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“No jugaba al fútbol, no tenía guita para bolitas ni figuritas ni el Submarino amarillo. No encontraba que el mundo estuviera interesado en mí”, dijo Julio Chávez a Búsqueda al anochecer del jueves 11, interrogado sobre por qué se hizo actor. Al final de una jornada de entrevistas que comenzó a las siete de la mañana, el recuerdo le enciende el rostro cansado: “Pero a los ocho años, cuando empecé a participar en las actuaciones en el colegio, una boludez que hice, el vicerrector me miró con atención. Y como siempre quise sobrevivir, dije, es por acá. Desde ese momento logré que me dieran bola”.
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El actor, director y dramaturgo nacido en Buenos Aires en 1956, cuyo documento reza Julio Hirsch, debutó a los 20 años en El lazarillo de Tormes, actuó en más de 20 piezas teatrales y dirigió ocho obras de su autoría. Desde los 18 años filmó bajo las órdenes de Juan José Jusid (Willy), Adolfo Aristarain (El nene), María Luisa Bemberg (Señora de nadie) y Carlos Sorín (La película del rey), y se consagró de grande con Un oso rojo (2002), trabajo en el que confrontó duramente con su director, Adrián Caetano, y consigo mismo. Desde entonces encarnó personajes complejos e introvertidos como un médico deprimido en Extraño, de Santiago Loza, un guardaespaldas ministerial en El custodio (Rodrigo Moreno) y un viajante que finge ser otra persona en El otro (Ariel Rotter). En televisión capitalizó su prestigio cinematográfico, pero sin abusar: puso su contundente sello actoral a las series Epitafios, Trátame bien, El puntero, Farsantes y Signos.
Dice que solo le interesa un proyecto si lo puede “capitanear”, se toma su tiempo para elegir sus trabajos y no mezcla pantallas con escenarios: “Si esos mundos se juntan, es en el final de uno y en el comienzo de otro, no solo porque es agotador estar en ambos a la vez sino porque no es posible hacer frente a la demanda de varios procesos al mismo tiempo”.
Julio Chávez presentará del viernes 26 al domingo 28 en el Solís Yo soy mi propia mujer, unipersonal de Doug Wright con dirección de Agustín Alezzo, uno de sus maestros de actuación (entradas en Tickantel, de $ 850 a $ 1.750). I Am My Own Wife, basada en la autobiografía de Charlotte von Mahlsdorf (1992) fue estrenada en el Off Broadway en 2003 y retrata a una travesti que el dramaturgo conoció en Berlín Oriental durante la Guerra Fría. Coleccionista de muebles y antigüedades, ocultaba en el sótano de su casa el único cabaret Weimar que quedaba en pie en Alemania Oriental. El actor se desdobla en ambos personajes para representar un intenso y particular encuentro en una época oscura. Esta versión subió a escena en calle Corrientes en 2007 y fue repuesta con gran éxito el año pasado.
—Yo soy mi propia mujer recibe aplausos de cuatro minutos. ¿La ovación es la principal motivación para hacer teatro?
—No. Si lo fuese tenés una sentencia de muerte asegurada. Es un ingrediente importantísimo, pero puede haber actores que nunca vivieron una noche de esa naturaleza, y siguen amando la actuación. Es una situación soñada, pero no hay que endiosarla. Hay que estar agradecido, pero creo que al ser soñada, no es tan significativo que se materialice. Muchas cosas soñadas tienen valor porque se sueñan. Lo que se concreta se empieza a perder. Ahora, creo que el espectador también se aplaude a sí mismo. Aplaude al que lo involucró en la historia y se aplaude él por haber sido involucrado. El público es decisivo para que se produzca el fenómeno del teatro. Y Yo soy mi propia mujer es un espectáculo tribal, con algo muy arcaico: la tribu hace silencio para que el brujo cuente algo y aparezca el relato. Por eso el teatro es tan potente, solo requiere de dos personas presentes. Lo dice Peter Brook en El espacio vacío: “En tanto haya un ser humano sentado y otro que recorre el espacio, hay teatro”.
—¿La condición de travesti del protagonista se emparenta con la del actor, cuyo trabajo es travestirse?
—(Hace una pausa) El ser humano es un travesti. No solo el actor. Siempre estamos travistiendo lo que nos sucede, enmascarando escenas y eligiendo la cara que conviene mostrar. Incluso traviste lo que en verdad siente, en función de lo que convendría que le pase. La máscara o el rol es algo inevitable del ser humano y todo gira en función de eso. Esta obra tiene algo que le pertenece al mundo de la actuación: la fe.La decisión de construir un universo y creértelo, en una época donde no existían las operaciones de cambio de sexo. Solo con un collar, hace un viaje por la femineidad en su totalidad. Y eso es muy actoral.
