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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEscribo atónito por lo que acabé de ver. Espantado. Preferiría no creerlo. Pero de no hacerlo las consecuencias serían dramáticas. Preferí salir del estupor y mandar esta carta. Uruguay es el país en el que, un día antes de las elecciones, los militantes de los dos partidos más grandes ponen el himno nacional, se abrazan y lo cantan. Una linda y meliflua democracia. Pero no todo es para siempre. Hoy, nos estamos acostumbrando a ver turbas que pretenden hacer uso de los gritos como instrumento de “diálogo”. Como si el intercambio de ideas y patoterismo fuesen compatibles. Lo ocurrido en el Cerro fue más allá. Sobrepasó todo límite. En especial si recordamos los grafitis en la casa de Robert Silva hace ya unas semanas. Creo que lo peor de todo han sido las artreras defensas de la ruptura del auto que leí en redes sociales. Estoy seguro de que muchas personas están escribiendo ahora mismo sobre los hechos. Su gravedad lo amerita. Preocupante sería que no lo hiciésemos. Normalizarlo, incluso peor.
Contrastable. Al mismo tiempo que vivenciamos uno de los actos de violencia politica más cobardes que ha habido en Uruguay en mucho tiempo, alguien le apuntaba con un arma a Cristina Kirchner del otro lado de la orilla del Río de la Plata. Claro, Argentina tiene un historial de decadencia de la democracia destacada a escala internacional. La convivencia se erosionó hace ya mucho tiempo, y la amistad cívica es un lejano recuerdo. Uruguay está lejos de eso. O al menos lo estaba. Pero no nos equivoquemos. No podemos permitir que se banalice nuestra violencia comparándonos con un país donde no existe el diálogo. Tampoco caer en la perniciosa adversativa del “nosotros contra los autos, ustedes con las balas”, que estoy seguro de que algún justificalo todo hará. Lo que tenemos que aprender de nuestro país vecino es que la convivencia pacífica se pierde, y de a poco. Lento se nos escapa de nuestras manos como la arena. Un día queremos acordar y pasamos de romperle el vidrio a un dirigente político a apuntar con pistolas a la vicepresidenta. O navajear a candidatos en campaña como a Bolsonaro. La democracia es un sistema frágil. No basta con no ser un totalitario. Para protegerla y defenderla debemos militarla activamente.
Para el momento que escribo esto, no he visto ningún tipo de comunicado del gremio que organizó y dirigió la turba. Tampoco nada del PIT-CNT ni del Frente Amplio. A lo mejor lo harán mañana. Pero ya será tarde. El régimen de violencia ya lo pusieron en vigencia hoy. Y lo vienen empollando hace aún más tiempo. Rompieron su silencio atronador y sí repudiaron lo sucedido a Cristina Kirchner desde su cuenta de Twitter. Grandísima vocación internacional. Inexistente la nacional. La falta de interés hacia los hechos gravísimos ocurridos en el Cerro también fue expuesta por los agitadores. Desde la Fenapes prefirieron repudiar a los que los repudian y responsabilizan por la violencia que ellos mismos causaron. La misma sórdida disuasión que pretendieron que cale cuando sus mismos vasallos le gritaban al presidente, máxima autoridad del Estado: “¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!”. En aquel momento (la semana pasada) también se desentendieron de los hechos. “No sabemos quiénes son”, espetaron. Ni Uruguay es tan grande ni hay tantos profesores radicalizados. Como las libélulas con la lluvia, los violentos vienen con la política bélica de la Fenapes. Su declinación democrática también la vemos en sus desoladoras reacciones.
