, hace 56 años.
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Citizen Ruth (1996) iba mucho más allá que el planteo removedor de una muchacha embarazada entre dos líneas de fuego (tener al niño o abortar), con una descollante actuación de Laura Dern. Tres años después, Payne filmaría Election, donde otro personaje femenino (Reese Whitherspoon), una estudiante que a toda costa quiere ser delegada, se enfrenta con un profesor cuya vida va en picada y es Matthew Broderick, la mitad de la película luciendo un ojo morado por la picadura de una avispa.
Si no estuviese Jack Nicholson, Las confesiones del señor Smith (About Smith, 2002) hubiese sido una road movie poco conocida sobre un señor solitario que se compra un autocaravana para ir al casamiento de su hija en Denver. Pero tiene a Nicholson en una de sus mejores interpretaciones como veterano, además de a Kathy Bates, y juntos hacen una memorable escena en un sauna. El personaje de Nicholson también refiere a la vida industrial en Omaha, Nebraska, el hogar del cineasta.
El gran salto de Payne se dio gracias a Entre copas (Sideways, 2004), hasta el momento la gran película sobre el mundo del vino, la gran película de Paul Giamatti —y tal vez la mejor de Virginia Madsen y Thomas Haden Church— y por si fuera poco una sensible radiografía de las relaciones amorosas silenciadas y del frustrante universo que muchas veces padecen aquellos que quieren ser escritores. ¿Te rechazaron otra vez la novela? Podés festejar bebiendo de la palangana con los escupitajos de vino de los turistas que van a catar a la bodega. Gran momento del cine.
Payne no solo es un cineasta con cosas distintas para decir en el cada vez más previsible mundo de superhéroes de acción hollywoodense. También puede trabajar con estrellas y hacer que el público las olvide por el personaje, en dramas asordinados como el padre de familia desesperado que interpreta George Clooney en Los descendientes (2011, Oscar al mejor guion adaptado), en una inusual Hawaii que nada tiene que ver con el surf ni con Pearl Harbor.
Nebraska (2013), en riguroso blanco y negro, era otra radiografía sobre adultos balbucientes, con papeles notables de Bruce Dern —una especie de Travis en Paris-Texas, tras el delirante reclamo de un premio de un millón de dólares— y Stacy Keach como un sorete recalcitrante de bar.
En definitiva, Payne es un imprescindible del cine, pero su nueva película, Pequeña gran vida, es la más floja de su filmografía.
Antes que nada, es su proyecto más ambicioso, que puede colocarse en la categoría de ciencia ficción o en la más amplia de fábula con mensaje. Y el problema de las fábulas no es la fabulación sino el mensaje, que desea primar por encima de todo, bien claro y contundente. Ambición y mensaje, mala cosa.
En un mundo cada vez más deteriorado por la especie humana, la más débil de las especies y paradójicamente la que domina a todas las otras y controla —y destroza— los recursos naturales, los científicos noruegos han descubierto una solución: empequeñecerse. Si los humanos nos reducimos a los diez centímetros, gastamos mucho menos y sobre todo dejamos muchísima menos basura en el mundo.
Es lo que deciden Paul y Audrey Safranek (Matt Damon y Kristen Wiig) para resolver sus acuciantes problemas económicos: convertirse en una pareja menguante e ir a vivir a la comunidad modélica de liliputienses, que es una especie de mundo a lo Truman Show, protegido por una esfera, con cero contaminación y cero maldad, donde los niños juegan sobre un pasto verde que parece recién pintado, los perros corren armoniosamente tras el disco de plástico y los padres contemplan el espectáculo desde el umbral de sus casas con una sonrisa perfecta.
Y aquí tenemos alguna sorpresa y un cruce de caminos. La historia —coescrita junto a Jim Taylor, la misma dupla de Entre copas, que se llevó un Globo de Oro y un Oscar al mejor guion adaptado— podría haber ido por el lado del humor y la ironía hacia lo que ocurre con la nueva humanidad (¿es humanidad al ser más pequeña? ¿Mantiene también sus características negativas: envidia, usura, poder indiscriminado?), pero prefirieron la opción más seria, ecológica e idealizada de rescatar el bien y el amor. Contribuye a esta decisión la activista vietnamita que encarna la tailandesa Hong Chau, que tiene dos problemas: uno de guion —el personaje es el deber ser cuadrado, sin matices, en definitiva el corazón del argumento— y otro de interpretación, que es la voz chillona e insoportable de la actriz.
Hay, no obstante, buenos pasajes, como la fiesta desbundada a la que acude el personaje paloma de Damon —siempre bien— y que en el pico de su intoxicación con éxtasis, deambular de zombie y la carita en el cielo, anuncia como gran relajo:
—Me quiero sacar los zapatos.
Pequeña gran vida (Downsizing). EE.UU., 2017. Dirección: Alexander Payne. Guion: A. Payne y Jim Taylor. Con Matt Damon, Christoph Waltz, Hong Chau, Kristen Wiig, Udo Kier, Jason Sudeikis. Duración: 135 minutos.