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El título de este libro se refiere en forma muy cinéfila a los 24 fotogramas por segundo que debía recorrer la película de celuloide para crear la ilusión de movimiento. Todo ese material cinematográfico que sirve tanto para entretenimiento como para representar una forma de expresión cultural muy propia del siglo XX, se guardaba en rollos cuya base fue primeramente nitrato de celulosa (altamente inflamable) y luego acetato de celulosa (más seguro y estable, aunque igualmente frágil y perecedero). Esos rollos, que en un largometraje podían llegar a diez, doce o más (calculando diez minutos por cada uno), se envasaban en cajas cilíndricas de lata o de plástico y debían ser almacenadas en condiciones especiales de temperatura ambiental y humedad para evitar su deterioro.
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Conste que si todo lo expresado anteriormente está conjugado en pasado es porque el cine ha cambiado actualmente su soporte, primero eliminando el “celuloide” en favor de cintas de poliéster, que no se arrugan ni se quiebran, y luego dejando de lado lisa y llanamente la película en sí para pasar al sistema digital, donde las imágenes se generan por computadora y en la cabina del cine se sustituye el antiguo proyector por un simple reproductor que es capaz de conseguir similar nitidez y definición de imagen en la gran pantalla blanca, igual que antes. El fin es el mismo, y entretenimiento y arte se siguen disputando las preferencias del público: están quienes consideran al cine como un producto de consumo comercial que debe rendir ganancias sujeto a derechos de explotación y contratos de exhibición, y otros que esgrimen su condición de tesoro cultural que debe ser preservado y protegido como se hace con las obras de arte en los museos.
Esa es la razón por la cual existen las cinematecas, que tratan al cine como objeto cultural digno de preservación para que generaciones futuras accedan a él para extraer enseñanzas y la rica posibilidad de contemplar el pasado registrado en imágenes, algo exclusivo del siglo XX y que merece ser atendido. Como el Estado no considera que el cine sea un arte digno de preservación, se ha dejado librada a la iniciativa privada semejante empresa, titánica en verdad, llevada a cabo por gente poseída por un fervor fuera de serie, luchando contra viento y marea a veces en la más absoluta soledad, pero con admirable tenacidad. Acá en Uruguay, esa empresa quimérica pudo convertirse en realidad, logró atravesar tiempos difíciles, miles de contrariedades y momentos de gloria, muchas amenazas y triunfos épicos. En un país de apenas tres millones de habitantes pero gran amor por el cine, esa Cinemateca que llegó a acumular 18.000 películas y ser la mayor de Sudamérica, cumplió 60 años.
Cómo llegó a eso es lo que cuenta 24 ilusiones por segundo, un documentado libro de Carlos María Domínguez, que no es un hombre vinculado a la Cinemateca y llegó a Uruguay en 1989, justo cuando la institución terminaba una etapa fermental y de enorme repercusión para entrar en épocas complicadas y conflictuadas, sostenida únicamente por el aporte de sus socios (que llegaron a ser más de 10.000 en los mejores momentos) y con un patrimonio fílmico que corría el riesgo de desaparecer. Es doble entonces el mérito de Domínguez, porque no solamente supo retratar objetivamente seis décadas de historia sino que lo hizo en forma amena, casi como una novela, donde no quedó casi nada afuera y donde el lector puede tener una idea cabal de lo que significó (y significa) la Cinemateca para la cultura uruguaya de la segunda mitad del siglo XX. El aficionado al cine, el que fue o es socio, el que participó de alguna manera en ese movimiento tan peculiar y tan montevideano, lo encontrará apasionante. El otro, el que no sabe pero quiere saber, tiene la oportunidad de enterarse de una historia que no lo dejará indiferente.
Uruguay, 1952.
