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Hay cuatro o cinco niños que juegan en el lugar. Están fascinados con el largo corredor y las puertas que ofrecen mundos con cierto misterio. Van y vienen de puerta en puerta, corretean, algunos entran y salen rápido de los cuartos oscuros o en penumbras. No es para menos, el lugar es agradable, limpio, luminoso y moderno. Y hay muy poca gente. Es un reciclaje a tono con la vieja estructura. Permanece en el nuevo envase cierto aire escalofriante de la vieja cárcel de Miguelete. Hay pasajes de metal herrumbrado, puertas con pequeños agujeros, algunas rejas o cerraduras pesadas. Algo deben intuir los niños que no se quedan demasiado en ningún lado, que permanecen cerca de los adultos y miran el final del pasillo con mucha expectativa. Desde un gran ventanal se ve la construcción de este increíble edificio. Varios pabellones en radios como una estrella, gastados por el tiempo, permanecen firmes, con los pasajes para los guardias, los pisos repletos de puertas y fantasmas. Pero no es por esto que los niños van y vienen de las celdas recicladas y de las que salen sonidos suaves y extraños. Hay otra cosa que llama la atención, que sorprende, atrae y espanta un poco. Son instalaciones con viejos elementos tecnológicos, desechos de una época reciente que paradójicamente parece muy lejana.
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En una de las celdas, un enorme círculo construido con Cd (“Sikka Magnum”, 2013); son cientos, agrupados como una flor metálica. Es un diseño platinado que comienza a cobrar vida y a colorearse por un baño de imágenes que recibe desde un proyector. La flor se convierte en mandala, el círculo parece abrir una puerta a otro mundo, se suaviza, se transforma en centro de energía, un portal donde se dibujan innumerables figuras. Los Cd se olvidan, la materia deja paso a una creación potente, cuadros pintados por una mano invisible. En las otras celdas, entre penumbra y silencios suavemente golpeados por proyecciones, esperan otras experiencias similares, imágenes construidas sobre la trama de una tecnología recogida del desuso, abandonadas en cierta forma por el uso y la memoria. Estas son las preocupaciones de Daniel Canogar (España, 1964), artista que ha desembarcado Quadratura, un grupo de obras cautivantes, maduras, metódicas, de inquietante belleza.
En otra sala, una niña de cinco años no entra, apenas mira la oscuridad desde la puerta. Se entiende, todo inspira temor o, al menos, extrañeza. Se corre una cortina negra y el interior de la celda comienza a develarse. El efecto es fantástico y provoca estar allí horas, inmerso en un espacio donde la luz pasea por una trama invisible de cables. La instalación se ofrece lentamente como un cuerpo de material liviano, entreverado, suspendido en el aire de toda la habitación, apenas sobre las cabezas de los espectadores. Uno puede caminar y sentir las pequeñas luces que recorren el interior de la estructura. Es un cielo nocturno, complejo, bellísimo. En las paredes, varias líneas verticales recorren otros caminos, como barrotes finísimos, sutiles, que pasan en variables rítmicas que ofrecen un paisaje artístico de notable sensibilidad. La obra se llama “Scanner” (2013) y es un reflejo existencial de muchas cosas, desde la interioridad del avance tecnológico ya caduco hasta el punto donde se encuentran la ciencia y el arte, ambas descubriendo mundos hasta ahora imposibles de definir. El autor de estas imágenes tridimensionales, instalaciones construidas sobre desechos tecnológicos (cintas de videos, rollos de películas, viejas pantallas de computadoras y televisores), es hijo de un pintor famoso, referente de la vanguardia de los 80 en España. Algo de la invalorable tradición pictórica hay en esta obra. Pero Canogar hijo no puede eludir el cambio abismal producido en los 90, cambio vertiginoso que lo introdujo de cabeza en un mundo que cada vez apuesta más al instante, a la imagen presente y olvidada, a la posibilidad de vivir sin pausa ni tiempo mental para reflexionar o parar frente a la construcción de la memoria.
No hace mucho, uno sacaba la foto y la guardaba, tenía un aparato exclusivo, tenía un soporte al que había que cuidar y recomponer. Se guardaba hasta el rollo, como un acervo, un pequeño tesoro donde se cuidaba la historia personal y colectiva. “Estamos frente a un cambio esencial en la construcción de la memoria, del pasado, de la identidad”, ha dicho Canogar. Por eso trabaja con estos elementos y desde la propia materia ya caduca construye estas esculturas vivas, tal vez para rescatar al menos la magia de la experiencia artística, para sostener el pasado desde otro lado.
Recicla la materia y explora su forma y usos, hace que el espectador vea su interior desde otro ángulo, desde un lugar donde todo existe y permanece. Hay además un contenido nuevo desde las viejas y ya anquilosadas formas. Todo es tan reciente que asusta. Todo es tan rápido que no deja margen a la pausa, al placer, a la reflexión. Este es el mensaje final de una muestra fina, esmerada, de profundo alcance filosófico.
Un detalle: no hay que dejar que la supuesta “vejez” de la materia interfiera en la contemplación. Todo es más que lo que se ve, que las pantallas y las señales de ajuste, que las imágenes reconocibles, que los rollos de cine o video con proyecciones que descubren su chip memorioso. Es más que la permanencia y el vestigio, es más que otra muestra sobre evidencias tecnológicas.
Convertida desde hace unos años en lugar de exposiciones para el arte contemporáneo, la ex cárcel de Miguelete vale una visita más allá de cualquier pretexto. Pero en este caso, la visita es imprescindible.
“Quadratura”, en Espacio de Arte Contemporáneo (Arenal Grande 1930). De miércoles a sábados de 14 a 20 h; domingos de 11 a 17. Hasta marzo de 2014.