—¿Es más exigente hacer una obra con un cambio de roles constante?
—Sí, pero no me gusta mucho festejar ese asunto ni darle mayor relevancia. Es un juego teatral que requiere fe, precisión y no hacerte el canchero con eso. No es una exposición de virtuosismo. Es una necesidad de lenguaje. En cuanto aparece la pretensión de la virtud como hazaña, tenés un problema. Cualquier enviciamiento o regodeo en la partitura se padece. Esta obra está hecha para un actor, y solo le pide una cosa: “¡actuá!”.
—¿Cómo fue volver a trabajar con su maestro Agustín Alezzo?
—Es un hombre mayor, de 80 años, que sigue muy activo. Fue clave en mi formación. Me nutrió de afecto y respeto hacia el trabajo. Cuando era muy chico mi madre me daba oporto mezclado con huevo para aguantar el frío del invierno, y cuando subía la barranca de Pico para ir al colegio, me sentía con toda la energía. Alezzo es para mí ese preparado que me fortaleció para los desafíos más duros que tuve.
—¿Qué lo decide a hacer un espectáculo?
—Primero, la posibilidad de capitanear el asunto. Me importa tener un rol importante, fundamental en el proyecto, aunque no sea la dirección escénica.
—¿Le gusta el riesgo?
—Decirle riesgo es polite. Diría ambición y pretensión (ríe). Me importa que el cuento sea atrapante y que haya un buen equipo. Pero ante todo, el libro. El texto es la plaza en donde todos nos vamos a encontrar. Aunque a veces eso también se actúa…
—Y un actor sabe hacerlo…
—En ese sentido, un ser humano sabe actuar, porque las vestuaristas también actúan que están de acuerdo con cosas que no ven así. En ese rubro, le quito puntaje al actor y se los pongo al ser humano.
—En cine, ¿cómo compuso personajes oscuros como los de El custodio o El otro?
—Son roles tan silenciosos que te interrogan sobre cómo lo vas a hacer. Tenés que formar parte de la calidad de los silencios. No es lo mismo el silencio de El custodio que el de El otro. Contienen cosas bien distintas. Y eso no es solo dirección, sino dónde te ubicás para contarle ese silencio al espectador. Es una linda pulseada. Para mí, actuar es una estrategia.
—¿Qué le dejó el Oso de Un oso rojo?
—(Adrián) Caetano quería un boxeador. Casi no lo hago porque después de la entrevista advertí claramente que él no me quería para ese rol. Pero la productora sí, y él me aceptó. Tenía problemas conmigo y yo con él. Nos polarizamos: él se colocó en el lugar del pueblo y me puso a mí en la élite artística. Un día me preguntó: “A vos el forro de Bergman no te gusta, ¿no?” Este hombre me está provocando, pensé, y dije que me iba. No tenía cuerpo ni alma para hacer esa película. Pero mis amigos me amenazaron: no me hablaban más si no la hacía. Lo bueno es que ese trabajo me enseñó que yo no era lo que creía, que tenía prejuicios sobre mí mismo y que tenía un oficio muy generoso para modificarlo. Porque si hay algo que te da el oficio del actor es la duda constante acerca de cómo sos.
—¿Y se largó a la complicación de armar un elenco estable (Baal)?
—Me compliqué para armarlo, tuve la desgracia de tener que desarmarlo, y quiero volver a armarlo. Creo que hay que pelear siempre por la autonomía. Pero no le echo la culpa a la situación del país. Armar grupos y llevarlos adelante siempre ha sido complicado. Cuando hay sol porque dan ganas de salir, cuando llueve porque llego tarde, cuando hay hambre porque tengo hambre y cuando sobra la comida porque estoy pipón.
—¿Cómo ve este momento de la Argentina?
—Es muy difícil ver en este momento. Yo no puedo ver. Prefiero hacer un ejercicio de silencio, porque ya son muchos los que hablan y son cosas muy fuertes las que se escuchan. Yo crecí en una época en la que cuando alguien insultaba a otro se producía un silencio (hace una larga pausa). Si alguien robaba, ¡que se prepare! Y si alguien acusaba de robar y era falso, ¡que se prepare! Estamos en un momento excesivamente sonoro.