No se puede explicar el origen de la Cinemateca sin referirse al entorno sociocultural de la época en que nació. En 1952, Uruguay vivía un auge cultural nunca visto antes, con la Comedia Nacional, la Escuela Municipal de Arte Dramático, el movimiento de los teatros independientes, los cuerpos estables del Sodre, las artes plásticas y toda la Generación del 45 influyendo en todas las ramas de la cultura, no solamente la literatura. Había además dos cineclubes principales (Cine Universitario y Cine Club) que exhibían películas y editaban revistas de cine. Como ambos necesitaban material especial para mostrar a sus socios y esas películas de contenido artístico estaban en las cinematecas de otros países, tenían que fundar una cinemateca local porque la única manera de acceder al intercambio era ser miembro de la Federación Internacional de Archivos de Films (FIAF). Cine Universitario intentó convencer a Cine Club para que se sumara a la iniciativa, pero ante la negativa (había una enorme rivalidad entre las dos instituciones) el 21 de abril de 1952 fundó por sí solo la Cinemateca Uruguaya. Más adelante se pusieron de acuerdo y la Cinemateca se “refundó” el 7 de diciembre de 1953.
El año no fue cualquiera, porque 1953 marcó el récord de entradas vendidas en los cines de Montevideo (19 millones anuales), lo cual refleja la avidez de un público que en la capital del país era poco más de 800.000. El cine en Uruguay era sin duda la atracción principal, con 105 salas en Montevideo y otro tanto en el interior, donde solo las capitales departamentales tenían entre cuatro y cinco cines cada una. En ese momento nace la Cinemateca, pero hay que decir que en sus comienzos, bajo la conducción de Walther Dassori (“un hombre solitario de 38 años y un solo traje, viejo, feo y sucio, que usó hasta en nuestro casamiento”, según cuenta su viuda), no pasó de ser un pequeño archivo de filmes que circulaban por los cineclubes del país. Su economía era precaria y el depósito donde se guardaban dejaba mucho que desear. Para peor, las películas se rompían de tanto exhibirlas y existía la teoría de que era necesario preservarlas sacando copias de seguridad, técnica que aprendió y ejecutó el propio Dassori.
Durante los años 50 y 60 Dassori fue la cara de la Cinemateca. Apasionado por el cine y sus técnicas, de suaves modales pero vida anárquica, libraba una lucha solitaria con la casi única compañía de Eugenio Hintz (directivo de Cine Club y funcionario del diario “El País”) como secretario. En 1966, luego de recorrer muchos lugares, las películas de Cinemateca se depositaron en una vieja casona ruinosa de Rincón 569 en cuya planta baja funcionaba Cine Club. Las épocas felices del Uruguay se habían terminado y el país ingresaba en tiempos sombríos, con deterioro económico y enfrentamientos políticos. La Cinemateca fue parte de esa época pero antes debió cambiar su orientación.
Los nuevos rumbos.
Hacia 1967 Dassori dio entrada a dos nuevos colaboradores: el crítico Luis Elbert, de 23 años, formado en Cine Universitario y cronista del diario de izquierda “Época”, y Manuel Martínez Carril, 29 años, presidente de la Asociación de Críticos Cinematográficos, directivo de Cine Club y cronista de “La Mañana”. Con esa sangre nueva se decidió revitalizar la Cinemateca, reorganizando el archivo, clasificando el material y exhibiéndolo en cineclubes y en funciones propias los sábados en trasnoche en Cine Universitario (Soriano 1227). Se llegó a incorporar entre 400 y 500 socios y las funciones se extendieron al Instituto Italiano de Cultura y al cine Renacimiento (Soriano y Cuareim). La tarea se hacía a pulmón, acarreando películas, revisándolas, remendándolas y alquilándolas. Pero sobre todo comprando nuevos títulos e intercambiando otros.
Por ese entonces surgió también la Cinemateca del Tercer Mundo (C3M), respondiendo a una ideología combativa que pretendía utilizar el cine como arma revolucionaria con el semanario “Marcha” como vocero principal. La competencia se convirtió entonces en lucha política, con la C3M enarbolando el estandarte de la rebelión cuyo logotipo era la figura iracunda de un hombre (identificado claramente como el cineasta Mario Handler) que enarbolaba una cámara de cine como un fusil. La radicalización política llevó a la C3M y “Marcha” a denostar editorialmente a los cineclubes por exhibir un cine aburguesado que le hacía el juego al imperialismo, mientras el cine club de “Marcha”, alimentado con películas de la C3M, acumulaba 1.200 socios y se dedicaba a ofrecer un cine militante y tercermundista que denunciaba los males de América Latina, Vietnam y todos los lugares donde Estados Unidos tenía injerencia.
