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Frío, nieve, noches que nunca llegan a serlo de manera completa. Un aire de leve depresión cubriéndolo todo y el descubrimiento de un cadáver femenino, apenas tapado por unos terrones de tierra congelada. El paisaje de fondo es Helsinki y el gris de sus calles va insinuando el mapa de la búsqueda del responsable de esa muerte. Así comienza Deadwind (Karppi en su versión original), nueva serie finlandesa que se puede ver en Netflix.
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Enmarcada en la creciente ola de buenas series policiales que llegan del norte de Europa, Deadwind es una de las más fieles representantes del género noir, con su pareja despareja de policías, su preferencia por los paisajes urbanos vulgares y un clima opresivo que se ve amplificado por la paleta de colores de su fotografía: el azul metálico de la trama urbana, el blanco sucio de la nieve pisoteada, el marrón lechoso de los cielos nocturnos con su invisible sol de medianoche.
Deadwind arranca con el regreso a la acción policial de Sophia Karppi, una investigadora que enviudó hace poco y a quien la circunstancia obliga a trabajar y al mismo tiempo hacerse cargo de sus dos hijos. Para completar el cuadro, el primer caso que debe atender en su regreso involucra a otro atormentado viudo y un complicado compañero de tareas que acaba de ser transferido del área de delitos financieros, tras tener problemas de adicción a la cocaína. En la trama se cruza el dolor por las pérdidas personales, la distancia entre los poderosos y la gente de a pie, el espionaje industrial, la especulación inmobiliaria y el ecologismo. De todo como en botica, pero siempre en clave norteña: con una suerte de distancia triste permeando lo que ocurre en la pantalla.
Y es que si algo viene caracterizando a la ficción policial que llega del Norte, es su escaso apego por las perspectivas moralizantes del crimen. Deadwind se mueve en ese mismo sentido: nada de lo que ocurre en la pantalla tiene el menor tufo didáctico dirigido hacia el espectador. Este, adulto como se supone que es, debe ser quien por sí mismo debe posicionarse (o no) sobre aquello que muestra la serie. No hay discursos de redención, no hay arrepentimientos profundos, no hay ninguna de las fantásticas transformaciones de personalidad a las que son tan afectas las series estadounidenses (con excepciones clásicas como Law and Order). En la serie finlandesa los personajes que arrancan mostrando cierto perfil, suelen mantenerlo a lo largo de los avatares de la historia. En ese sentido, Deadwind resulta mucho más realista que sus pares del otro lado del Atlántico.
Como ocurría en El puente (Bron/Broen), la excelente serie sueco-danesa, Deadwind privilegia los espacios urbanos poco amables: callejones, depósitos abandonados, casas elegantes pero con aspecto de sala de velorios, edificios de vidrio carentes por completo de personalidad, esquinas húmedas y desapacibles. Y frío. Y nieve embarrada. Y hielo en placas sobre la bahía gélida. No existe la menor mirada turística sobre Helsinki ni sobre sus habitantes. Es más, cuando aparece un sauna, algo típicamente finlandés, su presencia es estrictamente funcional a la historia y hasta inquietante.
Si algo caracteriza a Deadwind es lo que podríamos llamar “tensión de baja intensidad”. Sin recurrir a golpes de efecto, sin grandes giros de guion, sin necesidad de hacer chocar coches y con el mínimo de explosiones aceptables en una serie policial, logra mantener un clima opresivo a lo largo de toda la temporada. Nunca los motivos de los personajes son expuestos al 100%, por lo que no es fácil para el espectador colocarlos en una trama arquetípica: todos tienen más razones para hacer lo que hacen que aquellas que se muestran en pantalla. Y eso, que en manos menos hábiles podría llevar a la confusión o al aburrimiento, es manejado por el director Rike Jokela y los coautores Jari Olavi Rantala y Kirsi Porkka en dosis precisas. El trío logra mantener el enigma, el necesario ¿who dunnit? de manera asentada y dinámica a lo largo de los doce capítulos de la primera temporada.
Es interesante también que el caso a resolver toca diversas puntas, algunas familiares y otras sociales. De inmediato es claro que la detective Karppi, afectada por su reciente pérdida, empatiza con el viudo que debería investigar, pasando por alto detalles que alguien más frío no desdeñaría. Y que esa actitud, humana pero poco profesional, provoca roces con su nuevo compañero. Y allí, donde algunas series se limitarían a mostrar la personalidad de sus protagonistas exclusivamente a través de su trabajo, Deadwind nuestra muchas cosas de ellos a través de su vida familiar y privada. Vida que, como en la realidad, dista mucho de ser simple o coherente.
Las actuaciones de Pihla Viitala (Sophia Karppi), Lauri Tilkanen (Sakari Nurmi) y Jani Volanen (Usko Bergdahl) son sobresalientes, sobrias e intensas a la vez. Viitala compone una detective áspera y humana al mismo tiempo, una adicta al trabajo que no encuentra la manera de lidiar con su cada vez más delicada vida personal. Tilkanen construye un policía sombrío, acosado por las dudas sobre su pareja y su vida previa, mientras que Volanen es excelente dando vida a Usko, un viudo torturado y siempre al borde del estallido que, este sí aunque a duras penas, logra manejar a sus dos hijas pequeñas (que, todo sea dicho, son bastante insoportables).
Lo sombrío es quizá la característica más evidente de Deadwind, en donde no aparece casi nadie que pueda considerarse positivo u optimista: el que no oculta algo es porque lucha con su pasado y el que no lucha con su pasado, a duras penas puede encarar el presente. El frío que impera en todos los exteriores (la serie prefiere casi siempre los espacios abiertos) parece colarse de una forma u otra en la peripecia de los personajes y desde ahí, al centro de sus complejos corazones. Serie noir con todas las letras, de las que dejan el hielo merodeando el pecho.