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Estacionada frente a la puerta, una vieja camioneta Simka color ocre, con la chapa y los cromados en impecable estado. Pertenece a Vincent y Rosario, una pareja francouruguaya con espíritu filantrópico que se estableció en Montevideo, invirtió en algunos negocios y compró el predio de un viejo teatro incendiado para evitar que se transforme en otro estacionamiento. Falta una hora y cuarto para el primer preestreno de Chacabuco, el martes 10, y su autor y director, Roberto Suárez, sale a la vereda. El cansancio está impreso en su rostro. Ha dormido muy poco las últimas noches. Nada extraño en este oficio. Unos años atrás se cruzaron los caminos de la compañía Pequeño Teatro de Morondanga y este matrimonio de mecenas decididos a apoyar un proyecto cultural valioso. Ahora están juntos en este edificio reconstruido desde sus cenizas. A principios de 2017 una docena de artistas, entre actores y diseñadores, tomaron posesión del terreno baldío. Arbustos y yuyos abundaban entre los escombros del viejo Odeón, incendiado el 1º de enero de 1996.
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Casi tres años después, este grupo de obreros del arte y de la construcción está inaugurando una nueva sala teatral. “El Teatro Odeón vuelve a encenderse”, dice el afiche. Uno de los integrantes del equipo, el escenógrafo Pancho Garay, pasa un lampaso al piso recién baldeado en el hall de entrada. Faltan pocos minutos, un DJ hace sonar música estimulante, pero Suárez se preocupa porque una mujer embarazada, sentada en un escalón en la vereda, ingrese a la sala antes que nadie.
El nuevo Odeón es una sala tan cálida como artesanal. Todo tiene un especial toque decorativo. La vieja fachada recuperó su apariencia original. Una pared hecha de retazos de tablas cumple la misión de proteger acústicamente la sala del rugido de los ómnibus que aceleran en la subida por Cerrito. Los pasillos cortinados con viejos telones de terciopelo. La boletería enmarcada en madera rústica. Una colección completa de la mítica enciclopedia El tesoro de la juventud, con su mueblecito original. Dentro del baño, muebles antiguos, flores frescas y portarretratos con fotos de los espectáculos anteriores del grupo, Bienvenido a casa y La estrategia del comediante. En el techo de la sala cuelgan los fierros de la vieja araña que aquel incendio no pudo destruir. La platea de casi un centenar de butacas de cuero, viejas pero confortables, tiene la suficiente inclinación para asegurar la óptima visión del escenario. Se apagan las luces. Como dice el pesadillesco afiche diseñado por Sebastián Santana, se enciende el nuevo Odeón.
Desde el vamos, la puesta tiene el sello visual de las últimas obras de Suárez y su troupe. Un gran espacio central, paredes despintadas, manchas de humedad, puertas y ventanas al fondo y a los costados, incrustaciones de elementos reales en los decorados, como ese ventanal de hierro en cuadrículas, paredes corredizas que ensanchan y transforman el ambiente, escaleras a los costados. Y, como siempre, lo inefable. Arriba, una pequeña ventana con un gran aparato inquietante, cuya naturaleza conviene no revelar. Comienza la obra y, en cierto modo, seguimos en la misma obra. El mismo plantel de desquiciados de Bienvenido a casa, esos seres espectrales y atormentados que nos recibían y nos llevaban de la mano en La estrategia del comediante. Esas almas en pena que parecen venir de un concurso de personajes lyncheanos son parte de una familia en problemas, sacudida porque el padre, enfermo en etapa terminal, se acaba de escapar del hospital donde estaba internado. Éramos pocos… y llegan los pacientes del terapeuta, en evidente abstinencia de contención psiquiátrica.
El planteo es un clásico de la compañía, muy adepta a profundizar en la raíz filosófica y psicológica de la existencia humana, el sentido de la vida, la verdadera noción de la sabiduría, con sus característicos aderezos de humor negro, grotesco, absurdo y suspenso. Pero el problema, esta vez, es que este cúmulo de ideas interesantes y lucidez creativa no logran cuajar con total coherencia en la narración. Por más que la obra alcanza unos cuantos momentos de buena teatralidad, y que estamos ante un elenco de sobrados quilates interpretativos, buena parte de los personajes parecen estar sobregirados en su alienación.
De todos modos, el tramo final logra algunas imágenes de gran poder poético, como el cuadro final, cuyos detalles no conviene revelar para no arruinar la experiencia. Chacabuco agotó las seis funciones de esta primera temporada, un merecido respaldo de un público que confía ciegamente en lo que ofrece este grupo. Puede no ser la mejor expresión que han logrado, pero igual hay razones de sobra para ir a conocer su nueva casa.