Según cuenta Domínguez (y lo recuerda cualquiera que haya vivido esos años en un bando o en otro) “la identificación de la C3M con los tupamaros se hizo ostensible, al extremo de que Carlos Quijano pidió la separación formal del semanario”. Sin embargo, desde las páginas de “Cine del Tercer Mundo” (1969) Hugo R. Alfaro escribía un largo artículo que culminaba diciendo que “hay todo un Uruguay que está pidiendo a gritos ser filmado, no para almacenar los rollos en los viejos archivos, sino para impulsar con ellos y con todo la voluntad de un cambio radical”. Antes había dicho que “o la cultura cinematográfica se pone, sin más, al servicio del pueblo (…) o se convierte en alcahueta del régimen y en aliada del enemigo”. El palo era para los dos cineclubes mayores y por cierto para la Cinemateca Uruguaya: nada de Bergman y Antonioni, vean “La hora de los hornos”. Toda esa disputa ideológica está minuciosamente descrita en el capítulo 5 “El Clan Siciliano y las cámaras de la revolución”. Son parte de la historia de aquellos años, donde algunos miraban la cultura como un lujo burgués y otros como Jorge Abbondanza opinaban que “no se trataba tanto de construir algo sino de salvar lo que ya estaba hecho”. Martínez Carril pensaba que la idea era “no le digamos a la gente que tenemos la verdad revelada, hagamos un cine que provoque reacciones y ayude a reflexionar al espectador”. Lo que exhibían los dos cineclubes mayores y la Cinemateca apuntaban para ese lado.
Los años de plomo.
“A Cinemateca le interesaba el cine y a la C3M la revolución”, pero la historia terminó (o empezó) en 1973. El golpe de Estado aplastó lo que quedaba de la C3M, pero luego se dirigió a intervenir en todas las ramas de la cultura. La intervención a Cine Universitario (setiembre de 1975) liquidó las aspiraciones de sus directivos a quienes se les prohibió volver a postularse. La institución cayó en manos de gente obsecuente con el régimen y su programación se transformó en inocua e intrascendente. Cine Club fue despojado de su sede de la calle Rincón (expropiada para construir el Ministerio de Obras Públicas) y hacia 1976 Cinemateca se propuso, bajo la férrea conducción de Martínez Carril, expandir sus actividades al modelo de los cineclubes, arrendando películas en las distribuidoras comerciales y alquilando varias salas para aumentar su caudal de socios.
El crecimiento fue entonces fulminante, porque a pesar de la defectuosa forma de proyectar las películas se convirtió en un baluarte de resistencia cultural donde la gente se reunía en silencio a ver películas en la oscuridad, pero de alguna manera codo a codo y en actitud militante. Con toda la actividad desplegada (llegó a tener siete salas funcionando simultáneamente) pudo recaudar dinero como para acrecentar el archivo de filmes, publicar una revista, filmar un largometraje (“Mataron a Venancio Flores”, 1982) y alquilar una sala en Lorenzo Carnelli 1311 que desde 1978 se convirtió en su sede permanente. Todo ello es una historia que se parece a una epopeya, donde miles de socios seguían fielmente al conductor Martínez Carril, vigilado de cerca por la dictadura y siempre haciendo malabarismos para zafar de la censura y de una siempre posible clausura. Hay que leerlo para creerlo.
Los contraluces de esa época, que Domínguez no elude (un artículo de Alicia Migdal cuestionando la mala calidad de las proyecciones, conflictos con el sindicato de empleados, disminución del número de socios a partir de la llegada de la democracia), dan cuenta también del éxito de sus festivales anuales (desde 1982 ya van 31), del depósito para la preservación de películas en Camino Maldonado y de los eternos problemas financieros que Martínez sorteaba con habilidad pasmosa. Las épocas actuales, con su retiro y la llegada de gente joven, no dejan de reafirmar que este es el libro de Manuel Martínez Carril, de sus luces y sus sombras para siempre ligadas a esa institución a la que prácticamente dedicó su vida y que sigue ahí, enfrentando los cambios que el cine ha experimentado, y con un signo de interrogación sobre ese acervo fílmico cuya utilidad futura algunos cuestionan y otros defienden con tremenda vehemencia. El tiempo dirá qué es lo que vendrá después de 60 años de épica defensa de un patrimonio cultural invalorable.
“24 ilusiones por segundo”, de Carlos María Domínguez. Ediciones Cinemateca Uruguaya, 2013, 313 páginas.