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    La inocencia enrejada

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2256 - 21 al 27 de Diciembre de 2023

    , regenerado3

    El último informe del comisionado parlamentario para el sistema carcelario, Juan Miguel Petit, pasó un tanto inadvertido. Quizás porque sus llamamientos a prestar atención a este nudo gordiano de la seguridad pública que son las cárceles se han convertido en una especie de sermón en el desierto. El sistema político, lejos de escuchar y atender a sus advertencias, ha ido en el sentido contrario: leyes que se enfocan cada vez más en el encierro, sin medias complementarias que sostengan ese aumento de la población carcelaria, no solo desde una perspectiva económica y de presupuesto, sino de políticas penitenciarias y pospenitenciarias que tengan una estrategia clara. ¿Cuál es la estrategia penal y de seguridad pública en la que se basan la represión y el encierro en un sistema carcelario que, todos saben, no solo no rehabilita, sino que se ha convertido en una máquina de generar violencia y en un eslabón más de la cadena delictiva? Las cárceles no solo son universidades del delito y la violencia, sino además el cuartel general de organizaciones delictivas que siguen funcionando desde allí y sumando nuevas formas de ingreso, como lo son el secuestro y la extorsión cometidos en pleno corazón del Estado.

    Uruguay tiene unos 430 presos cada 100.000 habitantes, ubicándose en el tope de la región y en los primeros ocho lugares del mundo en niveles de prisionización. Hay hoy unas 15.465 personas privadas de libertad y 10.000 con medidas alternativas.

    Teniendo en cuenta que el crecimiento vegetativo del país es nulo, el aumento anual de un 4% en la población carcelaria es “vertiginoso y desmesurado”, dice el informe de Petit.

    Pero dentro de estas cifras hay una situación que revela una cara brutal de la política del encierro, cuya existencia demuestra el lamentable e irresponsable carácter de quienes impulsan esas políticas.

    En el contexto de un aumento de la población carcelaria femenina de un 6,9% sobre el 4,9% general, hay 67 niños que viven con sus madres en prisión.

    Los clamores de atender a la infancia desde los primeros días de vida que pautarán los comportamientos futuros de esos niños en materia de depresiones, suicidios, adicciones y comportamientos violentos se hacen aún más dramáticos para estos menores sumergidos en una situación inadmisible para cualquier sistema que se precie de respetar los derechos humanos.

    Pero aun dejando de lado esa dolorosa situación de los niños viviendo en cárceles está la situación de la enorme mayoría de las mujeres privadas de libertad.

    Siete de cada 10 presas lo está por delitos vinculados al narcotráfico. Forman parte de la legión de pequeños traficantes sobre los que el Estado hace caer el peso de leyes severísimas, las que pocas veces tienen como protagonistas a los grandes capitalistas que financian el narcotráfico.

    Según el comisionado parlamentario, la abrumadora mayoría de esas presas provienen “de contextos de alta vulnerabilidad” con “serias dificultades de inserción social y laboral previas a la cárcel. Además, los relevamientos hechos muestran que son mujeres que en alta proporción sufrieron violencia doméstica, abandono temprano, pobreza e incluso explotación sexual o realizaron tareas de riesgo para su salud e integridad para solventarse o sostener a sus hijos”.

    Un relevamiento de 2021 reveló que “el 45% de estas mujeres fueron diagnosticadas con un riesgo bajo de reincidencia, 48% con un riesgo medio y tan solo el 7% con riesgo alto. También se observaba que 57% tenía un riesgo bajo de conflictividad, el 38% un riesgo medio y el 2% (un solo caso) tenía un riesgo alto”.

    “Teniendo presente que la amplia mayoría de esas mujeres no son un riesgo para la sociedad sino expresión de situaciones de exclusión y vulnerabilidad que no pudieron ser resueltas, es necesario tomar la sanción penal, creemos, como una oportunidad para una intervención de protección e integración, que en muchos casos debe ser superadora de la privación de libertad y expresarse en otros mecanismos de rendición de cuentas por la transgresión realizada”, escribió Petit.

    A su juicio, los daños colaterales que se le infringen a la mujer privada de libertad “pueden ser mayores que el daño provocado por el delito que inició el proceso, principalmente cuando provocan efectos negativos de larga duración sobre sus hijos menores”.

    En Estados Unidos y otras naciones desarrolladas, conscientes de sus altos niveles de encierro y lo negativo que ello supuso para las políticas sociales y criminales, han instalado hace décadas los llamados juzgados de drogas, que fueron elogiados por organismos internacionales. Ante ellos comparecen pequeños traficantes o delincuentes que, en el contexto de su adicción, cometieron delitos no violentos. La ley les da la chance de optar por cumplir una pena en prisión o someterse obligatoriamente durante dos años a políticas de rehabilitación. Por esta vía evitaron seguir llenando las prisiones, dejar de someter a esas personas a la violencia innata de las prisiones y reducir en hasta cinco veces los costos para el Estado de mantener a esos infractores encerrados.

    Según un informe del Departamento de Justicia de EE.UU., en Oregón, estas políticas redujeron la reincidencia en 26%. “Estos tribunales han ayudado perceptiblemente —y en muchos casos drásticamente— a mejorar y es probable que también a salvar vidas. Y hemos observado que los tribunales de drogas en particular reducen el crimen más que cualquier otra opción de sentencia. Los metaanálisis científicos más rigurosos y conservadores han concluido que los tribunales de drogas reducen significativamente el crimen hasta 35% más que otras opciones de sentencia. Y, en todo el país, el 75% de las personas graduadas de tribunales de drogas siguen libres de arrestos dos años después de dejar el programa”.

    No es necesario que los legisladores alcancen un alto nivel de compasión a la hora de delinear la dosimetría penal. Basta con que tengan una mirada egoísta: si salvo al otro, quizás me salve yo y a todos los que como yo comparten una cultura y un estatus social desde el cual, para muchos, es difícil de comprender las fragilidades en las que están sumidas miles de personas que violan las leyes.

    Las políticas carcelarias son apenas uno de una larga serie de ítems que conforman la seguridad pública. Pero basta ver la indiferencia, la ignorancia y la falta de sensibilidad con que el poder se planta ante ellas para entender cómo y por qué todo el resto es una suma de fracasos, cuando no de la absoluta ausencia de una política criminal que nos augure una luz, aunque sea pequeña, de esperanzas.