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    La vida en un charquito

    Estoy mirando mi vida/ en el cristal de un charquito,/ y pasan, mientras medito,/ los años perdidos,/ los sueños marchitos... Primera estrofa de Homero Manzi para su tango De barro, sencilla y conmovedora síntesis del hombre sin retorno frente al destino final.

    Parece increíble, pero el tango dio y da personajes que se hacen carne en poesía que, según la época, va identificando a quienes, de diversas maneras, construyen cultura al paso del tiempo.

    Y no siempre se trata de personajes simples.

    Por ejemplo, es sorprendente que alguien edifique durante una trayectoria breve, con una existencia erizada de lejanías —y solo un par de anécdotas capaces de entrar a la historia—, un consenso admirativo de maestros como lo tuvo Antonio Rodríguez Lesende: Cobián, De Caro, Troilo, Fresedo, Di Sarli, Federico, Maffia, Láurenz y otros lo llamaron “el mejor cantor de orquesta de todos los tiempos”, habiendo sido, además, la mayor parte de su vida, un estribillista sin repertorio propio y que recién en sus últimos años pasó a cantar los temas completos.

    ¿Quién fue ese hombre al que, con seguridad, pocos recuerdan?

    Nació en Vigo, España, en 1905 y con apenas un año llegó a la Argentina en brazos de sus padres inmigrantes, quienes se instalaron en el barrio de Balvanera. Impulsado por ellos, Antonio —luego, para siempre, el Gallego Lesende—, con apenas 15 años se destacó como primer tenor en el coro de la asociación Orfeón y luego pasó al Colón, donde aprendió teoría musical y pulió al máximo su voz. A los 18 años ya cantaba en algunas radios y a los 20, acompañado primero por la orquesta de José Tinelli, autor de la música de Será una noche, y luego por la de Francisco Lomuto, fue contratado por Splendid. Poco después, siempre haciendo estribillos, lo contrató El Mundo para cantar con cuanta orquesta pasara por allí.

    Recién hacia finales de la década de 1930, ajustado a las nuevas orientaciones de los directores, comenzó a cantar tangos completos: lo hizo con notorios y preciosistas acompañamientos, caso de Juan Carlos Cobián, Joaquín Mora, Cayetano Puglisi, Ciriaco Ortiz y Edgardo Donato.

    Escribió Luis Adolfo Sierra:

    —Tenía una voz afinadísima, con un perfecto fraseo y buen gusto indudable. Claro, aunque fue amigo mío, debo decir que tenía mal carácter, era impuntual, no cantaba lo que no le gustaba y carecía de lo que le sobraba a otros: pinta de cantor de tango.

    Y que tenía un carácter raro, lo tenía: en 1943, en su apogeo, abandonó la actuación sin dar explicaciones y puso un comercio de venta de rulemanes.

    Solo reapareció en 1953, grabando un disco con la orquesta de Atilio Stampone y Leopoldo Federico, del que destaca una joya: su versión de Tierrita, de Agustín Bardi, tango de interpretación generalmente solo instrumental. Luego, otra vez el retiro, el penoso olvido y el fin, el 2 de octubre de 1979.

    Pero hay dos circunstancias muy peculiares —que quizás chocan entre sí— que logró meter, sin proponérselo, en la historia grande de la música popular ciudadana.

    Fue el único que despreció la posibilidad de cantar con Troilo. Cuando Pichuco debió armar su orquesta de apuro —tocaba entonces, en 1937, a los 23 años, en el Casanova de la calle Maipú, con Goñi y Toto Roríguez— para sustituir a Carlos di Sarli en el Marabú, tenía elegidos a los músicos y pensó en la voz de Rodríguez Lesende. En el primer encuentro le ofreció 85 pesos por noche, una fortuna; el Gallego le pidió 200; insólitamente, Troilo aceptó. Ya sin argumentos económicos, el cantor inventó desavenencias con el resto del elenco, un mal repertorio e incomodidades con los horarios. Pichuco entendió y, apremiado, decidió contratar a Fiorentino, que por ese tiempo, como bandoneonista —que lo fue y bueno— y primera voz, estaba desocupado.

    Es impresionante: Rodríguez Lesende “no vio” el futuro con Troilo y su error le abrió las puertas a quien rápidamente se convirtió en un grande.

    La otra anécdota es favorable a la imagen del Gallego. Un importante empresario teatral había montado la obra El cantor de Buenos Aires y rechazó —“la música es muy rara para la letra y la intención”— nada menos que Nostalgias, el tango de Cadícamo y Cobián. Pocos meses después, Cobián fue contratado en el glamoroso Charleston; allí estrenó Nostalgias, ¡cantado por Rodríguez Lesende! El éxito fue tal, que uno puede decir, sin exageración, que perdura hasta hoy.

    ¡Qué personalidad la de este nativo de Vigo! Manuel Adet ha descrito su arte, más allá de su personalidad, como nadie:

    —Escuchar a Lesende es un placer y una impotencia. Placer, porque es buenísimo; impotencia, porque uno siempre se queda con ganas.