Nº 2265 - 22 al 28 de Febrero de 2024
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn los últimos meses, la Argentina está entrando en una nueva fase emocional. Javier Milei fue la sorpresa de las elecciones presidenciales de 2023 más por el enojo de segmentos sociales tradicionalmente alineados con el peronismo que por sus propuestas o por su ideal de antiestatismo extremo. Una vez electo, busca consolidar la fórmula de su éxito agitando una nueva grieta fomentada desde el triunfalismo exultante a partir del resultado del balotaje de noviembre. Más recientemente, luego de la derrota del proyecto oficialista de la “ley ómnibus” en la Cámara de Diputados, encendió en el gobierno una furia señalando con enojo a los “traidores”, “extorsionadores”, “delincuentes”, “descuartizadores” y “rapiñadores” que no estuvieron de acuerdo con algunos incisos de los más de trescientos artículos que tenía finalmente el proyecto.
¿Estamos ante un verdadero cambio profundo y cualitativo de la Argentina o solo bajo los efectos de una tormenta emocional? En otras palabras, el triunfo de Milei ¿es una consecuencia o es una causa de la (eventual) derechización de una parte de la sociedad argentina? La pregunta no es trivial, porque puede ocurrir que muchos ciudadanos se identifiquen con un partido o con un candidato no por sus posiciones políticas sino, por ejemplo, porque están enojados, para recién después aceptar las opiniones de ese partido o ese candidato. Si este fuera el caso, no estaríamos ante un escenario en el que se consolida una panderecha ideológica que representa al 56% del país, sino ante un fenómeno basado en otras razones y probablemente mucho más volátil.
Siempre vale la pena recordar que la política argentina no ha estado organizada sobre la base de posicionamientos ideológicos (derecha e izquierda), sino de identidades (básicamente, peronistas y no peronistas) cuyas diferencias ideológicas reales en términos de preferencias por políticas públicas (por ejemplo, respecto del rol del Estado, la redistribución o la asistencia social) no han sido demasiado grandes. Por lo tanto, es probable que lo más distintivo de quienes votaron o apoyan al gobierno de Milei (o de una parte sustantiva de ellos) sea más la búsqueda de un liderazgo nuevo, de una gestión diferente de la cosa pública o de una alternativa al hartazgo que provocaron los resultados de los últimos gobiernos que un completo realineamiento con los ideales libertarios de una sociedad sin Estado, o con un Estado tan insignificante y mínimo que sorprendería a cualquier liberal del siglo XIX.
Ya en 2015 varios intelectuales se apresuraron a diagnosticar un “giro a la derecha”. Con el triunfo de Milei ese dictamen está siendo recalculado, pero quizás también ahora haya que examinar todavía con más detenimiento lo que está ocurriendo. No todo espasmo llega a ser un giro, y no todo triunfo de un candidato de derecha es necesariamente la consecuencia de una derechización previa de la sociedad. Así como el kirchnerismo no fue tanto un giro a la izquierda como un giro a unas emociones con perfume a mercadointernismo, quizás ahora hay un nuevo giro de la misma tuerca de las emociones pero con notas de libre mercado para todos y todas.
Los argentinos ya sabemos de sobra que las identidades y las emociones pueden ser más importantes que las posiciones ideológicas (de derecha o de izquierda). No olvidemos nunca que durante los años más intensos del kirchnerismo, muchos de sus dirigentes que se consideraban progresistas no disminuían en nada su lealtad política ni cuestionaban ni una coma cuando Cristina Kirchner asumía e implementaba posiciones de la derecha clásica, como el empoderamiento de militares involucrados en casos de lesa humanidad, la crítica a huelgas y cortes durante su mandato o la represión (en varias ocasiones, muy violenta) a manifestaciones de pobres, indígenas u otras minorías desfavorecidas. Y justificaban esas contradicciones con tanta emoción y entusiasmo que militantes o votantes se contagiaban y no dudaban en arruinar cumpleaños y otras reuniones familiares y sociales.
