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    La economía política de la desinflación en un año electoral

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2241 - 7 al 13 de Setiembre de 2023

    Una inflación elevada es algo negativo. Por ejemplo, afecta la distribución del ingreso, genera asignaciones de recursos ineficientes, alienta comportamientos especulativos y restringe la inversión. Por eso y por otras razones, una tasa de inflación baja y estable siempre es deseable.

    En Uruguay, desde hace un año la inflación se ha venido moderando. El último dato se ubicó en el nivel más bajo en casi dos décadas (4,1% anual). El descenso de la inflación tiene asociados efectos colaterales sobre variables como el tipo de cambio real, el salario real y el resultado fiscal. Ello plantea nuevos desafíos y alimenta viejas controversias. De los dilemas que se abren para la política económica y de los fundamentos de las diferentes posiciones se ocupa esta columna.

    Durante la década de los 90 Uruguay implementó un programa de estabilización que permitió que la tasa de inflación anual promedio bajara del 54,3% entre 1958 y 1998 al 8,5% entre 2003 y 2022. A pesar de esa importante caída, la inflación siguió siendo elevada en términos comparados. Debido a ello, en 2020 el Banco Central (BCU) se propuso llevar la tasa anual al 4,5%.

    Con ese objetivo, a partir del primer trimestre de 2022 el BCU implementó una política monetaria contractiva. Ella se aplicó en un contexto en el que el peso uruguayo se estaba apreciando debido a unas exportaciones de bienes y de servicios no tradicionales récord, a una elevada inversión extranjera directa y a los bajos niveles de inversión de grandes importadores como Antel y UTE. Así, la política monetaria concentrada exclusivamente en bajar la inflación no amortiguó los efectos de unos fundamentos macroeconómicos que promovían la apreciación del peso. Como resultado de lo anterior, durante el año pasado el tipo de cambio real cayó y erosionó la competitividad de la economía.

    A pesar de que en 2023 varios de los motivos que habían alentado la apreciación del peso el año pasado no han estado presentes, la moneda local ha seguido fortaleciéndose frente al dólar. En contraste con lo ocurrido en 2022, este año el peso se está comportando en línea con la tendencia de muchas monedas regionales. A raíz de ello, como lo ha reconocido el propio BCU, el tipo de cambio real está desviado 15% de sus fundamentos.

    En este contexto, los reclamos por cambios en la política para no seguir afectando la competitividad (v. g. para lograr depreciar el peso en términos reales) se han multiplicado. Esas manifestaciones provienen de grupos de interés afectados (exportadores, productores agropecuarios, industriales que sustituyen importaciones o comerciantes vecinos a la frontera) e, incluso, de miembros de la coalición de gobierno. Precisamente, esta controversia refleja un primer dilema para la política económica: ¿es sensible a estas demandas y promueve recortes agresivos de la tasa de interés de la política monetaria para incentivar cambios de portafolio que procuren evitar apreciaciones adicionales del peso? O, por el contrario, ¿reafirma su compromiso con la inflación e implementa rebajas graduales de la tasa prolongando el sesgo contractivo de la política monetaria?

    La “vía rápida” tiene inconvenientes. En primer lugar, no hay garantías de que se puedan obtener resultados sobre el tipo de cambio que sean relevantes para mejorar la competitividad de los negocios de quienes así lo reclaman. En segundo lugar, arriesga a dar una señal de menor compromiso con la inflación, algo que afectaría las expectativas de los agentes en la materia. Esto es desaconsejable para las negociaciones salariales que están en curso. Tercero, si se lograra depreciar con mayor intensidad la moneda, caerían las remuneraciones fijas en dólares y, eventualmente, también en términos reales si la inflación terminara aumentando debido a ello. Ambas cosas son inconvenientes para un gobierno, sobre todo durante un año electoral. Por tanto, la falta de certeza sobre un cambio en las prioridades de la política que tenga efectos materiales sobre la competitividad, el riesgo de hacer menos probable que la inflación se consolide dentro del rango meta y la posibilidad de que se afecte el poder adquisitivo de muchos votantes hacen que este camino sea poco atractivo para el gobierno.

    La alternativa, un aflojamiento gradual de la política monetaria, tiene algunas ventajas y también problemas para las autoridades económicas. Entre las primeras están las mencionadas como inconvenientes para el caso anterior. Especialmente, que las expectativas de inflación de los agentes se alineen a las metas oficiales y que los ingresos de los votantes no se vean afectados en un año electoral. Entre los problemas de esta opción está la erosión de la rentabilidad del sector transable, que afecta tarde o temprano a la inversión y al empleo, algo que termina por comprometer el crecimiento de la economía. En cualquier caso, este tipo de efectos negativos agregados no se manifiestan a corto plazo, razón por la cual no suelen ser priorizados por los gobiernos, en especial durante períodos electorales.

    Por tanto, si el análisis anterior fuera correcto, es bastante probable que las autoridades procuren consolidar la menor inflación y recuperar el nivel de salario real de 2019 en lugar de perseguir una mejora de la competitividad a través de una depreciación real del peso. Ello supone que el relajamiento de la política monetaria sería gradual.

    Ahora, si el camino elegido fuera ese y la tasa de inflación efectivamente terminara consolidándose por debajo del 6%, existen al menos dos desafíos adicionales que las autoridades deberán gestionar para defender la consistencia de la política macroeconómica.

    El primero es que una menor tasa de inflación a la prevista en las negociaciones salariales en curso (la sugerida por las pautas oficiales y la que siguen reflejando las expectativas de los agentes) puede terminar dando lugar a aumentos reales de los salarios más elevados de los que se pretendía promover, lo que podría afectar el empleo el año que viene. Esto es algo que las autoridades no deberían perder de vista por razones de fondo y de economía política.

    El segundo desafío deriva de los efectos de una menor inflación sobre las finanzas públicas. En efecto, el presupuesto que el Parlamento está discutiendo por estas horas fue elaborado previendo una inflación mayor a la que el BCU tiene como meta y a la que podría alcanzarse el año que viene si, como acabo de señalar, la reciente disminución de la inflación se consolidara. Es que una menor tasa de inflación efectiva no solo reduciría la recaudación del impuesto inflacionario, sino que también daría lugar a que varias partidas del Presupuesto terminaran aumentando en términos reales más de lo previsto. Menor recaudación de una fuente de financiamiento e incrementos reales mayores a los presupuestados afectarían de forma negativa el resultado fiscal. Dado que el déficit se ha venido deteriorando durante el último año, lo anterior debería ser motivo de preocupación y de una evaluación cuidadosa por parte del gobierno.

    La reducción de la inflación del último año es una muy buena noticia. Sin embargo, la ausencia de medidas para amortiguar los efectos colaterales de la desinflación exacerbó algunos dilemas frecuentes de procesos de este tipo en economías bimonetarias como la uruguaya. Los años electorales suelen ser períodos en los que los gobiernos no se preocupan por la consistencia intertemporal de la política económica. Por eso, es probable que las autoridades económicas enfrenten los dilemas identificados con un enfoque de corto plazo. Si así fuera, la próxima administración heredará una serie de desafíos que deberá gestionar rápidamente si quiere evitar que se consoliden unos precios relativos que comprometan el crecimiento de la economía.