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    La isla mínima

    El agua blanda, última novela de Hugo Fontana

    La historia real fue tan novelesca que alguien tenía algún día que inspirarse­ para hacer una novela. El 28 de setiembre de 1966 un grupo de 18 militantes peronistas secuestraron un avión de Aerolíneas Argentinas y desviaron el vuelo, que se dirigía a Río Gallegos, hacia las Malvinas. Más que recuperar las islas, el comando quería armar revuelo y reivindicar la soberanía de esas tierras. Al aterrizar solo cantaron el himno y plantaron la bandera, pero en lo del revuelo tuvieron más éxito. El acontecimiento se llamó Operativo Cóndor, un nombre que hoy recuerda otros operativos, los más siniestros de la historia reciente.

    El agua blanda (HUM, 2017), última novela del escritor Hugo Fontana (Las historias más tontas del mundo, El crimen de Toledo, El noir suburbano), tiene ecos de aquellos hechos, pero más que como aventura política los incorpora para darle contexto a la aventura íntima de Julio Lamas, su protagonista.

    Lamas es un periodista veterano, reconocido por sus notas precisas de Economía en el diario El Radical. Son tiempos políticamente difíciles a fines de los 60 en un país rioplatense que no se especifica con exactitud. Parte de la anécdota transcurre en Lavanda, donde vive Lamas, una ciudad que es y no es Montevideo, tal como la creó Juan Carlos Onetti en Dejemos hablar al viento. Lavanda —nombre que juega con el sonido de La Banda Oriental— ya había sido uno de los escenarios de Fontana en La última noche junto al río, otro de los homenajes a Onetti, su maestro literario.

    En esta novela, Lavanda es la ciudad de las hojas de otoño acumuladas en el cordón de la vereda, de la terminal de ómnibus en la Aduana, de los cafés en la Ciudad Vieja y de los bares nocturnos que frecuentan los periodistas, con parroquianos acodados al mostrador y vasos de grapa doble. En esa ciudad de un país incierto, Lamas es un solitario que convive con su gato Hércules y, como él, frecuenta amoríos nocturnos esporádicos y fugaces. Lamas y Hércules siempre amanecen juntos, cada uno con sus propias heridas.

    El protagonista es un desencantado de la política y del periodismo, que ejerce con la eficiencia de quien conoce su oficio, aunque ya sin pasión. Pero es justamente por lo detallado y creíble de sus notas que, sin proponérselo, termina involucrado en una farsa: será el pasajero de un avión que un grupo de militares y civiles secuestran para llegar a Nueva Rovira, isla colonizada por un país extranjero que quieren recuperar y reivindicar.

    En realidad, lo que busca este comando es permanecer en el poder otorgado por un gobierno que se tambalea. Por eso quieren armar un poco de escándalo y desviar la atención mientras el presidente hace sus maniobras políticas. Todo el asunto termina en un acto ridículo. “¿Qué gesta de mierda es esta, sin un grito, sin una voz de alerta, sin una refriega, sin un disparo, sin un héroe a quien homenajear con una plaqueta o un busto en la plaza principal del pueblo?”, se pregunta el propio capitán que lidera la ofensiva cuando ve su fracaso.

    El operativo fallido brinda, sin embargo, algo mejor a esta novela, que por suerte no intenta ser histórica: la permanencia de Lamas en Nueva Rovira, o Campbell­, como lo llaman los lugareños. En ese nuevo escenario árido y gélido, que solo se puede soportar con buenos whiskies, empieza una trama que tiene lo mejor de la literatura de Fontana. Porque, como es habitual en sus historias, aquí se vuelve a rozar la intriga, en este caso un poco política, un poco policial, que se apoya sobre todo en personajes sólidos. Ellos van creciendo hasta hacerse seres reconocibles: a veces por su mezquindad; otras, por su sarcasmo o por su solidaridad; en definitiva, por su humanidad. Entre ellos hay una presencia poderosa: una isla que los moldea y que es prácticamente otro personaje. Es el territorio donde el viento sacude las ventanas como si quisiera entrar y el sonido se mezcla con el aullido lastimero del guará, una especie de zorro que ya se extinguió y que nadie ve, pero que se escucha cuando la tormenta azota a sus pobladores.

    “Los uruguayos son como los guarás: algún día se extinguirán sin que nadie se dé cuenta”, le dice Lamas a un médico cuando un uruguayo, que quedó varado como él en la isla, está al borde de la muerte. El periodista es un tipo distante e irónico que hecha mano a sus propios juegos interiores para reflexionar sobre la vida, o para aguantar la vida: “Agua blanda, pensó Lamas entrecerrando los ojos. A Lamas le gustaba pensar en cosas que cargaban muchas ‘a’, aldaba, calamar, ramadán. Las degustaba de una manera especial. Pensar en algo blando es pensar blandamente, se dijo, mientras miraba el furioso estallido de las olas contra las paredes del acantilado y las orillas distantes del islote”.

    Cuando Lamas se va de la isla, deja atrás cientos de ovejas, varios guisos de cordero, un cura bonachón, una pareja de ancianos sabios y una mujer solitaria que un día le dijo mirando el mar: “Lo duro y lo rígido pertenecen al dominio de la muerte; lo suave y lo flexible, al de la vida”. Después la mujer lo besó, y Lamas “sintió un terror sin límites”.

    La historia real, aquella que protagonizó un grupo de militantes peronistas, desembocó en una tragedia, de esas que pertenecen “al dominio de la muerte”. La historia de Fontana desemboca otra vez en Lavanda, en otra noche junto al río y junto a un gato. Es un final de “agua blanda”, pero con la tristeza de una ciudad onettiana, con sus propios vientos y sus propias miserias. Una novela más de Fontana para recordar.