La satisfacción que se siente al votar a un candidato ganador o al apoyar una causa épica en pos de la grandeza nacional y una vida mejor es una emoción conocida que lleva a una polarización que el kirchnerismo incentivó y explotó políticamente. Lo más novedoso, entonces, es la emocionalidad que inunda a una parte importante de la dirigencia no kirchnerista. En efecto, la victoria de Milei en la segunda vuelta llevó a no pocos dirigentes libertarios y del PRO a sentir un gran entusiasmo y un creciente sentimiento de identificación con el grupo que goza del respaldo mayoritario, lo que inevitablemente lleva a la tentación de alimentar la autoestima reaccionando con ira y ofensas hacia los oponentes. El propio Milei es una víctima permanente de sus propias emociones, puede pasar del insulto colérico al papa a pedirle un abrazo con humedad en los ojos. Esa inestabilidad, que dicho sea de paso es una amenaza para el buen gobierno, está contagiando a muchos.
El PRO, por caso, nunca había sido de una derecha extrema. Aunque superficial en su visión del mundo, jamás había tenido posiciones públicas de reivindicación de la dictadura ni había condenado la justicia social. Al contrario, en su momento utilizó ampliamente al Estado para la redistribución y la asistencia. Pero este partido, que se jactaba de su sentido común desprovisto de las identidades tradicionales culpables de los eternos desencuentros de la política argentina, está decidiendo entrar (¿orgánicamente?) en un acuerdo con el gobierno de Milei, al menos para fusionar sus bancadas legislativas. ¿Se está sacando la careta ideológica o se está subiendo a la ola de las emociones? La disyuntiva en la que se encuentra trae nuevamente la pregunta de qué cosa es el PRO. ¿Es solo antikirchnerismo o hay algo más? Si es solo antikirchnerismo (más empresarial con Macri, más emocional con Bullrich), quizás crea que Milei es hoy el núcleo de la fuerza de gravedad antikirchnerista, y con eso le basta para zambullirse de lleno y sin atenuantes en ese limitado horizonte. Habiendo fracasado en la gestión, que era su mascarón de proa, el PRO se recostaría ahora en las emociones como base y disparador de apoyo político. Así, la idea de “el cambio” se repite como un mantra, es todo o es nada, y si es todo, es también colérico, rápido y furioso, sin necesidad de explicar de cara a la ciudadanía qué contenidos son aceptables ni por qué.
Las consecuencias de la pirueta político-pasional que implicaría este acuerdo no son positivas para la construcción de una democracia madura. Juntos por el Cambio era una coalición racional, moderada, centrista. Ahora, primero a partir de la sumisión de Patricia Bullrich a Milei y luego por el afán del PRO de entrar al gobierno, aquel espacio se divide al mejor estilo binario entre los “argentinos de bien que quieren un cambio” y la “casta corrupta que sostiene el statu quo”. El espacio que proponía racionalidad a la política argentina está siendo dividido en dos facciones irreconciliables. De hecho, ya se alzan algunas voces, hasta hace poco impensadas, que argumentan que los buenos fines que vendrían con “el cambio” justificarían la omisión de los procedimientos democráticos y legales.
Es un nuevo triunfo de la lógica populista que se cristaliza gracias a que el PRO, que nació y creció como la antítesis del populismo, busca la simbiosis con un gobierno que es, aunque más improvisado y desordenado, tan polarizador (y, por lo tanto, tan populista) como los gobiernos kirchneristas. ¿Dónde están las convicciones de moderación y republicanismo de Macri y Bullrich? ¿Las tuvieron alguna vez? Además de haber hundido a la coalición, que era el instrumento político, ahora fogonean la división de sus bases, del electorado republicano de centro que se oponía al kirchnerismo pero no emocionalmente ni a cualquier precio. Cuando los moderados abdican, y sus intelectuales los justifican, aumentan sin remedio la pérdida de confianza en la democracia y la erosión de sus instituciones. Si es así, entonces el populismo está ganando definitivamente la batalla argentina, independientemente del signo del gobierno de turno.
En cambio, la discusión racional, el fortalecimiento de la democracia y la posibilidad de lograr alguna política de Estado son posibles sobre la base de intereses y preferencias de políticas públicas pero no de emociones y confrontaciones viscerales. Todavía es difícil saber qué nos está pasando y mucho más, avizorar qué nos pasará. La verdadera luz al final del túnel de la democracia es que todavía quede alguna dirigencia política capaz de levantar, aunque sea un poquito, la mirada.
* Politólogo