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Terrible concierto. Ya empezó bien con el trío de José Reinoso, que se largó a toda máquina a desgranar “Gallo ciego” y dejó las cosas servidas y encaminadas (“un pequeño canapé antes del banquete”, dijo el pianista) para el turno del señor, del caballero, del tremendo artista que es Ron Carter. Por supuesto, el espigado contrabajista fue recibido el lunes 30 en el Auditorio del Sodre con una ovación. A sus 76 años se hizo presente con la ayuda de un bastón y tocó una hora y media recostado en un banco de boliche. Pero insisto. Carter con bastón o recostado tiene eso que solo tienen los grandes: autoridad. Hay que verlo deslizar sus dedos tarantulescos por el brazo del contrabajo y sacar las notas más bellas y ajustadas.
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Su trío, con Russell Malone en guitarra y Donald Vega en piano (que vino a sustituir nada menos y nada más que a Mulgrew Miller, recientemente fallecido), tuvo el balance necesario que debe tener esta pequeña formación, que nunca, bajo ningún concepto, sintió la ausencia de una batería o extrañó la compañía de un viento. Cada vez que uno de los músicos se extendía en un solo (que fueron generosos), un universo se abría ante el auditorio. Swing puro, desgranado en una modalidad morosa y extremadamente relajante, con pinceladas y matices de buen gusto. ¿Algo más se le puede pedir a la buena música?
Había espacios vacíos en los altos de la sala y no debió haber ninguno. Como dijo un amigo al terminar el concierto, es muy difícil que Carter vuelva a tocar en nuestro país. Fue la despedida. Seguramente, las limitaciones espacio-temporales impedirán un retorno. Ojalá me equivoque. Es como haber visto a Paul Chambers o a Scott LaFaro o a Charles Mingus (que estuvo en el Solís en 1977), un acontecimiento histórico. Carter se retiró ovacionado, no podía ser de otra manera. Y el que no lo vio, se jodió.