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    La corrupción ajena y la nuestra

    N° 1867 - 19 al 25 de Mayo de 2016

    El columnista de asuntos latinoamericanos de “The Economist”, Michael Reid, que firma bajo el seudónimo “Bello”, escribió recientemente sobre lo que considera “una movilización popular contra la corrupción sin precedentes en América Latina”. Esto ha avanzado más en Brasil, pero también ha sido muy visible en otros países como Guatemala, Honduras o Chile (“Paren de robar: ¿qué es lo que está detrás de la revuelta popular contra la corrupción?”, 7 de mayo de 2016). Otras voces han apuntado en la misma dirección. Según Alejandro Salas, director para las Américas de Transparencia Internacional, “en las Américas, en 2015, hemos sido testigos de dos tendencias destacadas: el descubrimiento de grandes redes de corrupción y la movilización masiva de ciudadanos en contra de la corrupción” (TI, “Índice de percepción de la corrupción 2015”, usualmente llamado CPI por su sigla en inglés).

    Sin embargo, “Bello” señala correctamente que, más allá de episodios puntuales de muy alta visibilidad en sus respectivos países, nada indica que la corrupción regional esté empeorando. Desde el punto de vista de la ciudadanía, en particular, la proporción de encuestados que dicen que han tenido que pagar coimas ha disminuido ligeramente. Según el CPI de Transparencia Internacional, las tendencias recientes en nueve de los diecisiete países de América Latina continental muestran una disminución de la corrupción; en los ocho países restantes, menos de la mitad, aumenta o permanece estable. Entonces: ¿qué explicaría esta creciente intolerancia a la corrupción?

    “Bello” señala cuatro factores. En primer lugar, las clases medias de la región han crecido y estas clases medias ampliadas esperan que se les rindan cuentas y que la recaudación impositiva genere más bienes y servicios de mejor calidad. En segundo lugar, la expansión veloz de las redes sociales ha facilitado la información y movilización ciudadanas. En tercer lugar, se observaría un proceso de maduración lento de la sociedad civil. Por último, pacientemente, un nuevo edificio normativo se estaría construyendo, incluyendo nuevas leyes y la adopción de convenciones internacionales contra la corrupción.

    Aunque no necesariamente con la misma incidencia en los distintos países de la región, todos estos factores parecen, efectivamente, parte de la explicación de los nuevos climas anti corrupción. A mi juicio, es necesario agregar al menos un factor adicional, el internacional: los efectos directos e indirectos de las acciones de las democracias ricas y de la potencia dominante en particular, los Estados Unidos. En lo esencial esas acciones no expresan cruzadas moralizadoras anti corrupción, sino la persecución de sus intereses y, en contextos cambiantes, esa persecución adquiere nuevas formas. En relación con la corrupción, los dos temas probablemente más importantes son el combate a la evasión impositiva y al lavado de dinero, directamente vinculado a conductas ilegales y al narcotráfico en particular.

    Las historias recientes de corrupción en el fútbol (internacional, en la FIFA, y también en muchas federaciones nacionales) no hubieran existido sin la iniciativa y los esfuerzos sostenidos durante años de los Estados Unidos. El impacto que estas historias han tenido y siguen teniendo en una región tan futbolera como América Latina es seguramente muy grande, difícil de sobreestimar. Por un lado, esas historias están teniendo muchas consecuencias prácticas: carreras personales destruidas, fortunas afectadas y desarrollo de cambios y controles institucionales en el gobierno del fútbol. El fútbol de hoy (y de mañana) es diferente al de ayer, casi seguramente menos corrupto.

    Por otro lado, esas historias ratificaron sospechas muy extendidas en la región sobre la corrupción en el fútbol. Aunque de formas difíciles de estimar con alguna precisión, estas comprobaciones necesariamente alimentan los nuevos climas anti corrupción. Si el fútbol estaba podrido y es posible mejorarlo, ¿por qué no enfrentar otras corrupciones que todo el mundo sabe o sospecha que existen, seguramente mayores, aún más desagradables, y con consecuencias más profundas?

    Desde una perspectiva más abarcadora, durante la Guerra Fría la democracia era rara en América Latina. Los Estados Unidos de alguna manera “tercerizaron” su enfrentamiento con la Unión Soviética y los comunistas de la región a través de élites locales usualmente autoritarias, a veces sanguinarias, casi siempre corruptas. Esa tercerización requería ignorar los pecados de esas élites, pecados que eran o parecían comparativamente menos problemáticos que lo que se suponía debían frenar (el ascenso de la Unión Soviética y los comunistas). Tampoco parecían mayores que los de la mayoría de las demás élites regionales o los de sus propios predecesores. Esto facilitó, especialmente en el norte de la región, la consolidación de regímenes oligárquicos políticamente autoritarios y socialmente excluyentes.

    El fin de la Guerra Fría rompió esa lógica, debilitó o canceló el apoyo a esas élites corruptas y no democráticas, y contribuyó a los procesos democratizadores de la región. Aunque de lento desarrollo, las consecuencias de todo eso se están haciendo visibles en estos últimos tiempos. Están empezando a caer figuras (y familias) que hasta hace poco, aunque solo fuera por inercia, parecían intocables, y con ellas, los regímenes de los que formaban parte. En este marco el episodio de la FIFA es uno más entre muchos, y probablemente no es uno de los más importantes.

    Aquí, ¿dónde estamos parados los uruguayos? Todas las fuentes apuntan en la misma dirección. Gracias a un proceso lento de construcción institucional y cultural desarrollado a lo largo del siglo pasado, hoy estamos muy bien parados. Según los últimos resultados de Transparencia Internacional, entre los 167 países con datos Dinamarca es el menos corrupto (CPI de 91 puntos; el máximo posible de la escala es 100) y los dos más corruptos, empatados, son Corea del Norte y Somalia (8 puntos). Entre los 17 países de América Latina continental Uruguay es el menos corrupto: 74 puntos (lugar 21 en la lista de 167 países), seguido por Chile (70 puntos) y Costa Rica (55 puntos). No hay casualidades aquí: los tres países menos corruptos son los que la academia considera las tres democracias consolidadas de la región. El más corrupto es Venezuela (17 puntos, lugar 158 de la lista). Para nosotros estas son, realmente, muy buenas noticias. Resultan del esfuerzo de generaciones y son lentas de construir.

    También hay noticias no tan buenas. Aunque hacia el pasado no disponemos de índices como el CPI, lo que sabemos sugiere que “nos estamos quedando atrás”. Como en tantas otras cosas, las ventajas que históricamente tuvimos respecto a nuestros vecinos latinoamericanos se están acortando. Es lo que registra la historia económica de la segunda mitad del siglo pasado o la evolución de los índices de desarrollo humano del PNUD en lo que va de este siglo. Sin duda, deberíamos alegrarnos de los progresos de los demás. Pero el mundo es como es. Por muchas razones imposibles de abordar aquí, la corrupción (su ausencia relativa) es uno de los puntos centrales de la imagen que Uruguay necesita para prosperar. Por eso, a pesar de las muy buenas noticias, aquí hay mucho trabajo pendiente.