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    La mano que mece la cuna

    57º Premio Nacional de Artes Visuales en el Parque Rodó

    “Atención. Ingreso máximo en la sala: 4 personas. Por favor quitarse los zapatos antes de entrar. Está permitido ingresar dentro de la cuna y mecerse suavemente. Peso máximo de la cuna: 1 persona (hasta 100 kg)”. La gente hace fila para entrar al pequeño recinto, una construcción con cortinas que ocultan la visión del cuarto. En el interior, una cuna enorme cuelga del techo, en el aire, como una hamaca. Está forrada de una seda blanca; el piso en cambio está tapizado de rojo por una tela suave, también sedosa y brillante. La iluminación completa un cuadro interesante, sereno, apacible. Hay algo que interfiere y rompe este clima, donde el contacto del pie desnudo con el piso abre algunas interrogantes. La cuna está rellena de pasto. Pero pasto de verdad, con tierra y todo, con humedad. Si es de verdad, no importa. Parece, y con eso ya basta para entender que hoy el arte transita por líneas muy delgadas. El paisaje, la naturaleza, la construcción humana y la cultura se entreveran en espacios que habilitan la conjunción de lo real con lo irreal, o mejor, una conversión de la supuesta realidad en una dimensión nueva, de fábula, de sueño. La sensación que provoca la imagen cambia radicalmente la percepción del espectador. De una intensa sensación táctil al impacto visual provocado por una construcción amenazante.

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    Como dice la invitación, uno puede acostarse en la cuna y mecerse, lo que puede dar otra vez esa sensación de placidez. Pero ahí el encuentro es extraño, difícil de definir. No da tiempo a nada, es un increíble acto, una escena potente, como si uno estuviera en una imagen surrealista. La instalación se llama Va y ven. Es de María José Ambrois, entre los 21 artistas seleccionados para exponer en el 57º Premio Nacional de Artes Visuales que este año lleva el nombre del formidable escultor Octavio Podestá. Una instalación suya (Amazonia) con carretilla, arena, troncos gruesísimos, hierros, recibe al visitante apenas llega al primer piso del Museo Nacional de Artes Visuales. Llama la atención por su imponente belleza, brutal, precisa, casi liviana en su tremenda dureza. Pero es bueno seguir con la cuna. Es una obra desconcertante, aunque parezca un “proyecto” sencillo de analizar, de esos que abundan en el arte contemporáneo. Es más, el artista que mece esta cuna puede tener una versión, un propósito, hasta una construcción ideológica sobre este trabajo. No lo sabemos. Es sobre la tierra que nunca tocamos, es sobre el paraíso perdido, una mirada crítica al mundo que nos acoge cada vez más herido, golpeado. Puede ser. Pero importa poco ante la incorporación física del espectador a una experiencia que apela a sus sentidos, que modifica su percepción en pocos pasos, con pocos elementos, con la fuerza de la sensación de vacío, de pérdida en ese contraste brutal entre la cuna y el pedazo de tierra y el rojo sangre del piso. Hay otros momentos en el trayecto del corredor del primer piso y la sala enorme que cobija a este variado grupo de artistas.

    En otro recinto oscuro y deshabitado hay una imagen proyectada en un colchón viejo. En la proyección alguien se dedica a la paciente tarea de cortar el forro del colchón con una trincheta y despedazar parte del relleno, lo arranca con las manos, lo quema, trabaja y pelea con una materia tan íntima y reconocible que se puede sentir en las propias manos. La escena es seductora, el espacio funciona como el de la cuna con ese manto de irrealidad que todo lo envuelve, con una imagen bella, cautivante y una acción que involucra y desconcierta. No fueron premiados pero aciertan en su mirada y realización, ambos de una sutileza indiscutible.

    Una visita guiada puede hablar de las fotografías y videos, una de las presencias más interesantes en cantidad y calidad, en una despareja selección de obras. Una habitación moderna, luminosa, apenas encuadrada donde se ve un cactus, un cuadro, la punta de una cama y una alfombrita clara. La imagen se deshace y desaparecen algunos elementos para volver a construirse a partir de la aparición de seres humanos que se convierten en ellos, se disuelven, se diluyen. Es un trabajo interesante, divertido, una formulación extravagante de encarar el medio audiovisual desde la irrealidad televisiva.

    Otros pasos pueden llevar a la serie de fotografías de Irina Raffo (Edenes contemporáneos y El lugar del verde) enfocadas en la naturaleza y el espacio interior, en la combinación de diferentes planos, en el cruce de imágenes y símbolos, de planos y paisajes. En pintura, el interesante y sutil ejercicio de Pablo Uribe, delicado y bellísimo trabajo sobre los colores de María Freire y Miguel Ángel Pareja (Croma III y Croma IV), en una construcción reveladora. Luego están los premios. El Gran Premio Adquisición para Arqueología, de Eloísa Ibarra, artista de indudable nivel y calidad que presenta una instalación museística en una vitrina, compleja, elaborada sobre artículos de prensa, libros, comentarios, fotos y estudios críticos sobre hallazgos arqueológicos. Otra instalación rinde homenaje al pop, a la acumulación de pequeños y significativos objetos, una especie de casa de muñecas que funciona como altar y repisa, de gran tamaño, en rojo, con luces y frases sobre la dominación. La obra se titula Extravagancia de Venus (Fernando Barrios) y recibió el Primer Premio Adquisición. También fueron premiados Noche estrellada (Silvina Arismendi), un montoncito de maderas de batidor desarmado, atados por cintas de colores, y el interesante proyecto de instalación y fotografía de Diego Focaccio. El premio Julio Alpuy de pintura fue para los retratos de María Clara Rossi (Astromelia). La recorrida es rápida y efímera, hay poco para sostener en un Salón empobrecido, llamativamente pobre. No es culpa del artista sino de quien le mece la cuna.

    57 º Premio Nacional de Artes Visuales Octavio Podestá. En el MNAV, de martes a domingos de 14 a 19. Hasta el 31 de octubre.