No caigamos en la complacencia de pensar que es un hecho aislado, de un sector puntual, radical y violento. Ya el mero hecho de que exista debe encender nuestras alarmas. Pero, como si eso fuese poco, la falta de ecuanimidad en la respuesta por parte de la izquierda en general ya es desgarrador. “¿Qué esperar de una oposición tan reaccionaria y beligerante?”, pensarán algunos. Y tal vez no se equivoquen. Los síntomas de su enaltecimiento al conflicto ya son muy notorios: los constantes e ilógicos llamados a sala a los ministros, la resistencia a todo cambio propuesto por la mayoría, la negación de la legitimidad de la LUC propuesta en campaña, el constante cuestionamiento a nuestro indiscutible triunfo electoral, las peticiones de censura a la senadora Bianchi, la amenaza del fin del diálogo político por Charles Carrera y el resurgir de la legítima causa de los desaparecidos, pero endosándonos responsabilidades inexplicables. Su reactividad no es nueva. Ya comenzó cuando nos atrevimos a ganar unas elecciones y luego a gobernar en una pandemia. Algunos fijan su devenir antidemocrático en aquel momento, cuando llamaron a un caceroleo en la hora de aplauso a los médicos y enfermeros. Yo voy un poco antes. Recuerdo a Topolansky, cuando todavía era vicepresidenta y se veía venir la derrota del 2019, que ilustró su decadente ilusión cuando aseguró que habría “una enorme movilización social si gana la oposición”. Al parecer la derrota a cuentagotas que pretendió regalar Martínez a sus bases bastó para hacerla olvidar de su vaticinio. O tal vez se dio cuenta de que la violencia política no estaba legitimada aún en el país. Hoy ya empieza a estarlo. Quien también quiso manifestar su coqueteo con la turba fue Michelini, que, atajándose a la posibilidad de no llegar a las firmas necesarias para convocar al referéndum, le nació decir: “Yo estaba muy preocupado de que mañana se juntaran 5.000, 6.000, 10.000 muchachos y muchachas, angustiados por la situación, y acá se armara un lío tremendo como en otros países latinoamericanos”. Luego hizo referencia a un caso concreto, el de la plaza Liber Seregni. Donde acusaron inquisitorialmente a la policía de represora, al gobierno de autoritario e incluso, algunas voces, ya abiertamente de dictadura. Todo lo justifican bajo el nombre de “violencia reactiva”. “Robert Silva viene al Cerro a provocarnos, nosotros le rompemos el auto”. Lo inquietante es que esto lo único que genera son los cimientos para que en un futuro puedan legitimar públicamente algaradas agresivas como el Caracazo, la Argentina del 2001, pero sin crisis o algo incluso más obsceno, un estallido social a la chilena. Nos vienen amenazando hace tiempo, y el trabajo está siendo de hormigas.
Y ya para acabar. No. No todos somos culpables de esta situación de polarización. Ni cerca estamos de serlo. Nosotros también tenemos derecho a ganar elecciones y gobernar. También tenemos el derecho a que, cuando lo hagamos, podamos cumplir nuestro programa electoral. Gobernar con nuestros criterios, respetando los derechos y dialogando con la minoría, claramente. Lo que pretende la Fenapes es otra cosa. Ellos han hecho de las amenazas y de las extorsiones su modus operandi. Y bien les ha salido hasta ahora. Su radicalidad, ya marginal en este mundo globalizado, se conjuga con una amistad que recuperaron: el Frente Amplio. Creo que ven algún tipo de alianza mefistofélica fructífera para llevar a cabo sus nuevos cometidos políticos. Dejaron de lado el “Hay que hacerlos mierda” de Mujica, y ahora hasta promueven referéndum juntos. Mientras tanto, hay cierto halo de respeto que sus dirigentes aún mantienen cuando deambulan entre los políticos. Gozan de un prestigio demasiado alto para la baja apreciación que tiene la ciudadanía de ellos. Pero yo creo que, más que respeto, hay temor. Hoy a los niños del país los educan barras bravas, y eso solo puede resultar en catastrófico. Ya podríamos empezar a decir que son el talón de Aquiles de nuestra democracia.
Tomás Bonetti
CI 5.190.888-5