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    La ciudad que habito

    Nº 2266 - 29 de Febrero al 3 de Abril de 2024

    En 1972 Italo Calvino creó un libro inclasificable, una pequeña joya, titulado Las ciudades invisibles. Diría después el autor, en conferencias y otros escritos, que había intentado crear un texto poético, poliédrico, “un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades”. “Tal vez —agregó— estamos acercándonos a un momento de crisis de la vida urbana y Las ciudades invisibles son un sueño que nace del corazón de las ciudades invivibles”.

    En el libro, Calvino hace que Marco Polo describa 55 ciudades con nombres de mujer (Olinda, Dorotea, Isidora, Irene, Eutropia, Tamara, Moriana…) al rey de los tártaros, el sabio melancólico Kublai Kanti. Siguiendo esa lógica, en estos días tan cercanos al otoño, he jugado a imaginar cómo describiría Montevideo en pocas palabras si Kublai me lo pidiera, con la conciencia de que ningún relato refleja la maraña de calles, edificios, cables y caños de una urbe, mucho menos, las pasiones y los sueños de quienes la habitan.

    “Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe confundir nunca la ciudad con el discurso que la describe. Y sin embargo, entre la una y el otro hay una relación”, escribe Calvino.

    Uno de mis recuerdos más lejanos viene de una salida nocturna. Habíamos ido al teatro y fue algo excepcional porque regresamos en taxi por calles impregnadas de una negrura plena. Por fin, el auto se detuvo en casa, frente al camino de baldosas grises que llevaba a la entrada. A los costados había pastos crecidos. Luego venían el muro y cinco escalones, sin tejido ni portón. Esa noche, además de los fantasmas propios, vi por primera vez una persona acostada en la vereda. Se lo dije a mi padre por lo bajo ni bien subimos los escalones y él me respondió con un gesto incrédulo, pero regresó a comprobarlo. El taximetrista, que aún seguía detenido, apuntó con los focos y confirmó: había un hombre en posición fetal. Ni se nos ocurrió pensar en una mujer. Unos minutos después el hombre despertó rodeado de ojos de vecinos. Liborio, dijo que se llamaba, y que vivía unas cuadras más arriba, hacia el lado de Maroñas. Nunca olvidé su nombre.

    A día siguiente, el hueco de Liborio sobre los pastizales seguía intacto. Con tijera de mano, mi madre cortó a ras la vegetación para borrar la marca. El césped prolijo, me explicaba entre tijeretazos, ahuyentaría a futuros Liborios. Y de esa manera ella, que había nacido en la campaña, comenzó a cambiar el paisaje de la ciudad con la pretensión de hacerla más segura.

    El pasto a ras no evitó que meses después entraran ladrones por el mismo camino de baldosas grises. En respuesta, se colocó la primera reja, también ineficaz para impedir otros robos por puertas y ventanas. Desde entonces, parada sobre un banco de madera, detrás del vidrio, comencé a ver la ciudad reticulada. Año a año mis padres sumaron hierros y modificaron detalles. Se eliminó un sauce llorón de la vereda porque su sombra ennegrecía la oscuridad. Era el mismo árbol al que atábamos una hamaca loca algunas tardes y cuyo tronco no servía para ocultarnos ni en el juego de la escondida. Por esa época mi padre compró una linterna y un arma que trajo desgracias.

    “Las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de miedos, aunque el hilo de su discurso sea secreto, sus reglas absurdas, sus perspectivas engañosas, y toda cosa esconda otra”, susurra Calvino.

    Si pudiera entrar en Las ciudades invisibles me gustaría contarle al gran rey tártaro que la ciudad donde habito se moldea con el miedo y muestra vetas de miseria. La huella de Liborio —lejos de cumplirse la profecía de mi madre— nunca desapareció y se ha replicado en las veredas de casi todos los barrios. Son tantos los cuerpos en el piso, doblados o rectos, tapados o sin cubrir, que ya no preguntamos sus nombres. Le contaría al rey Kublai sobre los recovecos deliciosos de la ciudad, algunos con adoquines; le hablaría de callejones de nombres poéticos como Nuestra Señora de la Encina, convertidos en improvisados refugios. Y le advertiría que, si una madrugada un desprevenido viajero de su reino pasara por el callejón, vería un desconcierto de manos y pies entre cartones y bolsas. Trataría de pintarle estampas diurnas risueñas, aunque temo no poder disimular la presencia de colchones enrollados debajo de asientos públicos, las botellas con líquidos oscuros en alcantarillas, los restos de fideos adheridos a los muros y tantos zapatos impares sin dueño que vagabundean por ahí. Gran rey, le diría, en el centro de la ciudad, incluso en parques verdes y junto a fuentes cantarinas, algunas mañanas la brisa se levanta con un olor rancio, mezcla de orín, excrementos y vómitos.

    Cada tanto, hombres y mujeres caminan nerviosos, mientras otros avanzan con la mirada puesta en el vacío, las ropas a punto de resbalar y el pelo greñoso. Le contaría que hay calles graciosas rematadas en escaleras por algún arquitecto loco, y en esas escalinatas se arman extraños conciliábulos. “En los barrios más abiertos la ciudad se vuelve plana, rey Kublai, con horizontes amplios y un gran despliegue de la estética del peligro. Las casas en esquina suelen rodearse de altas verjas y el miedo avanza como una peste por entre cercas eléctricas, cámaras, chapas grises, maderas y hasta cintas de plástico enhebradas a los fierros. Gran Kublai —le diría—, a eso se le llama blindaje; pero el miedo como el agua horada cualquier muralla. Detrás de los chapones, emergen patas y hocicos de mastines con ganas de olfatear el afuera. Hay jardines ocultos detrás del metal y, si bien desde la calle las flores no se ven, el perfume dulce de los jazmines salta los obstáculos y se entrega generoso para agradar a cualquiera”.

    La ciudad por la que transito tiene el corazón de metal y obliga al caminante a referenciar la realidad a partir de ángulos rectos durante cuadras y cuadras. El Estado también adopta el hierro como parte de la identidad nacional y ha metido entre rejas al mayor rosedal. La Biblioteca Nacional, la más antigua del país donde los sabios solían reconfirmar su memoria, está precedida por un portón metálico que impide a los Liborios dormir detrás de la estatua de Sócrates y secar ropa en los mármoles. Hasta el castillo infantil de fantasía cuyas torres encantadas dan al lago tiene tramos de alambres electrificados.

    La ciudad que recreo en mi febril paseo podría llamarse Liboria en homenaje al hombre del pastizal. La percibo contradictoria, con olor a café en ciertas ventanas, altillos y sótanos y esquinas en penumbra propicias para el abrazo. Un run run de tambores se acerca a la orilla, mientras el mar extiende su espejo para reflejar la belleza y el dolor a quien quiera verlos.

    “El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”. Calvino otra vez.