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“Allá está Uruguay”. El compatriota estaba orgulloso de toparse con el despojado edificio de líneas rectas y tamaño delicado. Dice “Uruguay” en letras densas colocadas sobre la puerta, alta, sencilla, de cierta elegancia histórica. Se entusiasma y apura el paso. En la entrada, un grupo de visitantes agolpados espera tranquilamente su turno para encontrar la obra de Marco Maggi (Montevideo, 1957), único y aplaudido habitante de ese pedacito de país a miles de kilómetros. Caras cansadas de tanto recorrer la interminable, exuberante, inmanejable Bienal de Venecia en su edición 56, con más de 80 propuestas de diversos países y 136 artistas en pabellones dispuestos a lo largo y ancho de un increíble parque donde el sol y la sombra juegan permanentemente sobre los edificios destinados al arte. La más grande del mundo con más de 100 años de existencia. Cerca de allí está el agua y los canales y los tradicionales gondoleros que cantan a los cuatro vientos por cien euros. Y los enormes galpones del Arsenal, un viejo predio militar destinado a completar el laberinto del arte mundial. Y más artistas repartidos por toda Venecia, en callejones sorprendentes, en casas centenarias, en apartamentos reciclados, en viejos y seductores museos o galerías. La Bienal ocupa toda la ciudad, donde viven 25.000 habitantes y recibe millones de turistas al año, sobre todo en este peculiar período de verano y arte, combinación explosiva, casi tanto como un Mundial de fútbol.
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Allí están Bélgica, Holanda, Estados Unidos, Francia, Japón, España, Brasil y Argentina entre un montón de países africanos y asiáticos y lugares tan exóticos como Tuvalu, repartidos entre decenas de construcciones de estilo más o menos clásico, con columnas y todo. Artistas cobijados por sus países o en conflicto con ellos, artistas desarraigados, artistas famosos y anónimos, artistas repatriados y expulsados. Dinámico, movilizador, migrante y desencajado, cuestionado y denigrado como debe ser el arte.
La gente no puede con todo, aunque de a poco empieza a entender por qué un montón de chatarra puede ser arte. Puede ser, no quiere decir que sea. Al final, la decisión está en manos del ignorante, del caminante, del que paga, del que elige, del que llora o ríe o despotrica contra una propuesta recostada a una pared o emergente. Hay penes gigantes pintados de amarillo que pueden ser arte. Hay figuras con cigarrillos en los genitales. Hay despliegues tecnológicos incomprensibles pero cautivantes. Hay choque y misterio, hay reversos de todo tipo de monedas, hay ropa tirada, cajas vacías, entrevero de herramientas, casas construidas que pueden recorrerse, experiencias que pueden vivirse de muy diferentes maneras. El arte también puede ser experiencia, vivencia, participación, grito y silencio.
Allí está el mundo contemporáneo desplegado ante miles de visitantes que día a día bajan de los vaporettos, barquitos de transporte público, repletos de venecianos y turistas, en una mezcla imposible de discernir. Visitantes que dejan la bellísima Venecia y sus interminables rastros de historia para internarse en los conflictos del mundo actual. La mirada del arte no deja nada por abordar. Ni problemas ecológicos o sociales en lugares insospechados. Tampoco los problemas políticos, sobre todo los problemas políticos. Tanto, que el primer gran conflicto de este año fue por una mezquita construida en territorio católico, en una vieja iglesia vacía y desacralizada, con más de 40 años sin uso religioso. El pabellón de Islandia se la alquiló a su actual dueño y allí montó un espacio que demuestra lo que puede y debe hacer el arte contemporáneo. Todo es y parece una mezquita y todo es otra cosa. Desde las arañas colgantes hasta el majestuoso y delicado piso en tono agua o los increíbles detalles culturales. La historia, el cruce de imágenes y civilizaciones, la interacción con el público fascinado con la idea de sentarse a rezar o meditar y contribuir con el entramado físico y espiritual abierto por la propuesta.
En Venecia no hay mezquitas aunque viven 20.000 musulmanes que vieron en esta obra la oportunidad de reivindicar su fe y allí fueron a rezar. La Iglesia presionó, el Municipio cerró temporariamente la “obra” por miedo a que la situación se fuera de las manos, en tiempos de atentados y fanatismos. Hubo otros actos de ocupación directa por unas horas, como el de Rusia en manos de artistas ucranianos. O las propias aguas del movido Gran Canal, donde el brasileño Vick Muniz instaló un gran barco de papel llamado Lampedusa. Lo hizo de madera revestido con diario, como el barquito de un niño pero del tamaño de un vaporetto. Con ese gesto recordó la tragedia de 2013, en la que murieron 400 inmigrantes africanos.
Otros despliegues fueron menos estridentes pero más efectivos. El grupo de artistas armenios ocupó una isla donde montó simbólicamente un reencuentro de la diáspora. Hay allí piedras en círculo como un ritual, imágenes y objetos que aluden al sufrimiento y la memoria desperdigada a cien años del Genocidio Armenio. Es impactante. Fue el premio mayor de la Bienal (León de Oro), propuesta y coordinada este año por Okwui Enzewor, nigeriano que postuló el lema “Todos los futuros del mundo” y el perfil de esta convocatoria, que incluyó desde un recital con El Capital de Marx hasta infinidad de performances, acciones, instalaciones y un despliegue inabarcable de videos, fotos, esculturas y pinturas; la mayoría apelando a la disyuntiva de un mundo dividido, arrasado, en conflicto interminable. Un mundo injusto pero también bellísimo.
El arte no puede eludir la belleza, aunque coloque un muro de valijas en la entrada de un pabellón (El muro occidental o del llanto, de Fabio Mauri, 1993) que recuerda el dolor y la infamia de asesinatos masivos, familias desgarradas por la ausencia, el hambre, la violencia en todas sus dimensiones, el viaje hacia la muerte. O camisas sucias de mujeres colgadas de cruces, hombres construyendo tumbas, rostros borrados en fotografías, o como en el caso de Bélgica, su artista destine el pabellón a sus colegas africanos de las ex colonias. Obras conmovedoras o monumentales que exploran territorios imprecisos, entre la angustia y la esperanza, entre la soledad de un mundo cada vez más tecnificado y la presencia humana que interviene de a ratos o apela a desnudarse y reconstruir su relación con la materia más primitiva.
Hay aves gigantes (Fénix, del chino Xu Bing) que simulan dragones futuristas hechos con retazos de máquinas y desechos de las Olimpíadas de Pekin. Cuelgan imponentes del techo de unos galpones gigantes sobre un espejo de agua. Hay un video casi perdido donde un hombre semidesnudo y bañado en sangre tose sin parar (El hombre que tose, del francés Christian Bolstanski). La gente es seducida por el dragón pero huye del terrible dramatismo de la filmación. El impacto de lo sublime está en los dos. O en obras históricas de Pier Paolo Pasolini y el mencionado Fabio Mauri, o en los neones de Bruce Nauman, en las superposiciones de escenas de Adrian Piper (León de Oro a Mejor Artista) instaladas entre paneles de abejas y una sensación de vuelta al paraíso perdido. Hay dibujos a carbón de William Kentridge, esenciales, potentes, borradores para una historia de Roma que el artista instalará definitivamente en las orillas del río Tíber. Hay máquinas, sobre todo máquinas, un mundo de maquinaria que actúa por sí misma, sujeta a sus propias reglas. Los artistas dejaron faros intervenidos y todo tipo de máquinas extrañas que giran, hacen correr agua, proponen distorsiones como un gran cambalache dominado por el desencajado y rebelde espíritu industrial.
Un mundo visto desde la visión reveladoramente “miope” de cientos de artistas de todo el mundo, un verdadero caos artístico y creativo. La Miopía global, titula Maggi a su trabajo. Miopía puede ser la forma de mirar, del artista para descubrir lo imposible, miopía del espectador que debe entrecerrar los ojos para focalizar en puntos impensados. Ya no es un defecto, es un hallazgo, es un mecanismo esencial de la creación. Desde esta perspectiva el impulso es devastador, agobiante. Ante tanto despliegue el visitante se enfrenta a la propuesta compatriota con cierto aliento de placer, aunque tenga que forzar la vista para apreciarlo. Dentro, las paredes claras del pabellón albergan una obra blanca, pulcra, detallada, minuciosa y tremendamente espiritual. Es como un remanso proporcionado por los detalles y el despliegue, en retazos diminutos de papel que se abren como un “mapa” silencioso y vivo por todo el espacio.
“El artista estuvo meses recortando papelitos”, dice una simpática italianita que cuida el recinto. Dice que lo conoció y es “maraviglioso”. También conoció a Carlos Maggi, ese viejito majestuoso e interminable que al final de su vida llegó hasta la orilla de la historia a ver la obra de su hijo. Pudo ver un mundo nuevo, en recortes, finísimo enjambre de técnica, sutil y complejo, con una trama que invita a deslizarse, a planear sobre una especie de ciudad virtual, como percibe el viajero cuando llega desde el cielo a una ciudad, indescriptible, palpable, geométrica y desnuda. Antes del dibujo, antes de la creación, casi antes de todo, solo las líneas y el empuje de la propia fuerza de la materia, deslizándose, tensa y en paz.
El pequeño palacete es propiedad del Estado y un privilegio que si hoy tuviera que enfrentar significaría no existir en la Bienal. O al menos, pasar menos inadvertido entre las grandes y potentes representaciones nacionales. Es carísimo estar allí. Que lo diga la presidenta argentina, que finalmente pagó mucho dinero por conquistar su propio espacio en comodato hasta el 2020. Ni siquiera es propio, pero al menos Argentina tiene un espacio y puede transitar con otro aire por esa batalla interminable en la que solo vale la imagen. Entre magníficas esculturas de Juan C. Distéfano, fuertes, conmovedoras, revulsivas, apareció la imagen de Cristina desde el Chaco en video-conferencia para inaugurar la conquista. Está bien, al menos hay presidentes que se enteran y pelean por su arte. Gracias a esto, los argentinos saben que están muy bien representados en el acontecimiento más importante del mundo artístico.
Los uruguayos apenas nos enteramos. Pero el espacio de Uruguay es de verdad, sólido, en un lugar privilegiado, a la vuelta de los caminos arbolados y frescos de los Giardini, en el centro del parque, junto a los pesados, en uno de los puntos estratégicos y agradables del recorrido. En la puerta no hay uruguayos, apenas el cronista de Búsqueda y un amigo, el que descubrió entusiasmado el edificio. “Allá está Uruguay” es una frase precisa y tremendamente simbólica. Uno tiene la sensación de encontrarse con el país, lejos de los Pepe, Suárez y Cavani de turno. En un barrio vecino donde habitaron Tizianos y Tintorettos. En el lugar del arte.